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Red Internacional
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ARTE SOVIÉTICO. Royal Academy de Londres: arte y ¿revolución?

Por el centenario de la Revolución Rusa hay programadas varias muestras en los principales museos del mundo que prometen debates sobre el arte y la revolución. Una de las primeras, en la Royal Academy of Art de Londres, ya recibió críticas por derecha e izquierda.

Martes 11 de abril de 2017

Este año se cumplen cien años de la Revolución Rusa y, en todo el mundo se anunciaron exposiciones sobre las vanguardias artísticas que fueron contemporáneas a ese proceso y dejaron su marca en el arte del siglo XX.

El pasado 11 de febrero, la Royal Academy of Art de Londres inauguró la muestra Revolución: arte ruso 1917-1932, proponiendo explorar las producciones artísticas que, mientras que caía el zarismo e irrumpía en escena el primer Estado obrero, desplegaron una gran variedad de estilos, géneros y posiciones pocas veces tan concentradas en la historia del arte.

En la muestra se destacan los artistas de vanguardia Kandinsky, Malevich, Chagall y Rodchenko; hay pinturas, fotografía, escultura, cine, carteles de propaganda y también una recreación a gran escala de un departamento diseñado con objetos de uso cotidiano, como la porcelana soviética.

Muchas de estas tendencias y artistas se venían desarrollando en la década anterior, pero con la llegada de los soviets al poder encontraron un panorama social y político en el cual plantearse nuevos problemas, temas e innovaciones que les dieron sus características particulares. La reconstrucción que de ese contexto hacen los museos implica un balance del proceso revolucionario, y allí se entrelazan los debates estéticos con el debate político.

Boris Mikailovich Kustodiev, “Bolshevik”, 1920

La muestra abierta en Londres declara tener como punto de partida una exposición anterior realizada en la URSS en 1932, y recorre el camino que iría de las innovaciones abstractas de diversas tendencias que acompañaron los primeros años de la revolución hasta la imposición del “realismo socialista” como dogma oficial, lo que lee como un despliegue de ideas utópicas coartadas por una política represiva a partir de los años ´30. Como se destaca en el texto introductorio, “Revolucionarias por derecho propio, juntas estas obras captan tanto las aspiraciones idealistas como la dura realidad de la revolución y sus secuelas”.

Pocos días antes de que se inaugurara, el periódico The Guardian publicó la opinión del crítico de arte Jonathan Jones. En una nota titulada “No podemos celebrar el arte revolucionario ruso -es una propaganda brutal”, escandalizado por la temática, el autor propone cambiarle el nombre a “Cuadrado negro: la tragedia rusa 1917-1932”. Haciéndose eco de las lecturas liberales –mayoritarias luego de la caída del muro de Berlín– que no ven en el proceso una revolución social sino un golpe de Estado que instaura un proyecto totalitario, Jones iguala la Revolución rusa con los crímenes del nazismo, a Lenin con Hitler. Los artistas sólo habrían aportado a la propaganda explícita de un régimen que torturó y mató para construir un partido-Estado; no habría ningún aporte real en ese “brutal” experimento. Jones se opone a celebrar “apolíticamente” al constructivismo y al suprematismo sólo desde lo estético, sin tener en cuenta que formaban parte de un “proyecto utópico de una época violenta”.

Desde el punto de vista artístico, Jones considera que “el golpe del ‘17” coartó las posibilidades que anidaban las vanguardias rusas, como la innovación que supuso el “Cuadrado negro” de Malevich en 1915 –pintura imprescindible del arte abstracto–, o el trabajo de Tatlin influenciado por Picasso y el cubismo. Las producciones posteriores a 1917 de los artistas que no emigraron, como “Derrota a los blancos con la cuña roja” de El Lissitzky, no sería más que un encubrimiento de un régimen violento. Claro que Jones no menciona la violencia del zarismo ni de la primera guerra mundial que llevaron a las masas a tomar su destino en sus manos, ni los intentos de invasión de los catorce ejércitos imperialistas en defensa de la propiedad privada que fueron derrotados a pesar de las duras condiciones en las que se encontró la joven revolución, y menos aún el apoyo masivo que tuvieron los bolcheviques. Por eso tampoco puede explicar el apoyo que muchos de los artistas dieron explícita y sinceramente a la revolución, convirtiéndolos en simples encubridores seducidos y/o coaccionados como propagandistas del régimen.

En la medida en que se demoniza la revolución de conjunto, el “dogma” liberal de Jones no puede dar cuenta de los distintos momentos por los que pasó el proceso revolucionario ni de las políticas reales, ampliamente documentadas, del joven Estado obrero, que no estableció ni escuelas oficiales ni regimentó una producción artística que, por el contrario, fue tan extensamente variada como discutida durante los primeros años de la revolución, contrastando duramente con la persecución y regimentación establecida por el stalinismo. Sin embargo, identificar la política del Estado obrero hacia el arte como la imposición de reflejar determinada posición política sigue siendo el prejuicio preferido y más difundido de los “estudiosos” de la derecha.

Pero hay algo en lo que quizás Jones tenga razón, y es que la curaduría propuesta tampoco es clara, intentando por momentos una lectura despolitizada que no cuadra con el eje mismo que propone. Por ejemplo, realzando a los artistas figurativos, hay una sala dedicada a las obras de Kuzma Patrov-Vodkin, que es elogiado por un arte “libre de toda propaganda política y mensaje”, como si el problema no fuera reducir el arte solo a una herramienta de propaganda, sino que éste exprese preocupaciones políticas y sociales dialogando con su contexto histórico.

Sin lugar a dudas, las relaciones entre arte y política en medio de una revolución no fueron armónicas y suscitaron innumerables debates –entre las tendencias y con los organismos estatales– sobre qué política debía tener en la cultura, desde el terreno de la educación al de la producción artística. En estas discusiones los distintos agrupamientos combinaron muchos de los planteos que eran comunes a las vanguardias europeas, como la crítica a las instituciones artísticas y la voluntad de fusionar arte y vida, aunque en el marco de la revolución esto cobrara valores y posibilidades que les fueron únicas. La crítica a los museos iba acompañada de la posibilidad de efectivamente llevar el arte a las fábricas, a las calles y a un público masivo del que carecieron sus pares europeos. Las respuestas no fueron unánimes y las discusiones no se limitaron a los círculos de las tendencias vanguardistas, porque la revolución abrió también un campo de revitalización de las tradiciones folklóricas de los sectores populares –a los que la alta cultura rusa le había estado en buena medida vedada– y de pueblos que hasta ese momento habían sido oprimidos por el zarismo ruso. Lo llamativo del proceso es justamente cómo, en el marco de condiciones tan adversas y en medio de una guerra civil, hubo sin embargo un florecimiento de la creatividad, de la experimentación formal, de la innovación teórica y de la discusión abierta y radical sobre los problemas de la democratización y producción cultural que, lejos de quedar en palabras, se puso en práctica, con marchas y contramarchas, en los más diversos terrenos.

Nikolai Damkov, Kerchief (1924). La imagen de Trotsky en el lado inferior izquierdo está cortada

La muestra de la Royal Academy of Art, también recibió críticas por izquierda. En una nota publicada por el sitio World Socialist Web Site, “La exposición de arte revolucionaria rusa en Londres extirpa a Trotsky –y, más generalmente, a la verdad histórica”, Paul Mitchell señala también que la curaduría despolitiza la muestra aunque en un sentido inverso, buscando desacreditar la revolución y trazando una línea directa entre Lenin y Stalin. Es por ello que no aparece la figura de Trotsky, figura que no puede ser considerada marginal en la historia de la Revolución rusa y en la lucha contra la burocratización stalinista posterior, pero que además participó activamente en las discusiones artísticas y culturales de ese entonces –como puede verse en su libro Literatura y Revolución–, tanto para reivindicar como para criticar muchas de las ideas y posiciones de los distintos grupos. Para Mitchell, así, la muestra no da cuenta de la verdad histórica, negando el contexto internacional de derrotas de otros procesos revolucionarios y aislamiento de la URSS que sentaron las condiciones para el asentamiento de Stalin y los duros golpes y retrocesos que eso supuso, no solo en el terreno artístico, para los logros de la revolución en la URSS.

Otra de las críticas que recibió por izquierda, fue publicada por el sitio Socialist Worker. Jay Williams, escribió “A pesar de la curaduría, los artistas rusos brillan en la nueva exposición” y, destacando la importancia de las obras exhibidas, pone de manifiesto que a lo largo de la exposición la clase obrera rara vez se la muestra de manera activa, resaltando la idea que la revolución lleva a la represión posterior.

Lo que sin duda puede afirmarse es que la relación entre arte y política planteada por las vanguardias sigue siendo problemática para instituciones como los museos, incluso cuando pueden ser también para ellos un nicho a explotar. Más aún en el caso de las vanguardias soviéticas, que fueron de las más radicales en cuestionar los mecanismos e intereses que hay por detrás de los intentos de legitimación de un arte separado de la vida. ¿Cómo podrían, sin cuestionarse a sí mismos, mostrar lo revulsivo de estas experiencias artísticas que llamaban a sacar el arte de los museos y llevarlo a las calles?

Si la Revolución de Octubre, con toda su complejidad, fue la que por primera vez cuestionó en la práctica al conjunto de las relaciones sociales que sostienen un sistema capitalista que, entre otras miserias, sigue limitando la producción y el disfrute del arte y la cultura a los mecanismos del mercado y a su propia legitimación como único horizonte posible, la muestra de la Royal Academy of Art de Londres parece oscilar entre tomar la revolución como marco pero a la vez proponer una lectura del “arte ruso” despolitizada, que sus críticas por derecha como por izquierda no hacen más que confirmar.


Carmela Torres

Nació en Gran Buenos Aires en 1987. Militante del PTS y miembro de Contraimagen. Licenciada en Artes Visuales de la UNA y maestranda en Artes Electrónicas de la UNTREF.

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