En la primera parte de este artículo repasamos las luchas por la transformación radical de la sociedad que los movimientos por la liberación sexual desarrollaron en los años 1970. En esta segunda parte, veremos su continuación en los últimos 35 años, para pensar hoy como servirnos de estas experiencias para revolucionar el combate por la diversidad sexual.
Las experiencias de lucha por la diversidad sexual en los años 70 se dieron entre la represión, la difamación mediática y en algunos casos, la ilegalidad, pero también desafiando la lógica de la burocracia sindical, como de amplios sectores de la diversidad sexual de que estas alianzas “no tienen que ver con nuestra lucha”.
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La lucha y la movilización permitieron avances, como la legalidad, el fin de leyes discriminatorias o de la patologización de la diversidad sexual, aunque sólo en algunos países. Junto con la restauración neoliberal en los 80, los ataques a las masas –imponiendo elevados índices de desempleo, precarización y flexibilización laboral- fueron acompañados del establecimiento -principalmente en Europa y Estados Unidos- de algunos derechos elementales, favoreciendo la inclusión de las personas que antes habían sido excluidas de los propios regímenes democráticos capitalistas, lo que se tradujo en una mayor institucionalización, cooptación, fragmentación y despolitización de la diversidad sexual.
Estos dos elementos, la ofensiva neoliberal y la inclusión en las instituciones de los sectores más moderados de los movimientos por la diversidad sexual, son fundamentales para comprender la deriva conservadora que le siguió. Un paso de la ofensiva a la resistencia y la posterior institucionalización, que se materializa a partir de los años 80. Del combate por la transformación radical de toda la sociedad, el movimiento se desplaza mayoritariamente a la lucha por la creación de espacios institucionales contra la discriminación, cambiando las calles por las oficinas gubernamentales y la crítica a la sociedad patriarcal por las “agendas inclusivas”.
Los sectores que no aceptaron esta domesticación encontraron una creciente represión, disgregación y un mayor peso de las estrategias de autodefensa y confinamiento en los “guetos” de la diversidad sexual. Pero ¿por qué se da esta escisión? Nos situamos en los años 80 y es imposible comprenderlo sin añadir a la ecuación un elemento clave: la aparición del VIH-SIDA.
No deis ningún derecho por conquistado
A principios de los 80, centenares de miles de gays y mujeres de los países pobres se convertían en las principales víctimas del virus del HIV-SIDA, mientras la derecha cristiana se organizaba contra los movimientos feministas y de liberación sexual, de la mano del Vaticano y los sectores políticos neoconservadores. La pandemia del SIDA –considerada como un “castigo divino” por los sectores fundamentalistas- aterrorizó a la comunidad gay que, además, fue cruelmente estigmatizada, aumentando la discriminación, la marginación y la violencia contra los homosexuales.
Tras años de políticas lideradas por las grandes farmacéuticas y ministerios de Sanidad, que “dejaban morir” a miles de personas -entre las que se incluían a gran parte de la vanguardia más revulsiva de la diversidad sexual-, se crearon diversos programas contra la discriminación y de atención a las personas infectadas por HIV-SIDA y surgieron ONG especializadas, basculando aún más la estrategia de la diversidad sexual de la organización política al asociacionismo. Esta dinámica fue determinante para que se fueran creando -como sucedió también con el movimiento feminista- un grupo de “autoridades” surgidos del movimiento que devinieron en administradores de fondos, tecnócratas estatales, activistas subvencionados o directores de fundaciones expertas.
Simultáneamente, la política de la identidad fue cuestionada desde el interior mismo del movimiento por aquellos sectores que se vieron subordinados y relegados, especialmente las lesbianas y las personas trans, negras, latinas, etc. La unidad por la identidad sexual se mostraba como una ilusión, cuando el poder del movimiento se concentraba en los varones gays, cis, blancos, de clase media y anglosajones. Algo que se repetía, con sus particularidades, en el movimiento feminista. Pero en vez de buscar la unidad en base a un programa y una perspectiva política, lo que sucedió fue el estallido de las múltiples identidades. La fragmentación fue el caldo de cultivo para que prosperaran las nuevas políticas posmodernas fundadas en la concepción que la identidad siempre es coercitiva, prescriptiva y represiva, centradas en las transformaciones subjetivas y la deconstrucción lingüística-cultural y basadas en una concepción liberal del sujeto.
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El movimiento por la liberación sexual se transformó, en poco más de una década, en el movimiento LGTBI, privilegiando la política de inclusión de múltiples identidades, antes que la denuncia radical del sistema que reprime la sexualidad y que está en la base de las exclusiones, la discriminación y la opresión. La resultante fue el desmembramiento y la despolitización del movimiento, limitado a la aparición esporádica para la celebración de la diversidad en el Día del Orgullo y a la negociación de derechos mediante el lobby con empresas, representantes políticos capitalistas y organizaciones internacionales.
Así llegamos a la situación en la que la liberación sexual no es para todos los bolsillos. Entre el deseo prohibido y el deseo comercializado, la idea de la emancipación a través del consumo que controla nuestros cuerpos se refuerza al servicio del orden social. El control sobre los cuerpos de otros, la imposición de géneros binarios predefinidos por la genitalia, la sexualidad heteronormativa y la conformidad cisgenérica no son naturales, sirven a los intereses de una clase social que organiza la sociedad. De esta forma la represión sexual permanente bajo el capitalismo cumple un papel esencial en la relación entre opresión y explotación y apunta hacia dónde tenemos que buscar las bases de una revolución sexual.
Entonces, ¿la diversidad sexual es revolucionaria? Puede serlo
Como categoría interclasista, la diversidad sexual está atravesada por multitud de intereses antagonistas. Cuando la bandera arcoíris puede aparecer como una cáscara vacía para vender todo tipo de productos en fechas cercanas al Orgullo, cuando se utiliza para encubrir el rostro genocida del Estado de Israel o cuando se instrumentaliza para asalariar los vientres de mujeres pobres con la gestación subrogada, se pone en evidencia que en la diversidad sexual también hay lucha de clases.
Si bien el movimiento ha logrado innegables avances, estos son totalmente insuficientes para lograr cambios sustantivos en las condiciones de vida de la mayoría precaria de la diversidad sexual. Especialmente en el caso de las personas trans, que enfrentan un 85% de paro y altos índices de prostitución. En el contexto de una larga crisis capitalista, no sólo muchos de los derechos adquiridos son amenazados, sino que se empeoran aún más la vida de la clase trabajadora, cada vez más diversa, menos blanca y más feminizada. [1]
A la hora de disputar la hegemonía de clase dentro de la diversidad sexual, las posibilidades de forjar alianzas con el resto de la clase trabajadora presentan hoy enormes posibilidades. A 50 años de la gesta de Stonewall, a pesar de los retrocesos en la lucha de clases, de la cooptación e institucionalización del movimiento, décadas de lucha de generaciones de militantes de la diversidad sexual han allanado el camino para recuperar una subjetividad revolucionaria.
Esta perspectiva tiene un extraordinario punto de apoyo en el creciente movimiento de mujeres que se desarrolla a nivel internacional, recuperando la idea de la huelga como método de lucha. En incluso, en algunos sectores, asumiendo también reivindicaciones contra el racismo y la precariedad, el desempleo y el trabajo gratuito.
Poniendo en el centro del tablero a la diversa clase trabajadora que mueve el mundo y luchando por un programa que enfrente al capitalismo, está la posibilidad de que la diversidad sexual vuelva a jugar un papel revolucionario en la constitución de una alianza que agrupe al conjunto de los oprimidos y explotados. Está una de nuestras mayores armas: unir lo que los capitalistas tratan de separar a toda costa.
Queremos construir algo más que “su tolerancia a cambio de no dar problemas” en épocas de capitalismo cool, mientras se mantiene la discriminación a los sectores más explotados de nuestra clase y se refuerza la criminalización cuando el Estado burgués destapa la parte extrema derecha de su rostro.
No queremos su tolerancia. Queremos la transformación radical de una sociedad capitalista que, a lo largo de siglos de explotación, opresión, guerras, hambre e imperialismo, merece pasar al basurero de la historia.
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