Entre el discurso empresarial y la polarización política, lo que no cubren los medios: la situación de los trabajadores de la industria editorial.
Jueves 4 de mayo de 2017
fotografía: Nicolás Aboaf
En cada edición de la Feria del Libro de Buenos Aires se reaviva el debate sobre la situación del sector editorial. Si el sector creció. Si el sector se perjudicó. Si tal o cual medida es nociva o ventajosa para el sector. Funcionarios de ayer y de hoy, empresarios, periodistas y autores que ocupan un lugar de privilegio en el medio polemizan, celebran, denuncian... En suma, imponen sus relatos sobre lo que piensa y siente “el sector”, como si éste fuera una masa homogénea donde todos comparten los mismos intereses. Pero muy pocos se preguntan cuál es la situación de los trabajadores del “sector”: los que escriben, ilustran, traducen, corrigen, diseñan... en definitiva, los que hacen los libros.
Para colmo de males, en un año electoral, la discusión se ve afectada por la polarización política. Para algunos la industria editorial vivió sus años de gloria durante el período kirchnerista donde, según cierto relato épico, el sector generó miles de “puestos de trabajo”, las compras institucionales trajeron la felicidad de los niños y los derechos culturales del Pueblo, y todo iba perfecto, hasta que llegó el macrismo y automáticamente generó crisis, desempleo y precarización. Otros piensan que la gestión cultural del gobierno anterior fue un derroche populista, que con las trabas a la importación censuró publicaciones extranjeras y, por ende, nos privó de la diversidad cultural y el conocimiento. Pero, sobre todo, con su intervencionismo atentó contra la libertad de mercado; un hecho que, dentro de esa concepción ideológica, es el peor flagelo que puede sufrir una sociedad.
Sin embargo, en todas estas interpretaciones de la realidad editorial (que no vamos a discutir en esta nota) permanece invisible la situación de los trabajadores del libro. En primer lugar, hablar de “puestos de trabajo” es darle a esos empleos esporádicos una jerarquía que no tienen. Sería más apropiado llamarlas “changas culturales”, ya que los que escriben, diseñan e ilustran los libros son en general trabajadores independientes monotributistas que cobran poco, carecen de derechos laborales, viven en la inestabilidad y la incertidumbre económica y deben pagar sus impuestos aunque no tengan trabajo (en eso están peor que los trabajadores en negro). Otro dato a tener en cuenta: entre 2007 y 2017 el costo de la canasta familiar aumentó trece veces. ¿Qué trabajador “freelance” de la industria del libro logró ese aumento? Con suerte, alguno cobrará el triple que hace una década. Y esto último se debe fundamentalmente a que los trabajadores independientes están fuera de la ley laboral y carecen de convenios colectivos, paritarias o regulaciones que les permitan indexar sus honorarios según el aumento del costo de vida. Por ende, en la práctica son las empresas las que deciden cuánto deben cobrar estos trabajadores. Cuando se trata reducir costos, el ajuste se descarga en el eslabón más débil de la cadena, al que sólo le queda la opción de aceptar condiciones miserables o quedarse sin trabajo.
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Otro aspecto que no aparece en los relatos sobre el sector es el reparto de la torta. Del precio de venta al público de cada libro, el autor se lleva sólo el 10% o menos. Cuando la autoría es compartida (como en ciertos libros infantiles ilustrados) ese porcentaje se divide entre los coautores. Por lo cual el “salario” del autor está sujeto al éxito o al fracaso de la venta del libro. Si el libro se vende más o menos bien, tal vez en unos meses el autor gane el equivalente a un sueldo. Si no se vende, deberá conformarse con el escaso “anticipo” recibido, o tal vez con la humilde satisfacción de ver el libro publicado, ya que hay editoriales que ni siquiera pagan adelanto de derechos de autor.
Debido a que, en ese modelo de negocio, el autor es un socio minoritario, las masivas compras institucionales (como las del Plan Nacional de Lectura) les permitieron a algunos beneficiarse con las regalías que jamás hubieran conseguido en el circuito comercial. Pero eso afectó a una pequeña cantidad de autores. Por otra parte, muchos de los ilustradores que con sus imágenes le dieron vida a tantos libros infantiles no se favorecieron económicamente con las compras del Estado, ya que una práctica habitual de las editoriales es exigir al ilustrador la “cesión total de derechos” a cambio de un monto fijo y en general muy bajo. Cabe preguntarse por qué, si el Estado invirtió millones en la compra de libros, otorgando importantes beneficios a las empresas editoriales, no creyó necesario supervisar los contratos entre éstas y sus trabajadores. De esa manera, podría haber evitado condiciones abusivas y equilibrado las asimetrías del mercado, distribuyendo el ingreso de manera más equitativa.
No caben dudas de que las políticas económicas del gobierno actual han perjudicado a la industria local del libro, especialmente a las pequeñas editoriales. Lo importante es no caer en idealizaciones ni en falsas polarizaciones. A la hora de hacer un diagnóstico y plantear demandas, es fundamental que se tome en cuenta la situación de los trabajadores que hacemos los libros: depende de nosotros, en primer lugar, ayudar a visibilizar nuestra situación particular. No basta con el “derrame”. No alcanza con los subsidios ni los incentivos a las empresas. “Si le va bien al sector” pero no se mejoran los pagos ni los contratos, el negocio del libro seguirá sosteniéndose en la precarización laboral.