En el día del Patrimonio audiovisual, rescatamos el rol del cine nacional como una herramienta para interpretar las tensiones que atraviesan nuestra memoria cultural. En tiempos donde su existencia está en riesgo, donde lo que se busca es el duelo por un cine argentino que desaparece, sostenemos que el único duelo que conoce el cine es el de la batalla.
Domingo 27 de octubre 20:05
«¿Cómo ve el futuro del cine?
El futuro del cine es la próxima guerra mundial.», Jean-Louis Comolli
«El cine es como la Biblia. El cine es, en sí mismo, un lugar de consulta permanente para comprender el presente.», Carlos Vallina
En este tiempo quieren instalar una palabra: duelo. Palabra cuyo sentido más común es el de atravesar una muerte de algo o alguien querido. Pero si se utiliza cuando nada tan definitivo ha sucedido, parece como si se quisieran confundir los dolores de muerte con los dolores de parto. Por suerte para nuestro lenguaje hay otro significado para la palabra duelo, menos popular y más epocal: duelo remite a la lucha, a la confrontación directa. El duelo era una batalla individual en la que dos hombres se disputaban la vida y la muerte. En vez de la muerte consumada, el duelo es una instancia intermedia, transitoria, en la que tanto la suerte como la audacia pueden jugar en beneficio de cualquiera de las dos partes. En la cultura, este significado prevalece; relatos épicos, poemas, cuentos, mitos populares, películas, todo un abanico de historias inspiradas en luchas, a veces violentas, a veces ingeniosas, a veces desesperadas, que han alimentado nuestra identidad desde hace generaciones. Cada cultura tiene sus duelos. La monarquía alemana se alimentaba de las fábulas de héroes medievales; los esclavos negros en Haití tenían a Mackandal; los axé, comunidad indígena del Paraná, creían y temían a los jaguares míticos que rondaban la muerte y que, en caso de atacarlos, los convertían en janvë, en almas de los muertos que vagaban por la tierra obligados a cazar a sus hermanos axé. En «el país de la guerra», despojado de su historia ancestral, la cultura se nutrió de la historia reciente, basada en una ocupación colonial, luego dependiente, y las sucintas rebeliones que desembocaron. Si en la cultura argentina esto se conoce como «civilización y barbarie», es posible pensarlo en el término marxista de la lucha de clases.
El cine no escapa a este dilema. Mientras que en Europa nació en medio de la crisis de la modernidad capitalista y el auge de las vanguardias, en el mismo período en nuestro país se daba lo opuesto: con las últimas apropiaciones de la tierra libre en el extremo sur del país, se terminaban de delimitar los bordes del sistema capitalista. No por casualidad, se considera como la primera película a La bandera argentina, que registró en 1909 una bandera argentina flameando en Plaza de Mayo. El cinematógrafo llegó para atestiguar una agónica cultura ancestral que desaparecía al mismo tiempo que una naciente cultura nacional ocupaba las imágenes. Estos cambios tan profundos en el acceso a la tierra y por lo tanto al trabajo afectaron de manera directa a la sociedad argentina, cuya mezcla de orígenes y pertenencias fueron los cimientos de la llamada cultura popular. La primera película realmente popular se estrenó en 1915, tan popular que hasta el día de hoy es homenajeada por una marca de yerba. Nobleza gaucha, inspirada en la literatura gauchesca, relata el conflicto entre un gaucho y su patrón, cuando este último rapta a una criollita y se la lleva a la ciudad. «Potros más grandes que vos, han dominado a este gaucho en su vida», le dice Juan al ir en su rescate y enfrentarse a duelo con el patrón. Moribundo, pudiendo matarlo, sin embargo lo deja con vida, porque «un gaucho no mata a un hombre indefenso». Por el contrario, su patrón no es tan honorable y manda a un policía a que lo asesine. Los códigos en la lucha son la moral de los desposeídos, como más adelante reiterarán los gauchos de Juan Moreira al rechazar matar por encargo a un político opositor. En Hombre de la esquina rosada de René Mugica, hay otro código: el desafío al duelo siempre debe ser aceptado, ya que de lo contrario la vergüenza y humillación serán peores que la muerte. En la película, que transcurre en los festejos del centenario de la independencia, el personaje de Francisco Real deambula por la noche buscando vengar la muerte de otro. La justicia aquí es la que uno puede hacer por sí mismo. Todos son malos, todos son buenos. Las reglas de lo popular se trasladan del campo a la ciudad y se apropian de la narración, todavía indomable, todavía no domesticada por las reglas del Estado nacional. Otro vengador es Luis Vega, el cantor que debe vengar la muerte de su tío, el legendario Santos Vega, derrotado en un duelo de payadores con el diablo. «Para vencer, lo primero es no tener miedo a la derrota», dice el fantasma de Vega en Santos Vega vuelve de Leopoldo Torres Ríos. Con el gaucho convertido en obrero, el duelo individual pasa a ser colectivo. En Prisioneros de la tierra de Mario Soffici, trabajadores rurales guaraníes se rebelan contra el empresario que los engaña y los esclaviza para trabajar en los yerbatales misioneros –casualmente, la película transcurre en el mismo 1915 de Nobleza gaucha. Aquí también el protagonista, un rebelde joven guaraní, se disputa el amor de la hija del médico con el patrón. «–Nos tratan como bestias, le dice el joven a su compañero, –sacan el fruto de la tierra y oprimen a los nativos». En el momento de la rebelión, sin embargo, la acción colectiva sucede fuera de campo, ya que la imagen decide seguir al protagonista, quien al ver al patrón lo sigue y forcejean a muerte. Los códigos del duelo parecen revertirse cuando el amo, desarmado y malherido, es arrastrado a latigazos por el joven, que tampoco lo mata, sino que lo sube a una barcaza y lo empuja río abajo, indigno de esa tierra húmeda que nunca quiso ni supo entender. Sin embargo, al igual que en Nobleza Gaucha, el joven no podrá escapar del final trágico. Otro prisionero de la tierra es el corregidor de Zama, que espera en Asunción el traslado a Buenos Aires. Zama cuenta la historia opuesta, la de alguien que rechaza el duelo con la esperanza de amigarse con el poder mayor, en este caso la monarquía española. Domado sin lucha, el destino de Don Diego de Zama es el de la humillación y la derrota; al igual que el patrón de Prisioneros de la tierra, concluye su historia moribundo, en una canoa que lo lleva a ninguna parte.
Habrá que esperar al optimismo peronista de Hugo del Carril para resignificar el duelo, que esta vez pasa a un primer plano. En Las aguas bajan turbias, también ubicada en la región del Alto Paraná, la explotación de los trabajadores rurales acumulará el odio de aquellos, que sueñan con huir al sur, «donde la paga es buena y hay sindicatos». El asesinato de tres obreros que se escapan inicia un tiroteo, liderado por dos hermanos rebeldes. Uno de ellos muere en la pelea, pero otro logra escapar con la mujer que quiere. En la revuelta, los trabajadores rurales atan al patrón en un árbol, dejándolo a merced de los tigres de la selva mientras suplica desesperado que no lo dejen allí. Las imágenes del yerbatal en llamas y los obreros corriendo en armas indican que «el grito de libertad fue extendiéndose de lugar en lugar como el canto de los pájaros libres de la selva». La huída en el río también cobra otro sentido: ya no es el patrón expulsado, ni Zama moribundo; aquí es la pareja que logró huir la que navega río abajo rumbo al sur. Por fin, el final no es trágico, sino esperanzador.
Si en Las aguas bajan turbias lo que flota en el río son los cadáveres de los muertos por las enfermedades, en El viaje de Pino Solanas lo que flotarán son los desechos cloacales en una Buenos Aires inundada por la mierda y la putrefacción, una metáfora no tan indirecta de la Argentina menemista. El protagonista de El viaje, un muchacho adolescente que vive en Ushuaia, no sueña con ir al sur, sueña con escapar de él. La vida del errante es recurrente en la cultura argentina, tierra de anarquistas, gauchos, golondrinas, nómades, exiliados y expulsados. El duelo aparece de manera indirecta, escondido, convertido en una lucha contra el sistema, contra una forma de vida impuesta por el mercado laboral fabril, la propiedad privada y las instituciones del Estado. En Que vivan los crotos, Ana Poliak rescata la vida de José Américo “Bepo” Ghezzi, un anarquista que vivió como linyera, vagabundeando por el país durante décadas. Crotos, vagos, chantas, atorrantes. La película reivindica la continuidad de esa errancia gauchesca, indígena, cuando no existían ni atorrantes ni terratenientes. «Recuerdo a los crotos que, en su mayoría, eran muy amantes de su libertad como lucha para conseguir su bienestar y el de otros», dice uno de los amigos de Beto.
La libertad como lucha, una temática que atraviesa a todo el cine militante de los años setenta, cuyos protagonistas no soñaban con escapar sino con mejorar la vida en las ciudades y en las fábricas. Me matan si no trabajo y si trabajo me matan, lo resumía Gleyzer en su documental sobre el conflicto obrero de INSUD, donde los trabajadores reclamaban por la contaminación de plomo en sus cuerpos. La lucha por la libertad se convierte en un duelo colectivo y organizado, donde entran los valores de la solidaridad, la olla popular, las comisiones de mujeres, la movilización callejera. Así como el terrateniente de Nobleza Gaucha o de Prisioneros de la tierra, la prepotencia esclavista tiene continuidad en la prepotencia patronal. Sin embargo, el mal a combatir ya no es la tierra, las enfermedades ni la ociosidad, sino el capitalismo como sistema de explotación. La estrategia de las tomas de fábrica, las tomas de facultades, la toma de los fusiles, surgen en las imágenes y en la historia argentina como una enseñanza de lucha contra un enemigo también poderoso y organizado: el ejército, la policía, el empresariado nacional e internacional, Los traidores de la burocracia sindical.
En estos días fueron las premonitorias escenas de la película Puan las que circularon por las redes. La sorpresa por la “futurología” de la que es capaz el cine fue el tema de conversación mientras los estudiantes de todo el país tomaban facultades ante el riesgo de la privatización de las universidades, como sugería la película filmada un año antes. El historiador de arte alemán Aby Warburg, en los años ‘30 impulsó un proyecto ambicioso llamado Atlas Mnemosyne, una propuesta de organización desorganizada de la cultura visual de Occidente, donde vinculaba imágenes tan dispares como simbolismos religiosos, rituales indígenas, árboles genealógicos, fragmentos de diarios y fotografías de distintos tiempos y contextos, con la intención de recuperar «la lucha de la humanidad contra las fuerzas del caos y la muerte», apuntando a reconfigurar la historia visual occidental. Su muerte dejó el proyecto inconcluso –si es que existía un final–, sin embargo su trabajo sigue dando pistas para encontrar formas de releer nuestra historia cultural y pensar cómo transformarla. La imagen más latente de nuestro cine la encontramos en las riñas de gallos de Leonardo Favio, un duelo estético y popular, que sin dejar de ser violentas logran no caer en la barbarie, una combinación de lucha y de dolor que puede reconocerse en las imágenes que, de manera consciente o inconsciente, insisten en permanecer a lo largo de la historia del cine argentino. Una imagen dialéctica que, en palabras de su director, intentaba copiar las grandes muertes de la historia teatral. En tiempos donde parece que nos comen los jaguares míticos de los axé, tal vez el arte pueda funcionar como un escudo para el duelo propuesto, una vez más. Tal vez, pueda ser esa distancia cercana tanto con la magia como con la tecnología la que haga del cine una herramienta primordial para la transmisión de nuestra memoria cultural, pero para eso antes deberá defender, parafraseando a Adorno, su derecho a la existencia.