Esta variante es en las últimas décadas, de lejos, la más difundida. Las ventas de abultados tomos y los espectadores de películas y series basados en ellos no dejan de crecer. Si Harry Potter conquistó a niños de todas las latitudes, El Señor de los Anillos es sin duda la nave insignia de la difusión de este género entre el público de todas las edades.
Ariane Díaz @arianediaztwt
Jueves 15 de enero de 2015
Los últimos años trajeron otros superéxitos, como la serie Games of Thrones basada en la obra de George R. R. Martin –que a decir verdad es el título del primer volumen de los siete que compondrán la saga “Canción de hielo y fuego”–. Además, mucha de esta producción se reversiona o escribe específicamente en distintos juegos de rol, donde el género no ha dejado de crecer. También en nuestro país esta variante de lo fantástico ha tomado impulso: ya cuenta con algunos clásicos con varias ediciones, como La saga de los Confines de Liliana Bodoc, y desde 2010 ha sumado autores y títulos.
En las sagas, el autor nos sumerge completamente en un mundo maravilloso, coherente como totalidad, con sus propias leyes y relaciones comunitarias. En muchos casos es construido con tal detalle que los relatos son acompañados con mapas, anexos con explicaciones o costumbres de las culturas allí descriptas, ilustraciones, etc.
Uno de sus antecedentes es la serie de relatos que giran alrededor de la figura de Conan, del estadounidense Robert Howard, que originalmente se publicó desde la década de 1930 en una revista pulp. Trataba de las distintas aventuras, en un mundo de magos y guerreros, de un mercenario, ladrón y hasta asesino, pero “con códigos”, que violaba las leyes porque las consideraba hechas a medida de los poderosos.
El efecto de serie tenía entonces mucho que ver con esta forma de edición, que iba sumando peripecias con un mismo personaje central. El Hobbit, novela del inglés Tolkien, se publica en la misma década, pero no es hasta casi 20 años más tarde que se edita una continuación que retomaba a los personajes pero ya pensada como saga completa: El Señor de los anillos, sin duda “el modelo” del género, que acompaña a Frodo en su misión por toda la Tierra Media.
El autor utilizó sus conocimientos como medievalista, en especial de la cultura europea nórdica, para configurar los rasgos centrales de ese mundo. Esto se convertirá en algo habitual en el género, que combina los elementos fantásticos con elementos mitológicos o de la historia antigua, lo que lo emparenta en muchos casos con la épica tradicional en varios sus motivos: batallas, conquistas y la descripción de lugares, gente y costumbres distintas. Pero en el caso de las sagas fantásticas, la reformulación de la épica no cumple solo una función temática sino también estructural: bajo la forma de “descripción de viajes a tierras lejanas” se integran también los elementos maravillosos, que aunque puedan ser exóticos, son “normales” para los habitantes de esos mundos.
En la épica tradicional funcionaba el acompañamiento del héroe, por lo general con alguna misión a cumplir, y eso se cumple también en la mayoría de las sagas fantásticas, pero sin embargo hay aquí una diferencia que muestra su carácter moderno como género: si en la épica los héroes no cambian, se mantienen fieles a sí mismos y están anclados en su destino, en las sagas fantásticas existe una tendencia a lo que se llama novela “de educación” o “de aprendizaje”, propia de la literatura moderna. El héroe crece, cambia, a lo largo de sus peripecias. No es el mismo cuando comienza el relato que cuando termina, y el relato es también una cifra de su propia transición –quizá eso es parte de lo que hace tan popular este tipo de libros entre los jóvenes–.
Finalmente, esta variante es la que más ha concentrado críticas políticas: el enfrentamiento entre el Bien y el Mal que suelen constituir sus núcleos argumentales –un derivado más bien de lo religioso que de la épica antigua–, las jerarquías y tipologías de seres diferenciados estancamente por su “raza” –siempre con una candidata a ser eliminada–, parecen reducir para muchos la saga fantástica a una compleja reconstrucción de estereotipos donde cada quien ocupa su lugar –roles muy parecidos, por otro lado, a los de nuestra realidad, eurocentrismo incluido–.
No deja de ser cierto que todo género, sobre todo uno tan transitado, puede ser fácilmente reducido a estereotipos. Y que como toda obra, su construcción puede estar sustentando, conscientemente o no para el autor, determinadas posiciones ideológicas que bien pueden discutirse. No hay forma de determinar eso a priori si no es parte de un análisis concreto, y ejemplos sin duda hay –tanto como en otros géneros–, pero muchas veces el presupuesto que recorre estas críticas, más o menos explícitamente, es considerar lo fantástico sin ambigüedades, sin dubitaciones, como un escape de la realidad que lo volvería intrínsecamente conservador. Sería muy difícil sostener este argumento como criterio general en la historia de la literatura sin cuestionar la ficción misma, más allá de uno u otro género. Pero respecto a las sagas fantásticas en particular agreguemos que, y justamente también por su amplio desarrollo, se han desplegado en estas décadas una enorme cantidad de sagas que disputan esos estereotipos.
El protagonismo masculino en las aventuras y desafíos que se presentan a los protagonistas fue uno de los primeros elementos en ser cuestionados. Destaca aquí la obra de Ursula Le Guin, que en su saga de Terramar no solo reserva algunos de los momentos decisivos de la trama a personajes femeninos, sino que explícitamente presenta enfrentamientos –incluso entre “los buenos”– por el lugar secundario al que estas suelen quedar reducidas en el esquema social de Terramar. Marion Zimmer Bradley, por su parte, en Las nieblas de Avalon ha retornado al ciclo tradicional sobre el Rey Arturo pero desde el punto de vista de mujeres que pelean para conservar un orden social que el cristianismo patriarcal amenaza. En nuestro país, son escritoras como Liliana Bodoc o Márgara Averbach las que no sólo desarman esa predominancia masculina sino que han rescatado para sus sagas la cultura de pueblos originarios latinoamericanos. También el héroe de la saga de Michel Moorcock, desafía el estereotipo del héroe: Elric de Melniboné es débil, frágil y con una mala salud. Desde este punto de vista, muchas sagas no dejan de traernos una ácida conclusión sobre nuestro mundo: hay seres que pueden desaparecer, desatar tormentas o convertirse en dragones, pero no siempre pueden modificar las relaciones sociales que entablan en sus comunidades.
Pero quizá el cuestionamiento más esforzado venga de la propia tradición anglosajona donde han despuntado este tipo de relatos fantásticos: la saga de Mundodisco, de Terry Pratchett, que suma 40 (sí, cuarenta) libros, está dedicada a parodiar los estereotipos, fórmulas y cosmovisiones de las sagas fantásticas tanto como de mucha de la mitología y el folclore pero, a la vez, a referirse a posicionamientos y debates culturales y tecnológicos de la actualidad.
Ariane Díaz
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada y profesora en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004) y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? (2024) y escribe sobre teoría marxista y cultura.