El jueves 14 Nicaragua estuvo paralizada por un paro convocado por la Alianza Cívica, que encabezan las centrales empresarias. El viernes se reinstaló una mesa de Diálogo que no resuelve las demandas populares.
Domingo 17 de junio de 2018 17:50
El jueves 14 el país fue virtualmente paralizado por el paro de 24 horas convocado por la Alianza Cívica (que encabezan las centrales empresarias). Al día siguiente se reinstaló la mesa de diálogo entre el gobierno de Ortega y Murillo, y la oposición, con la mediación de la Iglesia, sin que por ello se suspendieran acciones represivas del gobierno, que continúa desalojando por la fuerza tranques y removiendo barricadas populares en los barrios orientales de Managua y en varias poblaciones del interior.
En esa primera sesión, tras una larga y tensa discusión, a última hora se llegó a algunos puntos iniciales de consenso, que apuntan más bien a “distender la situación”, mientras se sigue negociando en torno a la salida política ante la aguda crisis nacional.
En un comienzo pareció diluirse la posibilidad de algún compromiso, ante la reticencia de la delegación gubernamental, que parece haber sido alimentada por la amenaza de algunos congresistas norteamericanos (como Ted Cruz y otros) de impulsar sanciones contra Ortega y Murillo. Probablemente, nuevos contactos de trastienda con la diplomacia de Washington, disiparon ese temor en el oficialismo y se logró destrabar el camino a algunos preacuerdos, para seguir discutiendo en las próximas sesiones la médula del asunto, que es la propuesta de la Iglesia (en esencia el plan de los empresarios y la Embajada yanqui) para organizar una “transición” mediante el adelantamiento de elecciones, aceptando entre tanto la permanencia de Ortega.
Finalmente, según anunció el Cardenal Brenes (presidente de la Conferencia Episcopal de Nicaragua -CEN), ambas partes acordaron “urgir la presencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (...) para coadyuvar en la investigación de todas las muertes y actos de violencia" ocurridos en los últimos dos meses de protestas. El gobierno invitaría “de inmediato al Alto Comisionado de las Naciones Unidas (ONU) para los Derechos Humanos y a expertos de la Unión Europea (UE) para que ayuden a la solución de la crisis” y se solicitaría "la presencia inmediata de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (OEA)”. Además, acordaron constituir una “Comisión de Verificación y Seguridad, que será mediada por la Iglesia con acompañamiento de la Comisión Internacional de Derechos Humanos, la ONU y la UE” para trabajar por "un ambiente de paz" y en un "plan para la remoción de los bloqueos" en carreteras y ciudades; finalmente, "la mesa de diálogo hace un llamado al cese de todo tipo de violencia y amenazas venga de donde venga".
Si los primeros puntos abren la puerta a la “tutela” de las agencias del imperialismo sobre la salida política que de ninguna manera garantiza las demandas democráticas del pueblo, estos dos últimos puntos son una grave concesión al gobierno, pues plantean una suerte de “tregua” para desmovilizar al movimiento de protesta sin mayores concesiones que vagas promesas de justicia –ni siquiera se asegura el cese de la represión que continúa sembrando el terror en los barrios populares (como mostró el criminal incendio de una casa en Managua en que murió una familia, adjudicado a los grupos de choque y ocurrido en pleno nuevo clima de diálogo, el sábado 16).
Con ello se desnuda la disposición de la Iglesia y la Alianza Cívica a colaborar mediante el engaño y las promesas con el desmantelamiento de la rebelión, algo que Ortega no pudo lograr hasta ahora sólo con represión. Esto adelanta que si se llega al pacto entre los obispos, los empresarios y el gobierno sandinista, será al precio de entregar la lucha de los de abajo.
Lo que se negocia
La propuesta, ahora hecha pública, había sido adelantada por los obispos en una carta al presidente Ortega del pasado 7 de junio. Consiste centralmente en un “acuerdo constitucional y político” para adelantar las elecciones generales según un calendario que permita la posesión de nuevas autoridades (de gobierno, parlamento y municipios) el 29 de marzo del próximo año.
Esta propuesta –una “hoja de ruta” para organizar la transición”-, no incluye la renuncia de Ortega y Murillo (que por tanto presidirían la transición) sino medidas muy limitadas, como la renuncia y sustitución de todos los magistrados del Consejo Supremo Electoral (CSE); habilitar en la Asamblea Nacional una enmienda constitucional para que puedan entrar en vigor este mismo año la no reelección presidencial, nuevos períodos para los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y nuevos procedimientos para designar autoridades por la Asamblea Nacional.
Además, se incluyen cambios a la Ley Electoral, un nuevo calendario electoral, depuración del padrón, y se plantea incorporar observadores nacionales e internacionales en el proceso de transición y las elecciones.
Ortega había respondido con una carta reservada en que se limitaba a enunciar la disposición de su gobierno a “escuchar todas las propuestas e iniciativas dentro de un marco constitucional, institucional y las leyes que rigen a nuestro país a fin de que se puedan consensuar para su aprobación", sin comprometerse a nada.
Está por verse aún si el nuevo “diálogo” logra consensuar en este plan y en qué términos se define, aunque el objetivo es, evidentemente, un “gran acuerdo nacional” a pactarse entre el propio gobierno de Ortega y Murillo, el FSLN, los grandes empresarios y la Iglesia (con la activa participación del imperialismo) para canalizar la crisis nacional –que es económica, social y política- hacia una transición controlada en la que serán poco más que “convidados de piedra” las masas populares, que han sostenido dos meses de protestas y sacrificios, en su lucha contra la política de ajuste de Ortega y su autoritarismo represivo.
Un fuerte paro nacional, pero subordinado al diálogo
Un factor clave en la aceptación por Ortega de abrirse a esta negociación es que a pesar de la constante represión, que causó ya cerca de 200 muertos y más de 1300 heridos, utilizando a la policía y grupos de choque civiles de la "Juventud Sandinista" del partido del gobierno, no ha podido quebrar la tenaz resistencia de amplios sectores populares, campesinos y de la juventud ni lograr su desgaste en dos meses ya de movilización. Por el contrario, el Paro nacional del jueves 14 dio muestra de esa fuerza, a pesar del carácter limitado y de protesta pasiva que pretendía la convocante Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia (ACJyD) integrada por las cámaras patronales, el movimiento campesino anti-canal, las corrientes que integran la coalición universitaria y algunas ONG a nombre de la “sociedad civil”,
Después de la suspensión del Diálogo, el pasado 24 de mayo, el empresariado opositor se resistió a la idea del paro nacional. Pero la intransigencia del gobierno y la dinámica de la movilización protagonizada por sectores populares y campesinos, multiplicando barricadas y tranques en los últimos días, los llevó a ese llamado a través de la Alianza Cívica, con el objetivo de marcar la relación de fuerzas y reposicionarse ante las masas, de cara a la reinstalación del Diálogo.
Los empresarios procuraron mostrar el respeto a la legalidad en todo momento: anunciaron que se dispensaría a las empresas extranjeras de sumarse al paro para “no intervenir en los asuntos internos” del país, que el sistema bancario, salvo excepciones, no cerraría sus puertas pues la ley no se lo permite, y en los días previos hasta hubo economistas que elucubraron en las páginas de la prensa si las jornadas de trabajo perdidas las absorbería como pérdida la empresa o serían consideradas a cuenta de las vacaciones de los obreros. Los voceros del gran capital se apresuraron a advertir que el paro no era para echar a Ortega (consigna que prende cada vez con más fuerza entre la población rebelde y los estudiantes), sino, como aclaró Juan Sebastián Chamorro, director ejecutivo de la FUNIDES (fundación empresarial), “un llamado a que se detengan de inmediato la represión y los asesinatos, y es en apoyo a la opción del diálogo mediado por la Conferencia Episcopal”.
El objetivo era un paro cívico, concebido siempre como un lock-out patronal acompañado por la “resistencia civil” pero sin otra participación obrera que permanecer en sus casas, recelando del riesgo de un desborde por las masas en pie de lucha. Pero, fue tomado por sectores de la población como una ocasión para asestarle un golpe al gobierno y la represión, y ha sido más que eso.
De hecho, la tendencia al paro, que generó una amplia discusión previa en todos los medios, ya se venía manifestando en las últimas jornadas. Un importante grado de paralización de las actividades ya había sido impuesto por los tranques en decenas de puntos en las carreteras y caminos, así como en los accesos a centros urbanos, mientras que en las barriadas populares de varias ciudades y poblaciones, los pobladores mantienen cientos de barricadas, trincheras, fogatas, para detener las incursiones de los grupos de choque del FSLN y la policía. Por otra parte, ya estaba seriamente afectada la circulación de mercancías por los bloqueos en las rutas, así como en los alrededores de las ciudades, y en la estratégica carretera Panamericana, por la que circula casi todo el transporte internacional entre el norte (Guatemala y El Salvador) y el sur (Costa Rica y Panamá).
En León, la segunda ciudad del país e importante centro económico e industrial (textil), comenzó un masivo paro el día anterior, 13 de junio, en cuya iniciativa y organización habrían actuado, según informes de prensa, los universitarios, medios de comunicación locales y la “sociedad civil”. El violento ataque de grupos de choque y antimotines buscando quebrar el paro mediante el terror tuvo como respuesta la generalización de las barricadas, e incluso la toma de un edificio municipal y una estación policial, que perdió el control de la ciudad.
En Masaya, que se ha convertido en un símbolo del proceso de rebelión popular que recorre el país, así como en Granada y otras localidades, la población atrincherada en cientos de barricadas que cortan cada calle, ha impuesto una situación de virtual paro ya desde hace semanas.
El jueves, en muchos otros sitios se multiplicaron los tranques y barricadas y el grado de paralización de actividades fue muy grande, a pesar de los esfuerzos del FSLN y de la represión por la policía, los cuerpos antimotines y los grupos de choque del FSLN, y esto, incluso en localidades lejanas, como Bilwi, al norte de la costa Caribe, donde hubo 5 muertos en enfrentamientos con la represión.
Aunque en el marco de la convocatoria de la Alianza Cívica, de apoyo al diálogo para una “transición” a pactarse con Ortega, se volvió a mostrar la combatividad popular y en algunos puntos importantes, como León alcanzó rasgos de semiinsurrección local, expresada en la magnitud de los enfrentamientos a la represión estatal y para estatal, en que el territorio quedó bajo control de la población, y que la policía y las autoridades locales debieron abandonar el terreno, al menos temporalmente. Según reportes de prensa en algunos lugares las fuerzas policiales comienzan a exhibir signos de desgaste, como en Diarimbo, Carazo, donde abandonó el lugar y su sede fue tomada y quemada.
Así, en el paro se expresaron estas tendencias avanzadas, aunque no fue una verdadera huelga general, obrera, campesina y popular, como la que permitiera asestar un golpe decisivo al gobierno y quebrar al aparato represivo. En otros términos, no alcanzó a elevare a una acción de masas históricamente independiente de conjunto, que pudiera trastocar cualitativamente la relación de fuerzas a favor de las masas en rebelión. Esa posibilidad, abierta en una situación de crisis nacional aguda y brechas en las alturas como la actual (con el enfrentamiento entre las fracciones capitalistas opositoras y las camarillas de la burguesía sandinistas agrupadas en torno al clan Ortega-Murillo), hubiera significado un salto en la irrupción de las masas y creado una situación superior para la lucha de clases. El paro no desbordó a la conducción burguesa, estuvo al servicio del diálogo y éste, al servicio de contener y desmovilizar para facilitar la negociación en las alturas.
Un proceso profundo pero con agudas contradicciones
Este cuadro de situación da cuenta de la ambigüedad y contradicciones del proceso abierto en Nicaragua, entre la dirección burguesa y clerical, con su programa de “transición” (dirección que puede envolverse en banderas democratizantes gracias al rumbo reaccionario del gobierno sandinista) y el movimiento social, de carácter plebeyo, popular y campesino, con sus legítimas aspiraciones democráticas, su capacidad de lucha, su espontaneidad y sus acciones avanzadas en los tranques y barricadas, pero que no tiene una organización propia ni coordinada nacionalmente y mucho menos un programa propio, que exprese sus demandas e intereses de clase. Muchos trabajadores participan de la lucha, pero de manera dispersa, como parte de la masa plebeya.
Las organizaciones sindicales más importantes están semiestatizadas, enfeudadas al régimen por la burocracia sandinista, lo que junto a la dictadura patronal que se vive en fábricas y maquilas, y el alto grado de precarización laboral y dispersión en pequeñas empresas, dificulta que los trabajadores intervengan de manera organizada. Esta es una importante valla a superar para que la clase obrera pueda irrumpir como clase, con sus propios métodos, organizaciones y banderas, e imprimir su impronta de clase, para disputarle la hegemonía a la dirección burguesa.
Si las causas inmediatas de la protesta de masas fueron el ataque de la contrarreforma previsional y la represión, haciendo estallar el hastío y odio contra el autoritarismo de Ortega y Murillo, en los motores profundos del descontento social se hallan las extremas condiciones de vida de la mayoría de la población trabajadora de la ciudad y el campo, en uno de los países más pobres de América Latina, pero a la vez más desiguales con contrastes insultantes entre la miseria popular, la explotación obrera, el sacrifico de los grandes sectores “informales” para sobrevivir, y la riqueza y lujo de una estrecha minoría, entre los que se encuentran no sólo los capitalistas particulares sino la élite sandinista; un país, además, donde la memoria de la gesta revolucionaria de 1979, a pesar de haber sido traicionada por el FSLN, y de años de derrota y frustraciones, encuentra aún ecos profundos entre las masas.
El proceso de masas actual, despliega una energía como probablemente no se veía desde los procesos revolucionarios de inicios de los 80 en Centroamérica, sin embargo, parte de un nivel muy bajo de organización y con una subjetividad política elemental. A esto han contribuido decisivamente no sólo las derrotas, sino el papel nefasto a nivel práctico como ideológico, jugado por la cúpula sandinista, devenida en administradora bonapartista del Estado burgués. El “socialismo cristiano” y el “culto sandinista” de Ortega y Murillo no han hecho más que desprestigiar las ideas de socialismo y revolución, y facilitar la prédica reaccionaria de la iglesia y los neoliberales.
Por eso, el desarrollo del movimiento tiene ante sí el desafío de superar a través de una experiencia acelerada en la lucha, el grave obstáculo de una dirección burguesa y clerical, obstáculo que se tornará aún más peligroso si se abre camino un pacto entre FLSN y oposición. Lejos de cerrar los ojos a este problema, como hace parte de la izquierda que sólo se entusiasma con las acciones populares, desdeñando el papel de las direcciones, ni de cerrar los ojos al carácter progresivo del movimiento de masas, viendo sólo el carácter de las fuerzas políticas que se ponen al frente (como hacen los que justifican el apoyo a Ortega), los socialistas revolucionarios debemos tomar en cuenta el conjunto del cuadro, para plantear una política y un programa que apunte a su superación.
Lecciones de una primer etapa de lucha
El calendario electoral y los cambios que la Alianza Cívica discute con Ortega sólo servirían para organizar una transición, en pos de un gobierno y un régimen no menos reaccionario sino aún más alineado con el imperialismo, pues el programa de los capitalistas de oposición incluye mantener lo esencial del actual modelo entreguista, depredador y explotador, y descargar sus dificultades con más fuerza sobre los hombros del pueblo trabajador. Ese es el contenido esencial de la salida política que pretenden para la actual crisis. Para que el movimiento de masas con sus justas demandas no sea entrampado detrás de un recambio de ese tipo en el poder, es preciso levantar una clara alternativa.
Por eso, es preciso plantear la ruptura con la Alianza Cívica de los empresarios y la Iglesia y su programa, para que la vanguardia que se ha comenzado a forjar en estas luchas pueda orientarse de manera independientemente y con una perspectiva superior. Esta necesaria delimitación está ligada a la discusión profunda del balance de la lucha desarrollada hasta ahora, y a la tarea de multiplicar, consolidar y desarrollar la organización que ha comenzado a germinar en las barricadas, tranques y tomas, una conquista que no debe dejarse diluir por las ilusiones en el Diálogo.
Los luchadores de León, de Masaya, de todo el país, reunidos en asambleas y encuentros regionales podrían democráticamente discutir la organización de un congreso nacional de representantes de la clase obrera, los sectores populares, las mujeres, los estudiantes, democráticamente elegidos y con mandato de sus asambleas de base, para decidir los pasos a seguir y adoptar un programa propio.
El movimiento estudiantil, que ha jugado un papel tan importante en este proceso, no debe ser subordinado al programa de los empresarios por los dirigentes de la Coalición universitaria que se han sumado a la Alianza Cívica (AC). Es preciso romper con la AC y el plan de “transición” de los empresarios y obispos. El desafío de la vanguardia juvenil es romper con las corrientes que imponen esa subordinación y organizarse de manera independiente.
En los centros laborales, la tarea de los trabajadores combativos comienza por organizarse contra los dirigentes burocráticos, que actúan como “policía política” del gobierno y capataces de los empresarios, para recuperar los sindicatos como herramientas de lucha de los trabajadores. ¡A poner de pie el movimiento obrero, para luchar por sus demandas y las de todo el pueblo! ¡Fuera la burocracia de los sindicatos! ¡Por la independencia de los sindicatos ante el Estado, el FSLN y la patronal!
Son los que luchan los que deben determinar el futuro de la lucha y los pasos a seguir, no los dignatarios del gobierno, los gerentes de las empresas y los obispos, a puertas cerradas, como está sucediendo.
Lejos de bajar la guardia o desmovilizar, como pretende el acuerdo esbozado entre Ortega, la Iglesia y la Alianza opositora, promoviendo el levantamiento de los bloqueos, es momento de preparar la continuidad de la movilización para quebrar la represión, imponer las demandas populares y derrotar de manera decisiva a Ortega y Murillo, abriendo la perspectiva a una salida obrera, campesina y del pueblo pobre a la crisis.
Un programa obrero y campesino y un plan de lucha para organizar la huelga general
Si el paro mostró, a pesar de los obispos y empresarios, la fuerza de abajo, confirmó también que para vencer hace falta dar un paso superior. Es preciso un plan de lucha, para preparar una verdadera huelga general, que incorpore activamente y en un lugar central a las fuerzas de la clase obrera, junto a la movilización popular y los bloqueos campesinos, con un programa que parta de las demandas más sentidas, vitales, del pueblo trabajador.
Ese programa debería partir de consignas inmediatas, tales como una Comisión independiente, formada por los familiares de las víctimas de la represión, para la investigación y la justicia de los crímenes cometidos por el régimen de Ortega y Murillo, plenas libertades democráticas y de organización sindical y política; la disolución de la Policía y los cuerpos represivos, así como de los grupos de choque del FSLN, cuestión ligada a la organización de la autodefensa, única forma de garantizar el fin de sus ataques asesinos. Junto con ello, las demandas de los trabajadores: por un salario digno, acorde al costo de la canasta familiar, al empleo y los plenos derechos laborales; de los campesinos: por la anulación de la Ley 840 del Canal y una nueva y profunda reforma agraria; de las mujeres: contra la opresión de género incluido el derecho a decidir sobre su cuerpo sin injerencia de la Iglesia ni el Estado; de la juventud trabajadora y de los estudiantes secundarios y universitarios. Y ha de incluir la exigencia, ratificada en las barricadas y tranques, en las protestas populares y el clamor de los familiares de las víctimas, de que se vayan ya Ortega y Murillo del gobierno, junto a todos los responsables de lo actuado contra el pueblo, pero no para que se siente en su lugar un personaje consensuado entre los militares, la iglesia y la AC, a espaldas del pueblo, sino un gobierno de los trabajadores, los campesinos y el pueblo pobre, el único que podría garantizar el cumplimiento de las demandas populares y una respuesta acorde a sus intereses ante la grave crisis nacional en lo económico, social y político. Las necesidades vitales de los trabajadores, los campesinos y el pueblo –salario, empleo, tierra, salud, educación, vivienda- sólo podrán resolverse articulando tareas de carácter anticapitalista y antiimperialista, como la nacionalización de la banca y las grandes empresas bajo control de los trabajadores, que afecten la acumulación de la propiedad y la riqueza en manos de los capitalistas para ponerla al servicio del pueblo trabajador, e impidan la subordinación del país a los designios del capital financiero internacional y de Washington.
¿Apoyo a la transición pactada o lucha por una Asamblea Constituyente?
Contra el plan de transición pactada de los empresarios, los obispos y la Embajada, levantemos la lucha por una Asamblea Constituyente verdaderamente libre y soberana, para que el pueblo delibere y decida democráticamente sobre todos los grandes problemas nacionales, mediante representantes libremente elegidos, revocables y que ganen lo mismo que un trabajador especializado. Una Asamblea así, conquistada por la movilización y con la garantía de un gobierno obrero y popular, llevaría hasta el final la tarea de desmontar de raíz las instituciones bonapartistas y corruptas del régimen, algo que la AC y la Iglesia no quieren ni pueden hacer, porque han sido sus cómplices y las necesitan para recomponer un nuevo régimen a su medida.
La lucha por un programa así, permitiría además, abrir el horizonte a la resolución íntegra y efectiva de las tareas democráticas y nacionales sin las cuales es imposible salir de la pobreza y la sumisión al imperialismo, incluyendo una verdadera democracia, profunda y radical, mediante una nueva revolución, que resuelva lo que la revolución de 1979 no pudo hacer debido a la conducción del FSLN, y construir una República obrera y campesina, basada en las organizaciones de frente único que las masas construyan en su lucha.
Eduardo Molina
Nació en Temperley en 1955. Militante del PTS e integrante de su Comisión Internacional, es columnista de la sección Internacional de La Izquierda Diario.