Miércoles 5 de abril de 2017 00:00
Los primeros meses del gobierno de Trump han estado marcados por las divisiones y rivalidades al interior del aparato estatal. Estas divisiones responden en gran medida a la decadencia hegemónica de Estados Unidos, que dio un salto con las catástrofes de Irak y Afganistán, y las disputas en torno a la orientación de la política exterior ante el fracaso de la recomposición “reformista” del liderazgo imperialista ensayada bajo la presidencia de Obama.
A su vez, las elecciones presidenciales reflejaron el debate existente en la burguesía en torno a cómo enfrentar el agotamiento que expresó la crisis del 2008 del ciclo neoliberal. La candidata de las grandes corporaciones y bancos era Hillary Clinton, mientras que el núcleo duro del apoyo a Trump estuvo en los pequeños empresarios, capitalistas “no globalizados”. Sin embargo, el “establishment” está adoptando una política pragmática hacia el nuevo gobierno, aprovechando las medidas que lo pueden beneficiar y oponiéndose de manera resonante a las que afectan sus intereses. Esto está delineando un panorama de bloques inestables y alineamientos complejos de los grandes monopolios que pueden estar simultáneamente en diversos bandos.
En este escenario es que emerge Trump encabezando un gobierno con fuertes rasgos bonapartistas. En un contexto de mayores divisiones entre los capitalistas, busca arbitrar entre diversas fracciones de la burguesía, para lo cual intenta apoyarse en una parte del aparato burocrático militar. En las propias elecciones hizo campaña enarbolando el apoyo público de 88 ex generales y almirantes. Luego de ser elegido presidente conformó un gabinete compuesto por grandes empresarios y militares retirados. El aumento del presupuesto militar y las mayores facultades para el Pentágono van en la misma dirección.
Esto no quiere decir que Trump tenga un respaldo uniforme en las filas del ejército, pero su política hacia los militares confirma sus rasgos bonapartistas. Sin embargo, como se ha demostrado en los escasos meses desde que asumió, se trata de un bonapartismo débil, no asentado, donde lo que prima es la crisis política y las disputas entre distintas alas de la coalición de gobierno, y entre el ejecutivo y otros poderes estatales. Otra de las debilidades de Trump es que aún no ha conseguido transformar su electorado en una base social sólida en la que apoyarse y no está claro que pueda conseguirlo.
Lejos de lo que plantean algunos analistas e incluso gobiernos como el de Maduro, la política de Trump no es aislacionista. De conjunto, el nacionalismo económico que propugna Trump implica una política imperialista más agresiva en el plano externo, guiada por el unilateralismo militarista, y más reaccionaria en el plano interno, expresada en su política antiinmigrante, antisindical y antidemocrática en general.