La ministra de Igualdad del Estado español presentó un proyecto conocido como la ley del “solo sí es sí”. Sin entrar en debates acerca de las rispideces que ocasionó en la coalición gobernante, queremos poner el foco en lo mismo que se enfoca la ley: el consentimiento. Nos proponemos reflexionar más allá de las críticas o los aplausos a esta reforma legislativa, porque el debate vuelve sobre las preguntas incómodas que siguen siendo necesarias en el feminismo.
El proyecto de ley de Irene Montero generó nuevos chispazos entre el PSOE y Unidas-Podemos. Pero también levantó airadas críticas de viejas feministas, molestas por no haber sido consultadas o porque la ley incluye a la diversidad sexual y ellas solo consideran válido el criterio anatómico-biologicista para determinar el género. Más allá de estos ataques, que no compartimos, nos parece apresurada la implementación de la reforma legislativa, que introduce cuestiones que merecen un debate profundo. El objetivo de Unidas-Podemos de capitalizar políticamente la iniciativa este 8 de marzo, no puede apresurar una decisión que, más tarde, afectará la vida de las mujeres.
De todos los puntos que están en debate, el más preocupante es el que refiere al consentimiento, núcleo central del proyecto que se ha dado en llamar la ley del “solo sí es sí”, contraponiéndose a la histórica consigna del movimiento de mujeres de que “no es no”. Según lo ha expresado la propia Irene Montero, en el nuevo proyecto, para que haya un delito sexual no haría falta que se produjera intimidación y violencia, sino que la víctima no hubiera dado libremente su consentimiento de forma expresa, verbalmente o “por actos exteriores concluyentes e inequívocos, conforme a las circunstancias concurrentes”.
Con esta legislación se pretende responder a las masivas manifestaciones de mujeres que, por el caso de “La Manada” (Pamplona, 2016) y otros similares, denunciaron a la justicia patriarcal que, en varias instancias, resolvía que si no se probaban actos de violencia física, entonces no se trataba de una agresión sexual, sino de un abuso, que es una tipificación más leve en el actual Código Penal. En Suecia se ha procedido a una reforma similar que establece la tipificación de “violación negligente”, según la cual se puede condenar por este delito si la fiscalía prueba que el acusado debió haber entendido que no había consentimiento. Es decir, que “solo sí es sí” y si esta afirmación no es tan explícita, tendría que concluir que no hay consentimiento.
Sin perder de vista las letales consecuencias de la violencia machista ni las brutales manifestaciones de violencia sexual que, como la de “La Manada”, asaltan las primeras planas en el Estado español y cualquier lugar del mundo, consideramos necesario hacernos -como dijeran ya otras feministas- las preguntas incómodas. ¿Es posible, técnicamente, reglamentar de manera precisa cómo se establece el consentimiento entre adultos con plena conciencia de sus actos? Pero, más aún, ¿es, acaso, deseable que lo haga la Justicia de este Estado capitalista y patriarcal que, al mismo tiempo, es responsable de revictimizar a las víctimas y otorgar impunidad a los agresores, solo para hablar de lo que hace respecto de la violencia de género? Si fuera posible constatar lo que dice el proyecto de ley acerca de que el consentimiento debiera expresarse “por actos exteriores concluyentes e inequívocos”, ¿quién establecería, frente a un tribunal, que los actos que la víctima remite fueron suficientemente “concluyentes e inequívocos”?
La derecha dirá, de este proyecto, que el feminismo cubre con un manto de suspicacias acusatorias a todos los hombres por igual. Nuestro cuestionamiento a la ley del “sólo sí es sí”, parte desde el lado opuesto: en el afán de probar ante un tribunal que hubo “actos exteriores concluyentes e inequívocos” de consentimiento, ¿otra vez la mirada suspicaz patriarcal recaerá sobre la víctima?
¿Es posible, técnicamente, reglamentar de manera precisa cómo se establece el consentimiento entre adultos con plena conciencia de sus actos? Pero, más aún, ¿es, acaso, deseable que lo haga la Justicia de este Estado capitalista y patriarcal que, al mismo tiempo, es responsable de revictimizar a las víctimas y otorgar impunidad a los agresores?
El dilema que se le presenta al feminismo no es de sencilla resolución. Hay crímenes aberrantes para los que no encontramos soluciones reeducativas o terapéuticas. La sociedad capitalista patriarcal en la que vivimos ha creado, también, sus propios “monstruos”. Pero lo verdaderamente ominoso es que no se trata de criaturas exóticas, sino de las más brutales muestras de descomposición de las relaciones sociales de desigualdad, discriminación, subordinación y opresión que, habitualmente, se expresan jurídica, económica y culturalmente.
Así y todo, establecer un continuum sin gradaciones, nos puede llevar a la idea conspiranoica de estar habitando en una sociedad donde la violación sexual y el femicidio se esconden detrás de toda mirada lasciva, de todo acoso verbal o, incluso, de todo flirteo inoportuno y no deseado. Es cierto que vivimos en una sociedad machista. No es cierto que todos los hombres son depredadores sexuales. A la ciega Justicia, estas diferencias les resultan invisibles. La norma jurídica establece la pena de cárcel que corresponde a todo acto sexual que se haya realizado sin consentimiento, lo que pareciera razonable; pero ahora se introduce la idea -que ya no parece tan razonable- de que esta penalización corresponderá también “aunque no hayan concurrido ni la violencia ni la intimidación” y exige que el consentimiento se haya manifestado verbalmente o mediante “actos exteriores concluyentes e inequívocos”.
Y entonces, paradójicamente, la legislación que propugna la ministra feminista es la que puede terminar poniendo un signo igual entre la brutal violación a la joven víctima de la manada y la desafortunada experiencia sexual que pueden tener dos adultos libres cuando el hombre -en un comportamiento egoísta, machista, individualista, insensible- sigue adelante con algo que ella le está diciendo que ya ha dejado de gustarle. Casi todas las mujeres del mundo hemos pasado alguna vez por estas últimas circunstancias, que no por reiteradas debiéramos naturalizar. Pero ahora pongámonos en el lugar de la víctima: me niego a aceptar que es igual sentir que mi vida está en manos de unas bestias que pueden asesinarme de un momento a otro, que tener la oportunidad de decirle a un tío que se ha comportado como un imbécil y que no vuelva a llamarme. Al igualar ambas situaciones, no se banaliza esta última desagradable experiencia, sino la primera.
Teniendo en cuenta las diferencias de género, edad, posiciones de poder en el ámbito familiar, educativo, laboral; considerando la concurrencia de violencia e intimidación, se ha establecido cierto consenso acerca de cuándo queda invalidado un supuesto “consentimiento” que se ha obtenido bajo esas circunstancias. Allí no radica la discusión. ¿Pero qué ocurre cuando todas esas variables no están en juego? Porque conductas que incluyen experiencias decepcionantes, desagradables e insatisfactorias en la vida sexual, como también el desprecio, la desvalorización o la humillación de las mujeres en el trabajo, en la escuela, en la familia, ocurren cotidianamente.
De hecho, la ley también introduce la penalización de lo que se conoce como “acoso callejero” o “abuso verbal”. Nuevamente, ¿cuál es la concepción de sujeto que subyace a una ley en la que el policía y el juez deben “salvaguardarnos” hasta de unas palabrotas obscenas y lascivas? ¿Y por qué criminalizar ese comportamiento machista y no otros? ¿Cuáles? ¿Cuántos? ¿Acaso, por vía judicial, podremos acabar con las estructuras patriarcales de esta sociedad capitalista? No se trata de un hombre, ni siquiera de todos ellos. Se trata de un sistema de desigualdades que construye también subjetividades, pero que cristaliza en instituciones que legitiman, justifican y reproducen esas desigualdades. Una de esas instituciones -entre otras- es la Justicia. Mientras la derecha avanza con su reclamo de prohibiciones y recortes de libertades democráticas, exigir más intervención punitivista del Estado se transforma en un boomerang para las mayorías históricamente oprimidas.
...pongámonos en el lugar de la víctima: me niego a aceptar que es igual sentir que mi vida está en manos de unas bestias que pueden asesinarme de un momento a otro, que tener la oportunidad de decirle a un tío que se ha comportado como un imbécil y que no vuelva a llamarme.
“En muchas ocasiones, cuando se conoce un nuevo feminicidio se pone en marcha una maquinaria perversa que carga las culpas sobre la víctima, mientras instrumentaliza el dolor de sus familiares y amigos para pedir condenas más duras. Los sectores más conservadores intentan utilizar la conmoción por cada nuevo asesinato para fortalecer los instrumentos represivos del Estado. Este mecanismo se ha definido como punitivismo. El dolor de familiares y amigos de las víctimas es comprensible, tanto como su deseo de justicia, pero si la fuerza del movimiento de mujeres en las calles se canaliza hacia una estrategia que pone el eje en exigir al Estado capitalista penas más duras para los agresores –el mismo Estado que garantiza la reproducción del patriarcado, que expulsa a los inmigrantes y reprime a los activistas–, se termina legitimando ese aparato de dominación y se crea la ilusión de que con castigos individuales se puede terminar con la opresión hacia las mujeres.” Así advierten, Josefina Martínez y Cynthia Burgueño en su libro Patriarcado y Capitalismo. Feminismo, clase y diversidad (Akal, 2019), sobre los riesgos de considerar que el punitivismo pueda ser una solución para los problemas que el feminismo ha sacado del armario.
No hay ningún índice que demuestre que la estrategia punitivista haya sido exitosa en conseguir la disminución -mucho menos la eliminación- de la violencia contra las mujeres, de los femicidios o las agresiones sexuales. Y, sin embargo, el Estado capitalista patriarcal que introduce nuevos delitos en el Código Penal, reconociendo a las mujeres como víctimas, ha conseguido revictimizarlas en oficinas policiales, fiscalías y juzgados. En esas instituciones donde la propiedad privada vale más que nuestras vidas, difícilmente recibamos justicia las mujeres.
Como decimos en las manifestaciones, nos queremos vivas y nos queremos libres. Hemos exigido “justicia” por cada una de las víctimas de la violencia femicida y acompañamos a todas las víctimas de la violencia sexual en su exigencia de reparación y contra la impunidad de los agresores. Pero no esperamos que sea el mismo Estado capitalista patriarcal el que resuelva, mediante el aumento de su poder punitivo, sobre lo que vivimos diariamente. Tenemos la capacidad y la fortaleza de luchar por nuestros derechos.
Como dijeron las mujeres argentinas y se extendió como un grito de guerra por el mundo entero: “Si tocan a una, nos organizamos miles”. Nuestra organización para luchar contra este sistema de explotación y opresión, de miseria y oprobios, es la más poderosa arma con la que seguimos contando para hacer realidad nuestro lema de “ni una menos”. Y esa lucha no puede prescindir de las preguntas que deconstruyen todo aquello que nos enseñaron como natural y eterno. Ni tampoco de las preguntas incómodas.
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