Buscándolos, portando sus fotografías en nuestras manos y gritando sus nombres. Caminando por las mismas calles con la certeza de que fueron ellos, los poderosos, de que ellos los tienen y saben dónde están. Convertimos la tristeza en rabia y la rabia en la certeza de que fue el Estado, que siempre ha sido él. Devuélvanlos. Devuélvanlos a todos.
Nancy Cázares @nancynan.cazares
Domingo 27 de septiembre de 2015
Llegó la fecha. Esa fecha a la que los padres dijeron decenas de veces no querer llegar. Advirtieron que revolverían el mundo y han cumplido su palabra. Primero tomaron palas, picos, lámparas y se lanzaron al monte. Hallaron fosas de gente que un año después sigue sin ser identificada, destaparon con sus manos el camposanto que es México y lloraron la angustia de no saber si entre aquellos restos estaban sus muchachos.
Se lanzaron a las minas de Guerrero, una hora de viaje subterráneo por esas minas áureas que tanta ambición despiertan en los magnates que no se cansan de más, hasta llegar a lo más profundo que es posible llegar sin equipo especializado, buscando recuperar un tesoro de un valor que no conoce el Banco Mundial. ¿Dónde los tienen? ¿Qué hicieron con ellos?
Fueron a los campos militares. Armados de indignación y su palabra se enfrentaron con las vallas metálicas y el fusil. El teléfono de un normalista había mandado un mensaje desde ese lugar ¿no que no habían sabido nada? ¿No que no tuvieron nada qué ver? ¿Por qué había testigos que decían que sí, que la policía y el ejército se los habían llevado? ¿Por qué impidieron la entrada al Batallón 27? Fueron ellos.
Acudieron al basurero de Cocula, ese páramo inaccesible en donde la PGR decía que habían calcinado a los 43, en plena lluvia. Con estas ¿pruebas? les dijeron que esa era la verdad histórica y pretendió cerrarse el caso.
El gobierno buscó culpar al narcotráfico. Hoy “El Gil”, capturado, sigue sin decir nada alegando que teme por su vida y la de su familia. Abarca y su mujer huyeron y al ser por fin apresados jamás se investigó a fondo su relación con el crimen organizado en Guerrero, ni las acusaciones que había en su contra por la desaparición de los 43. A tantas preguntas fue construyéndose una sola respuesta: Fueron ellos. La policía, el ejército, el gobernador y sus allegados, el crimen organizado, las leyes que se convirtieron en trabas. El Estado. Fue el Estado.
Mientras tanto, el mundo giraba la vista hacia esa pequeña aldea rumbo a Tixtla. Supo que Ayotzinapa alberga una de las escuelas normales que pelea por sobrevivir al intento gubernamental de aniquilar esta opción educativa. Y se solidarizó. Miles de personas acudieron al llamado de los padres. El descontento sumó su voz a fortalecer esta consigna que parecía unificar todas sus expresiones: ¡Fue el Estado! ¡Fuera Peña! ¡Que se vayan todos!
Un año después, Paseo de la Reforma se cimbró bajo luchas como la de Atenco, Xochicuautla, el EZLN, decenas de luchas populares en contra de la precariedad, el despojo y el desempleo, trabajadores de la educación, el sector salud, petroleros, telefonistas, miles de jóvenes estudiantes, integrantes de la diversidad sexual, artistas. En sus bocas el nombre de Ayotzinapa y en sus puños la consigna que se niega a quedar en el olvido. Como una de esas verdades que una vez dichas ya no puede contenerse, porque caló hondo, porque algo se rompió.
El estado sabe de esta fractura. Busca recomponerse con elecciones, con pequeñas concesiones que no alcanzan a redimir el daño que han generado sus medidas. Sin legitimidad, legisla para justificar el envío de sus cuerpos represivos en contra de quienes se levantan y cuestionan el orden de las cosas. Hoy fuimos miles y seguiremos en las calles, porque ahí está la lucha, porque ahí están quienes han visto cara a cara lo que este régimen tiene que ofrecernos y han dicho “basta”.
Codo a codo.