Ningún escritor debe ser oficialista, como tampoco opositor a la libertad de expresión. En cuanto cruza esos límites se transforma en un pelafustán, un mamarracho impresentable, apenas figura retórica de la corruptela generalizada.
Viernes 10 de octubre de 2014
En sí, se hace instrumento de una estructura policial dispuesta a la persecución, exclusión y exterminio de la población. Y esto no tiene que ver con la ideología que profese sino con el utilitarismo, el tipo de genuflexión que resulta promotora, avalando al estado en manos de una minoría dedicada al saqueo de sus arcas. Esto por omisión, desdén, ignorancia o interés personal, resulta un estigma donde la obra literaria quedará manchada por la historia.
Un amigo siempre refiere a que el escritor es el único intelectual que trabaja 30 años en su obra y es capaz de destruirla con una breve declaración pública. La capacidad de autodestrucción de un escritor está concentrada sí, demasiado. Pero, ¿a quién le importa si él mismo se conduce al lugar del escarnio? A sus víctimas, los últimos en la cadena de la ignorancia y pobreza. Ellos tienen en él, sin saberlo, a un activista silente, sagaz, para que sus vidas sean cada vez más miserables. Avalar el saqueo, la prebenda, el desvío de fondos públicos, la malversación de documentos y todos los mecanismos imaginables de la corrupción, para un escritor es algo más que complicidad, es lisa y llanamente participación necesaria en la estafa.
El escritor debe ser crítico y autocrítico. Debe desconfiar de todo acercamiento del aparato público conocido como “campo cultural”. El objetivo de dicho campo es articular su imagen, su obra misma, con un fin que le es ajeno. Pero el egocentrismo desmedido, la representación de sí que un escritor puede construir, está más cerca de la fantasía que de lo real.
En la tensión entre lo cultural y el escritor se forja más una conveniencia que una posibilidad de conjetura del sistema mismo, y lo fantástico resulta el flanco débil, la grieta por donde se desangra. Ninguna asociación, grupo, tendencia o secta, defiende el interés del escritor por trascender en la literatura. Eso es mérito de su obra que, en el efecto contaminante de lo social, debe atravesar todo efecto destructivo.
Estos cuatro párrafos anteriores trascienden lo contemporáneo, pero también señalan un suceso al que considero espeluznante por su cercanía con el terror de estado más básico y brutal. Leyendo el libro de Roberto Furman, Puños y Pistolas (sobre la historia de la Alianza Libertadora Nacionalista) publicado por Sudamericana, me sorprendí con una frase: “ésa fue la más numerosa marcha del nacionalismo en Argentina”.
Se refería a una concentración en la Plaza San Martín de Buenos Aires en los años 30 del siglo pasado. De inmediato noté cierta omisión inquietante. La mayor marcha del nacionalismo argentino fue la concentración en apoyo a la invasión de las Islas Malvinas, en Plaza de Mayo, el 2 de abril de 1982. No fue orgánica con la mítica Alianza Libertadora, pero sí con el nacionalismo más primitivo, brutal y oligofrénico que este país ha podido engendrar. Desde ya omito los festejos mundialistas de 1978, el fútbol de por sí no sintetiza más que un fervor exagerado, plural, un fenómeno de masas catártico más que el objeto de resaltar un perfil común donde se potencien los conceptos de origen, tierra, familia, tradición y voluntad social conjunta. Aquella manifestación del 2 de abril estaba cruzada por una ambición expansionista del ideal denominado patria. La simbología que desató la aventura militar duró poco, pero marcó el despojo acrítico de la población, así como la confusión general producida por el aparato de desinformación del terror.
Como una paradoja ridícula, los tambores más desgastados del son marcial malvinero han resonado en estos días. Un equipo de periodistas de la BBC fue expulsado de Tierra del Fuego, a la vez que agredido por el poder político y sus patotas serviles. La ofensa para responder con tal virulencia fue que uno de los vehículos utilizaba una chapa patente de origen kelper. Esta evaluación de índole lombrosiano automotriz resulta llamativa: bordea la locura más llana y estúpida, digna de la ironía de Jonathan Swift, Oscar Wilde y Jorge Luis Borges, aunque tan vergonzante que ninguno de los mencionados la hubiese utilizado en texto alguno.
Las Malvinas forman parte del territorio británico a raíz de que las fuerzas armadas de Argentina perdieron una guerra. Esta es una verdad tan irrefutable como la salida del sol o la lluvia. Cualquier especulación respecto a derecho, necesidad o imperativo político para recuperarlas como territorio propio carece de sustento. Porque antes existen otras prioridades, en una larga lista que puede comenzar en respetar la libertad de circulación y garantías individuales contempladas en la Constitución (nadie tiene derecho a agredir a periodistas extranjeros, sean del país que sea), incluyendo el derecho al trabajo, educación y alimento digno. En una situación económica ruinosa, con la mitad de la población enfrentando a la pobreza, el nacionalismo malvinero resulta un escudo frágil para ocultar otra derrota política más de la democracia.
Argentina no puede hacer la guerra ni en un pelotero infantil.
El kirchnerismo ha llevado las riendas de la defensa territorial hacia el camino de la represión interna, muestra de ello es el rol de la gendarmería y la prefectura, convertidas en fuerzas para frenar la protesta social. Mientras que la designación de un jefe de inteligencia comprometido con la represión del Plan Cóndor, el tal Milani, expresa la frutilla del postre conocido como Proyecto X o Ley Antiterrorista. Y por último, que grupos de civiles se tomen como propia la misión de perseguir, agredir y expulsar del país a periodistas ingleses, detona otra alarma más vil aún: ¿estamos ante nuevos grupos de tareas? ¿Puede ser tan hipócrita esta sociedad? ¿Los escritores oficialistas reunidos en torno a Carta Abierta y sus satélites culturales no ven esto? ¿Debemos ignorar el avasallamiento de la libertad de expresión? Poco importa si los mismos periodistas tratan con desprecio o altanería a las regiones que visitan. La argentinidad no se caracteriza por la amabilidad, todo lo contrario, disfruta de manera perversa de su xenofobia.
Me preocupa la libertad. Hoy fueron por los extranjeros. Mañana, cuando no queden extranjeros, vendrán por nosotros.