El Viernes decidí asistir al evento cultural que organizaba el gobierno de la ciudad de buenos aires con motivo de festejo del bicentenario. La indignación por lo que allí ocurrió me motivó a escribir esta crónica.
Martes 12 de julio de 2016 00:08
Entrada libre y gratuita, así, en negrita y todo aparecía en el portal web de la ciudad la convocatoria al espectáculo que, en los papeles, resultaba más que prometedor ya que participaban artistas de primer nivel como David Lebon, Sandra Mihanovich, Les Luthiers, entre otros. Fui con un grupo de amigos y ya llegando al Teatro Colon, nos encontramos con la primera sorpresa: apostados en la avenida Corrientes había una decena de camiones celulares de la policía encabezados por un camión hidrante. Para ningún joven es una sorpresa encontrarse con la policía cuando sale a divertirse. En recitales, en la cancha, etc., debemos cotidianamente someternos a los exhaustivos e invasivos cacheos policiales que ven en cada joven un criminal en potencia. Es moneda corriente tener que explicarle al autómata palpeador, que ese metal que detecta en mi bolsillo no es un objeto contundente traído con la finalidad de agredir, sino simplemente las llaves de mi casa adonde debo volver finalizado el evento. Pero más allá de esa amarga cotidianeidad, nos pareció una exageración la presencia de un hidrante en una fiesta de estas características. A medida que nos acercábamos aún más, progresivamente aumentaba el número de efectivos de distintas fuerzas con sus chalecos que abarcaban toda la gama de los colores fluorescentes.
Sin embargo, el mayor disgusto se dio al llegar al teatro. El escenario en vez de estar ubicado sobre la av. 9 de Julio (como esperábamos), se encontraba en la plaza Vaticano,un espacio infinitamente más reducido, frente a él, sobre la calle Viamonte, se habían levantado unas pequeñas gradas, que con mucha suerte tendrían 1500 asientos. La calle Viamonte había sido vallada en sus dos extremos, sobre la vereda con un biombo negro de madera que no permitía observar, y en la zona del asfalto con un vallado de metal, en el cual, si uno se presionaba contra la gente, se ponía en puntitas de pies y giraba el cuello en un ángulo poco recomendable para la musculatura, podría apenas observar el primer metro y medio de la parte delantera del escenario.
¿y los asientos? Muy bien, para acceder a ellos debías ser acreedor de una pulserita especial (cualquier similitud con el VIP de un boliche es pura coincidencia) que vaya uno saber cómo se conseguía porque como señale al principio, la entrada era “libre y gratuita”. Pero, Lóperfido había previsto que tal vez más de 1500 privilegiados quisieran ir a observar el show, por eso, muy amablemente colocó, ahora sí, en medio de la 9 de Julio, una pantalla gigante para que todos pudiéramos observar la fiesta que ocurría a escasos metros nuestros y a la que al parecer no estábamos invitados. Estábamos todos en la misma incertidumbre, pero, más allá de algún grito aislado que instigaba a derribar la valla, el clima era de resignación, mucha gente se retiraba. La política de privatización cultural del PRO, los ataques a los centros culturales y espacios independientes, se manifestaba ahora en la privatización de un evento cultural público.
Llegamos justo a tiempo para el inicio del show de David Lebón, que a tono con el discurso oficial comenzó interpretando “mundo agradable”. El resto del repertorio fue en el mismo sentido, olviden un “Alicia en el país”, y mucho menos, “la grasa de las capitales”. Antes de cerrar, Lebón aseguró estar allí para dar amor, porque de lo otro ya sobraba, que su intención era que en ese momento nos olvidemos de todo lo feo que pueda pasar. El contexto no ayudaba, pero lo sentí casi como una traición a lo que significó Serú Giran como banda critica en medio de la mayor represión a la clase trabajadora en la Argentina. El arte de Serú, se encontraba allí reducido a su mínima expresión, vaciado de contenido, como simple alimento para el hambre de entretenimiento de unos pocos. Decidimos irnos, darle la espalda a esas gradas donde la gente se adornaba con ponchos marketineros con logos del gobierno de Bs. As.
Me fui pensando a cuantos les habrá pasado lo mismo que a mí. Cuantos habrán ido a escuchar un artista de su gusto, a pasar un buen momento con sus amigos y familiares, solamente para descubrir que en este país están festejando unos pocos. Y es que si somos sinceros poco me importaba el paradigmático 9 de julio. El pueblo no fue más libre en los años posteriores a 1816. ¡Si hasta continuaba habiendo esclavos! Tanto ayer como hoy solo sectores muy particulares tienen que festejar los 9 de julio. El viernes el PRO nos mostró a la fuerza, quien festeja y quién no. Cuando el lunes, muchos descuelguen la bandera argentina de sus balcones recordaran la nueva boleta de gas, que se suma a tantos otros aumentos. El segundo semestre promete venir sin pan ni circo.