La historia del cerro Almodóvar y su importancia en la historia de Vallecas.
Jueves 27 de mayo de 2021
En otro tiempo, aquí se extendía un océano poblado de organismos diminutos. Ellos capturaban el carbono disuelto en la atmósfera para fabricar sus conchas y caparazones, que, una vez convertidos en sedimentos, aplastados y triturados por el paso del tiempo, formaron los estratos que yacen bajo nuestros pies, transformando sus vidas en el mineral que sirve para que sigamos con las nuestras. El origen de nuestras tierras calizas se halla en ese proceso de incesante acumulación del carbono, que pasó del aire a una tierra barrida por la fuerza constante de la erosión del agua y el viento, dejando un suelo desnudo y plano, compuesto de arcillas y calizas, del que sólo sobresalen unos cuantos cerros, testigos de ese proceso escultor de la naturaleza, en el que la geografía ha escrito su propia poesía en el paisaje natural. Esos cerros nos descubren en sus laderas la escritura de la memoria geológica de esta tierra, que abrimos en canal para extraer el silex de los antiguos neandertales y la sepiolita de nuestras industrias, pero que también han servido para mostrarnos, con su mera presencia, la vía de unión entre el cielo y la tierra. Se llaman testigos porque han resistido los embates del tiempo y desde sus cimas podemos imaginar el entorno que fue en tiempos remotos. Son supervivientes de mundos desaparecidos, y como tales, se erigen orgullosos como ídolos totémicos en un horizonte mesetario, del que las altas montañas quedan lejos.
No resulta extraño pues que desde el Paleolítico, los seres humanos hayan visto en ellos símbolos mágicos, puesto que, mientras la naturaleza era para nosotros un misterio, la elevación del cerro significaba un dominio de los elementos, un acercamiento al sol y las estrellas y una comunicación con lo desconocido. La contemplación del cielo desde su altura equivalía a una revelación, ya que, en sí mismo, es infinito y trascendente. La bóveda celeste era "lo otro", frente a lo poco que el hombre y su espacio vital representaban. La ascensión al cerro era un ritual en la que se conectaba igualmente la vida y la muerte, ya que el cielo, como el inframundo del subsuelo, es la morada de las almas, despojadas de la condición humana. Por ello, en muchos de estos cerros aún se encuentran ermitas o santuarios, como en el caso del cerro de Los Ángeles, en Getafe. El hecho de que sobre el cerro Almodovar no haya rastros de construcciones similares, no quiere decir que no haya sido objeto de culto o lugar de ritos relacionados con el mundo sobrenatural, como lo demuestra el hecho de que a poca distancia se haya descubierto, en el yacimiento de los Berrocales, no sólo un enorme depósito de utensilios paleolíticos, sino la necrópolis visigoda más antigua de Madrid, que es, junto al cercano poblado carpetano del cerro de la Gavia, uno de los mayores hallazgos arqueológicos de la Comunidad. Durante las excavaciones realizadas en 2010-2011 se encontraron 824 tumbas con cerca de 1.500 individuos, además de restos de casas y estructuras del que debió ser un poblado agrícola dependiente de Complutum (Alcalá de Henares). Fue un poblado que estuvo habitado de manera continuada por unos 500 vecinos desde el siglo II al IX. Primero por los romanos, luego por los visigodos y después por los musulmanes (quienes están enterrados de lado y mirando a La Meca). Y después fue abandonado. No es muy habitual encontrarse toda la secuencia de ocupaciones sucesivas sin contaminar, lo que convierte la zona en un conjunto de inusual importancia en la historia arqueológica madrileña, con secuencias de ocupación prácticamente completas. La urbe originaria aún no ha sido localizada. Pero está ahí. En la zona del Cerro Almodóvar, junto a la carretera de Valencia.
Pero, al igual que ocurrió con las promesas incumplidas de realización de un centro de interpretación sobre los trabajos arqueológicos del poblado carpetano del cerro de la Gavia por parte la empresa constructora del trazado del AVE que atraviesa esa zona, que nunca tuvo interés alguno por recuperar y poner en valor la historia de este lugar, que ahora es pasto de roedores y furtivos, la Dirección General de Patrimonio Histórico de la CAM permitió la construcción de viviendas sobre el yacimiento, y decidió finalmente no preservar el enclave visigodo “porque no tenía relevancia”. Tampoco el yacimiento del Paleolítico ha tenido mejor suerte. Se excavó, se estudió, se extrajeron las piezas y luego se tapó. No pensaron que pudiera convertirse en museo al aire libre, porque, según dijeron desde la Consejería de Empleo, Turismo y Cultura, el interés visual era mínimo y, además, el lugar era de muy difícil acceso. ¿Indignación, rabia, impotencia? Los camiones y las excavadoras arrasaron estos yacimientos y todo lo que nos podrían contar. Cualquiera que circule por la carretera que une Rivas con Vicálvaro puede comprobarlo con sus propios ojos. Como siempre, se ha antepuesto el desarrollo urbanístico a la preservación de nuestra memoria histórica y cultural, en lo que supone un ultraje a nuestros antepasados, a todos nosotros y a las generaciones futuras. Porque esos yacimientos no son propiedad de quien firma su destrucción. Ni siquiera de la constructora que compra el terreno o el propietario que adquiere la vivienda. Eran nuestros. De todos. Se nos está privando de una parte de nuestro pasado y de nuestro patrimonio ¿Merece la pena la destrucción de este entorno, que además de su valor arqueológico podría haber sido un magnífico atractivo turístico para la región, a cambio de más bloques de viviendas?
Como arqueólogo, siempre tuve curiosidad al contemplar las fotografías de las primeras excavaciones: los personajes que posaban o que deambulaban por ellas parecían salidos de un cuento. Sólo pensar en la silenciosa campiña que les rodeaba en aquel momento, me producía la sensación de que existió un pasado distinto al actual, menos apresurado, más agradable. El ser humano siente atracción por la explicación de ese pasado, y por el conocimiento de su origen y de los paisajes en los que vivió. Sobre la mesa está el reto y la obligación de conservar nuestra herencia colectiva, el patrimonio histórico, paleontológico y natural. Y aún otra obligación más, la de facilitarnos el encuentro con aquel universo del pasado, tan distinto. Mientras tanto, todo lo que hacemos, cuanto construimos o destruimos, también se está almacenando para siempre en las páginas de nuestra historia: En este mismo lugar, un vecino de hace unos 300.000 años tallaba un bifaz o un hacha de sílex para cazar animales. Son los restos del taller paleolítico de “Charco Hondo”, un hallazgo único en España, "congelado en el tiempo", en palabras del arqueólogo Sergio Bárez, que lo excavó. O los del yacimiento neolítico de Casa Montero, que mostraban cómo, hace más de 7000 años, la gente extraía el silex excavando pozos que se habían mantenido intactos hasta que la construcción de la M-50 se los llevó por delante.
De este modo, el Cerro Almodóvar sigue siendo testigo mudo de los cambios. La naturaleza y el paisaje rural han dado paso al ensanche urbano, y la desnudez y abandono de sus laderas aún me traen recuerdos de un pasado infantil en el que otro tipo de excavaciones se hacían en lo que antaño fueron canteras de caliza y trincheras de guerra. Muchos migrantes del sur llegaron a poblar este lugar, convirtiendo en viviendas trogloditas los lugares que miles de años atrás ocuparon los primeros habitantes, pero en condiciones bien diferentes. Yo crecí entre el barro y las chabolas de aquel mundo de escombros, desprovisto ya de la sacralidad que le dieron sus antepasados. El ansia expansionista del desarrollismo mató su significado original, y ahora, los miles de personas que circulan cada día por las nuevas autovías y anchas avenidas, pasan de largo, sin inmutarse, de lugares que, como este cerro Almodóvar, son parte de nuestra memoria viva y un símbolo emocional que nos conecta con la magia y ese tiempo ancestral que también quisieron recoger los visionarios de la generación del 27 que fundaron la Escuela de Vallecas con la intención de crear un arte nuevo precisamente sobre este cerro. No fue casualidad.
El cerro Almodóvar se ha convertido en una seña de identidad porque representa la resiliencia de un pueblo. Aquel mundo rural, de tierras pardas y agrestes, de anchos y desnudos paisajes, que esos artistas y poetas vieron como la metáfora del inicio de un cambio de era, como un mundo primordial que pudiera moldearse como la arcilla que pisaban, ya no existe. Sobre las cuevas, trincheras, canteras y antiguos cementerios, se alzan parques, avenidas, pisos y autovías, y es difícil recomponer el recuerdo de viejas experiencias, en las que aún se percibían los límites de aquella realidad: los campos cultivados, los rebaños de ovejas, la naturaleza cambiante en sus transiciones estacionales, que acompañaban a mis primeras lecturas escolares de Machado, Delibes y Sánchez-Ferlosio, frente al desarraigo urbano, el chabolismo y la pobreza del suburbio, bien descrito por Umbral durante la Transición, como "una mula pastando en un cementerio de automóviles, y tres galgos apodencados e inexplicables, atados a una estaca, hurgando entre la tierra, en el nublado cielo de los pobres". También eso es pasado, arqueología de la memoria.
Lo que no ha cambiado, incluso en esta imparable expansión del desarrollo urbano, es la presencia inmutable del Cerro Almodóvar, aislado en la crudeza de su imagen, e imperturbable ante el desasosiego del tiempo de los hombres, porque su tiempo es otro, aquel que intuyeron los antiguos en sus creencias animistas y que supieron percibir los poetas. Por eso, en 1930, peregrinaron a su cima, y realizaron su ritual especial de iniciación con aquel "monumento a los plásticos vivos", un humilde cubo que colocaron en el cerro, sobre cuyos lados Benjamín Palencia y Alberto Sánchez escribieron sus nombres, además de los grandes del arte que les habían precedido, y los contemporáneos que, como ellos, estaban moldeando el germen de un nuevo pensamiento: Eisenstein, Picasso, alquimistas de la imagen y de la emoción primaria. Allí debía situarse el "monumento a los pájaros", que Alberto, "el único escultor del rayo, el único que graba el color de la madrugada, el único que ha hecho un monumento a los pájaros y una estatua al bramido", en palabras de Miguel Hernández, ideó para el lugar. Desgraciadamente no pudo ser. La guerra, de la que también el Cerro fue testigo y que dejó su rastro en sus costados (el comandante alemán de la Legión Cóndor Friedrich Haerle murió allí al estrellarse su avión en 1939), lo impidió, y el recuerdo de los poetas quedó en suspenso, hasta que, en 2018, pude asistir al segundo Paseo Homenaje a la Escuela de Vallecas, en el que, sobre ese mismo lugar nos concentramos para despertarles del olvido, volviendo a colocar, en un improvisado armazón de madera, los pájaros de su sueño, y, mientras un milano sobrevolaba la escena, se leyó un manifiesto rememorando aquel acto fundacional.
El cerro sigue vivo. Es el epicentro de las reivindicaciones por la dignidad del barrio, y hasta allí se han realizado numerosas marchas vecinales contra la especulación urbanística de los Berrocales y los Ahijones, que, sin duda, degradarán la zona, beneficiando únicamente a los intereses bancarios y financieros. Aún esperamos el acondicionamiento ecológico del Parque Lineal y la reforestación del propio cerro, que parece que se iniciará en breve. El Ayuntamiento acordó el pasado 13 de mayo aprobar el contrato de obras para acondicionar la parcela del cerro Almodóvar, enclave elegido como kilómetro cero del Bosque Metropolitano, una gran infraestructura verde de 75 kilómetros que bordeará la ciudad con los objetivos de mejorar la calidad del aire, mitigar la isla de calor del sur, mejorar la adaptación al cambio climático y contribuir al reequilibrio territorial. Loable propósito, que se contradice con el tremendo desarrollo urbano que igualmente está proyectado para ese área. Veremos en qué se traduce todo esto. Por mi parte, soy bastante escéptico, vistos los resultados de lo que ya se ha realizado con el ensanche de Vallecas. Todo parece acelerarse en una dirección deshumanizadora del espacio y destructora del entorno natural, habida cuenta del escaso interés por la recuperación de la memoria histórica. Sin embargo, nosotros seguiremos marchando a la cima del cerro para volver a conectar con nuestras raíces, no viendo en él únicamente un punto en el paisaje, sino una referencia cultural y de encuentro tanto entre vecinos y amigos en un presente cambiante, como también entre nosotros y las generaciones de soñadores y luchadores que nos precedieron.
Juan Argelina
Madrid, 1960. Es doctor en Historia por la Universidad Complutense en la especialidad de arqueología e historia antigua, profesor de secundaria, amante del cine, y colaborador de Izquierda Diario, Contrapunto y otras revistas especializadas.