Solana cuenta la anécdota de su búsqueda laboral como electromecánica, un trabajo casi exclusivo para hombres. Sus sueños de recién graduada se ven frustrados cuando ve que por ser mujer solo consigue trabajos “en negro”.
Viernes 29 de julio de 2016 16:33
Mi nombre es Solana y del barrio “El Jagüel”. Me eduqué en una escuela electromecánica durante 7 años sin compañeras, solo varones, lo que no fue para nada fácil. El día de mi graduación me levante con alegría de escuchar ese título que me había costado 2 años de especialización y que representaba mi futuro: “Bachiller secundario Técnico electromecánico y Tornería Mecánica”.
Así, con entusiasmo me preparaba para lo que sería la búsqueda más importante: obtener un empleo estable y bien pago. Ese mismo mes comencé a organizar mi curriculum – la lista solo contenía trabajos en negro-. No me importó mucho porque pensaba que esos años en la secundaria y un año practicando con los tornos iban a alcanzar para que me llamaran.
Así fui intentando y en cada fábrica que veía dejaba mi hoja y esperaba con ansias. Pero se me acababa la plata y yo seguía con los trabajos en negro y sin la llamada de algún empleador que quisiera contratarme.
Ya pasaban los seis meses, desesperada acudí a la última opción que tenía a mi alcance y a la que la mayoría de mujeres habían recurrido por necesidad: empecé a trabajar en los Countries de Canning. No era un trabajo indigno y no era algo que yo no hiciera en mi casa todos los días, pero tampoco era lo que había estudiado. Que había significado un gran esfuerzo de mi parte. Sobre todo por tener que soportar el machismo de mis compañeros y profesores.
Con los ánimos por el suelo y mis esperanzas extintas, veía como todas mis vecinas salían de sus casas y dejaban a sus hijos en las escuelas más cercanas a los Countries en los que trabajaban, para poder volver al mediodía –con sólo una hora que les daban sus patrones- retirarlos y llevarlos a casa. Luego volvían a las mansiones lujosas a terminar de limpiar y sacar lustres a esas veredas empedradas todas cercadas por metros y metros de alambre de puas en su parte superior, con cables electrificados, policías en sus ingresos y cámaras mirando cada movimiento, por temor a que las trabajadoras interrumpan la felicidad enjaulada de los ricos.
Ya asumía que no tendría trabajo en blanco, hasta que un día me llamaron preguntándome con asombro por qué quería trabajar en un Country si tenía estudios terminados. Yo les explique que había buscado otro tipo de empleo sin éxito. Fue cuando la mujer me comentó que su hermano era dueño de una fábrica familiar en Villa Diamante y necesitaban un programador de Tornos CNC urgentemente y me pasó un número telefónico, ¡estaba muy feliz!
En un largo tiempo no había tenido un llamado tan importante como ese. Tomé el teléfono, inspiré profundo y llame con muchos nervios. Del otro lado una voz bastante grave me atendía y yo sin quitarle demasiado tiempo le explicaba mi posición y que deseaba poder tener una entrevista con él. Casi sin dejarme terminar de hablar me explicó que estaban muy apurados y que si yo le daba mi número me iban a llamar.
Durante esa semana salí corriendo todos los días del trabajo para saber si había noticias, pero nadie llamó.
El tiempo siguió pasando y con mucho enojo llamé de vuelta, pero esta vez cambié mi voz, me hice llamar Juan y les dije que era un joven de 18 años, recién egresado, buscando empleo. Sin preguntarme en que me había especializado me pidieron que me presentara al día siguiente a las 8:00 de la mañana sin falta.
Corte el teléfono, me senté y temblando le dije a mi mamá que tenía una entrevista para Programador de CNC, sin decirle que me había hecho pasar por un chico. Pedí el día el día en el Country y salí en dirección a Lanús.
Toque el timbre, y me recibió el dueño.
La prueba me dejaron hacerla pero en la fábrica ni siquiera se gastaron en revisar el trabajo que había hecho y esta historia termina como se la podrán imaginar: el trabajo de tornera nunca lo conseguí.