La nouvelle Matate, amor de Ariana Harwicz cruzada con la adaptación para teatro realizada con Marilú Marini y Érica Rivas logra una combinación explosiva de sensaciones. Gritos ahogados, paisajes sórdidos y el infierno encantador de la familia.
Silenciosamente o quizás, mejor dicho, fuera del radar de las novedades editoriales, Ariana Harwicz llegó a la long list (lista larga) del prestigioso Man Booker International Prize, que destaca las obras traducidas al inglés. En 2017, otra argentina, Samanta Schweblin, había llegado a la short list (lista corta) con Distancia de rescate.
Matate, amor (Paradiso 2012, Mar Dulce 2017) pone bajo una luz diferente relaciones sociales mitificadas hasta el hartazgo y plagadas de estereotipos: la maternidad y el amor familiar. La vida en el campo lejos de la idealización y cerca de una vida cada vez más precaria, el matrimonio lejos del amor romántico y demasiado cerca de los obstáculos del deseo.
Su título no adelanta nada. Pero en las primeras páginas nos guía: “Somos parte de esas parejas que mecanizan la palabra ‘amor’ hasta cuando se detestan; amor, no quiero volverte a ver”. La dinámica “Sí, amor” marca el ritmo de esa pareja en la que la protagonista se siente atrapada (lo que no significa necesariamente que esté dispuesta a abandonarla o hacerla volar por los aires).
Matar, desear, morir
Escopetas y cuchillos. Disparar, asesinar y cortar atraviesan la historia, como acciones y deseos, de forma indiferenciada entre realidad e irrealidad. En la adaptación teatral, la escena es asaltada por Érica Rivas que se sube cuchillo en mano, amenazante, y presenta la situación:
Era un domingo víspera de día feriado. Estaba a pocos pasos de ellos, oculta entre malezas. Los espiaba. ¿Cómo es que yo, una mujer débil y enfermiza que sueña con un cuchillo en la mano, era la madre y la esposa de esos dos individuos? ¿Qué iba a hacer? Escondí el cuerpo adentrándome en la tierra. No iba a matarlos. Dejé caer el cuchillo. Fui a colgar la ropa como si nada.
Esta mujer, irónicamente encerrada al aire libre, en medio de un caserío rural en la entrada de un bosque en el sur de Francia, no evita transmitirnos su desesperación. Parece ya no intentar siquiera embriagarse con el amor de su pequeña familia:
Mi marido quiere plantar un árbol para darle larga vida al bebé y yo no sé qué decirle, sonrío como una gansa. ¿Se da cuenta él? De todas las bellas y sanas mujeres que hay en la región se vino a enganchar conmigo. Un caso clínico. Una extranjera. Alguien que debería ser clasificada de incurable. Qué día de humedad, ¿eh? parece que tenemos para rato, dice él. Yo trago la botella en sorbos largos y aspiro por la nariz queriendo estar, exactamente, muerta.
Matate, amor es difícil de clasificar. Ningún género parece abarcarla completamente. Quizás incómoda sea una palabra útil para describirla: incómoda con su maternidad, asqueada del sexo matrimonial y el amor desgastado. Lo percibimos por su verborragia a solas recostada sobre los pastizales o en sus diatribas de medianoche mientras el bebé llora demasiado o no llora lo suficiente.
Tanto en la novela como en la obra de teatro, la protagonista sin nombre se nos impone. No nos está contando una historia, nos está apuñalando con ella, disparando, gritando. Ese clima inunda la sala Santos 4040 donde se puede ver la adaptación teatral Matate amor. Érica Rivas estalla desde que pone un pie en el escenario y no deja hacerlo, con excepción de algunos momentos en los que “sale” del personaje para pulir detalles con el técnico de sonido o para intercambiar frases con su apuntadora. Los “hilos” del artificio teatral están a la vista, casi la totalidad de la acción está concentrada sobre el escenario, incluso los detalles técnicos.
El deseo, otro protagonista en Matate, amor, está siempre en otro lugar, en el reverso, afuera. Fuera de la familia, fuera del matrimonio, fuera de la realidad. Desde encuentros “prohibidos” hasta los encuentros cruzados por la fantasía y las ensoñaciones, en los que un ciervo concentra el deseo que quema y la paz que no encuentra lugar en su hogar. “Lo que me salva esta noche y el resto no es para nada el amor de mi hombre ni de mi hijo. Lo que me salva es el ojo dorado del ciervo, mirándome todavía”. En muchos pasajes, tanto del libro como de la obra de teatro, no podemos distinguir entre realidad e irrealidad. No sabemos si realmente blandirá el cuchillo o disparará la escopeta.
El horror familiar
“Voy a acostar al niño, masturbar al hombre y dejar la insurrección para mejor vida”. Por momentos, así resuelve la protagonista sus derrotas. Al borde del abismo, una bomba a punto de detonar y otras metáforas similares han servido durante décadas para hablar de historias donde las mujeres están encerradas en vidas asfixiantes, más explícitamente desde la explosión del movimiento de liberación femenina de los años 1960, también conocido como segunda ola feminista.
Ariana Harwicz dice: “No escribí Matate, amor bajo la impronta de los movimientos feministas ni de cualquier otro orden. La escribí hundida” (“El derrumbe de la masculinidad”, Página/12). Y nadie mejor que la autora para definir cómo escribe su obra. Lo que es innegable es que el clima que la rodea está cruzado por la revitalización del movimiento de mujeres. Así lo expresó la actriz Érica Rivas en una entrevista del diario La Nación (“Un exquisito aquelarre femenino al frente de un relato demoledor”, 28/3/2018):
En términos absolutamente personales, para mí esta mujer es un grito femenino que acompaña el momento actual, con ese empezar a vernos de otra manera. De todas manera, Matate, amor va más allá de esa lectura. De ahí su fuerza poética.
En lo que va mucho más allá Matate, amor es en la incomodidad con la maternidad, un terreno marginalmente explorado. Irónicamente, la maternidad es una relación que tiene a las mujeres en el centro, pero las mujeres son las únicas que no pueden expresarse libremente sobre ella. “Soy madre, listo. Me arrepiento, pero ni siquiera lo puedo decir. A quién.”, dice la protagonista y está en lo cierto. Después de la presión que ejerce la sociedad sobre las mujeres para que sean madres (utilizando desde prejuicios que señalan una baja calidad de la moral femenina que no desea ser madre hasta las amenazas de un futuro en soledad), a menudo llega el vacío y el silencio para aquellas que deciden serlo. Existen pocas oportunidades para hablar libremente sobre las contradicciones y los sentimientos encontrados, ni hablar del arrepentimiento de algo que se presenta eterno.
“Con una mano sostengo a mi nene, con la otra un raspador. Con una mano preparo la comida, con la otra me apuñalo. Qué bueno tener dos manos. Qué práctico”, arroja casi como una confesión la protagonista. Y así transmite la ambigüedad que suele poblar las relaciones familiares, donde se mezclan muchas veces el amor y el cariño con prejuicios y dependencias. La protagonista de Matate, amor volverá sobre este tema una y otra vez, ya sea con respecto a la relación asfixiante que le provoca el bebé sin nombre (“... pienso en ese animal monstruoso, en ese parásito que es un hijo, en eso de llevar tu corazón con el otro, para siempre”), como con respecto a ella misma (“Y soy una mujer que se dejó estar y tiene caries y ya no lee. Leé idiota, me digo. Leéte una frase de corrido”).
Matate, amor no es un texto político ni persigue programa alguno. Si de reclamos se trata, existe uno con presencia corrosiva: el deseo. “Desear es un caramelo pegado al cuello, al cuero cabelludo, a la yugular”, son las palabras que escribe Harwicz para que su protagonista las pronuncie. ¿Qué lugar hallará el deseo en la vida de esa esposa que no quería serlo? ¿En los días de esa madre que todavía no quiere serlo? Podríamos hacernos preguntas parecidas, aunque no estemos en medio del campo ni nos absorba las noches un bebé que llora. Es muy probable que las respuestas sean algo incómodas, como las risas nerviosas en una sala de teatro mientras la protagonista confiesa: “Hay gente que necesita el mar. Yo necesito ver un arma, aunque esté quieta, sucia, descargada”.