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La Izquierda Diario
3 de junio de 2018 Twitter Faceboock

50 AÑOS DE MIRTHA LEGRAND
#Mesaza: el dilema moral de María, la sirvienta
Cecilia Rodríguez | @cecilia.laura.r

En el 50 aniversario de la primera salida al aire del programa de Mirtha Legrand, compartimos este relato de ficción.

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«y empezaron a heder súbitamente/ mientras la gran ciudad cerraba sus ventanas»
Juan Gelman

María supo en ese momento que la vieja moriría. Moriría en vivo, a la cabeza de su mesa. Moriría a menos que ella, María, fuera en su auxilio. Ella era la única de las empleadas capaz de improvisar en vivo, la única que podía intervenir si lo creía necesario. Si se caía un cubierto, si se volcaba un vaso, ahí estaba María. No necesitaba que la señora le hiciera una seña para ir a limpiarlo, no necesitaba que la señora le diera una orden en vivo, a los ojos de millones. María se adelantaba.

Sus compañeras, en cambio, la pasaban mal. Las aterrorizaba la cámara. Ellas no podían evitar verse proyectadas en los televisores de todos. Las verían sus padres, sus hijos, sus esposos, los amigos de ellos, que después le harían algún chiste a la que correspondiera, alguna cargada sobre cómo se le cayó el tenedor. Ellas no podían evitar verse en ese uniforme, con delantal blanco, no podían evitar sentir el pelo tirante, atado hacia atrás; no podían dejar de maniobrar ese sombrerito que les hacían poner, especie de burka occidental para que las sirvientas se vean sirvientas.

María también se veía sirvienta, pero no encontraba vergüenza en ello. Más bien le daba vergüenza la vieja, lo que decía, lo bruja que era. Le daba vergüenza ver todo lo que hacía para meterse adentro de una faja, pintarrajearse con cuarenta capas de base y una tonelada de rímel, y salir a hacer lo mismo, todos los santos días, todos los días durante cincuenta años, con la misma canción de entrada, las mismas letras doradas que anunciaban el nombre del programa, la misma marca de medias, la misma joyería, los mismos personajes invitados una y otra vez, para hablar siempre de lo mismo. María también tenía una rutina, pero la tenía porque estaba obligada, porque los chicos tienen que ir a la escuela, porque a veces necesitan un médico, porque eran los hijos de una sirvienta. María se desvivía deseando que su vida no fuera todos los días igual. María pensaba: si pudiera disponer de mi tiempo, me mato antes de vivir como esta vieja.

Por eso María no sentía vergüenza. No le tenía miedo a la cámara. No le importaba si por un segundo ella llamaba la atención limpiando ese vaso. En última instancia, ¿quién se iba a acordar de la cara de María al día siguiente? ¿quién iba a tuitear sobre cómo ella limpió ese vino caído? Esto, a María, la convertía en el asesino perfecto.

Ni siquiera tenía que empuñar un arma. Solo tenía que dejar que la vieja se atragante con ese hueso de pollo, con ese hueso de pollo que se le escapó en la boca de tanto hablar pavadas. María sabía que ninguna de sus compañeras iba a reaccionar, se iban a quedar atónitas, entre el miedo a la cámara y la agonía de la vieja. Por los invitados, María no daba ni dos pesos. A lo mejor si hubieran traído a un político se le ocurría lo de hacer la heroica y salvar a la vieja, a lo mejor. Pero en este almuerzo no había políticos. Bah, había uno, pero últimamente estaba saliendo con una vedette, así que María no daba ni dos pesos por ese tampoco. Nadie la iba a salvar a la vieja. La única que podía hacerlo era María. Era la única que iba a llegar a tiempo, la única con la capacidad de reacción suficiente. María era la línea entre la vida y la muerte.

Eso es precisamente lo que fue cuando corrió hasta la vieja, la agarró de atrás y le hundió tanto los puños en las costillas que mientras salía el hueso de pollo se le reventó la faja en vivo. Un rollo anaranjado de tanta cama solar y cubierto de estrías se le zafó a la vieja por debajo de la ropa, y quedó en ombligo, medio en pelotas ahí, descuajeringada, escupiendo en cámara y cayendo de crines contra la mesa. Los invitados estaban congelados, todo el set se paralizó, cada familia argentina estaba prendida al televisor.

Hola, soy María, la sirvienta. Dijo ella frente a la cámara cuando vio que había quedado en primer plano.

 
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