Muchos aseguran que un mundial de fútbol no comienza cuando se juega el primer partido, sino seis meses antes, ocasión en la que se sortean entre las selecciones clasificadas los grupos y las sedes. A partir de ese entonces los equipos inician su preparación formal: una vez que ya conocen a sus primeros rivales y las canchas en las que los enfrentarán.
Obsesivo hasta la patología, el doctor Bilardo estaba ansioso aquella tarde del 15 de diciembre de 1985 por saber frente a qué países Argentina mediría su suerte inicial en México ’86. Pero había otro detalle que lo mismo lo desvelaba: las ciudades en las que se jugarían esos tres encuentros de la fase de grupos. No era lo mismo preparar un partido para Toluca, a 2667 metros sobre el nivel del mar, que en Monterrey, con 33 grados promedio de térmica. La altura y el calor eran dos dificultades comunes en las nueve ciudades mexicanas elegidas para hostear el mundial y Carlos Salvador Bilardo fue acaso el único de los 24 seleccionadores que reparó en ello no bien se conocieron las sedes de México ’86.
Finalmente el sorteo ubicó a Argentina en el Grupo A junto a dos selecciones menores como Bulgaria y Corea del Sur y a Italia, un cuco que ya no asustaba tanto porque venía de ganar el Mundial del ’82 pero también de no clasificar a la Eurocopa 1984. A pesar del flojo nivel evidenciado por la selección argentina durante la angustiante eliminatoria y en los amistosos previos, la zona que le tocó en gracia no le sugería mayores dificultades dado que, además, podían clasificar hasta tres de los cuatro equipos.
Pero el azar le dio a Bilardo también la otra info que necesitaba: adónde es que iba a jugar. Las bolillas determinaron dos partidos en el DF y otro en Puebla, a diez horas entre sí pero con similares condiciones de altura y calor. Fue tiempo entonces de desplegar el plan que el entrenador venía pergeñando en secreto con Carlos Pachamé, Raúl Madero y Ricardo Echeverría, su cuerpo técnico. Una fuerte preparación deportiva en la ciudad argentina que más se asemejaba a aquellas dos de México: la jujeña Tilcara, a 80 kilómetros de la capital provincial, en plena Quebrada de Humahuaca.
Fantasmas de la altura argentina
“Muchos medios me mataron por esa propuesta”, contó Bilardo. “Queríamos ir a Tilcara y nos decían: “¿Por qué mejor no van a Rusia?” ¡Y seguro que si íbamos a Rusia nos cuestionarían por qué no fuimos a Tilcara!”.
Lo importante, de todos modos, no era congraciarse con las redacciones y los cafetines, sino convencer a Julio Grondona de trasladar una delegación de casi treinta personas a un pueblo remoto del norte argentino en enero, justo cuando los jugadores se tomaban vacaciones. Bilardo contaba con un aval científico: la propuesta de entrenar en la Quebrada de Humahuaca -a 2400 metros sobre el nivel del mar y bajo un sol de 30 grados- había sido sugerida por Bernardo Lozada, prestigioso cardiólogo especializado en preparaciones de altura. El entrenador exigió varios viajes a Tilcara de lunes a viernes pero la AFA lo rechazó por los altos costos del traslado aéreo. Acordaron finalmente una expedición única pero intensa de diez días.
Bilardo delineó una lista de 14 jugadores únicamente del torneo argentino, ya que los que actuaban en Europa gozaban de un receso menor debido a que allí era pleno invierno y la actividad no se interrumpía tantas semanas. Fueron los casos de Diego Maradona (Nápoli), Jorge Valdano (Real Madrid), Jorge Burruchaga (Nantes) y Daniel Passarella (Inter).
Con todo, el técnico de la selección igualmente pudo disponer de una mano de obra valiosa con talentos de muchos de los grandes campeones locales de la década como Independiente (Ricardo Bochini, Ricardo Giusti, Néstor Clausen), Argentinos Juniors (Sergio Batista, Claudio Borghi), River (Oscar Ruggeri, Héctor Enrique), Ferro (Oscar Garré) y su propio Estudiantes (José Brown, Marcelo Trobbiani). A último momento se quedó afuera por lesión Miguel Russo, crédito pincharrata que luego se perdería también el Mundial.
La AFA ya había gestionado una experiencia preparatoria en la altura cuando la selección fue a entrenar a La Quiaca antes de visitar a Bolivia durante las eliminatorias del Mundial de Alemania 1974. Fue el famoso “Equipo fantasma” que terminaría triunfando 1-0 en la hostil geografía de La Paz. Sin embargo el viaje previo a la ciudad de la Puna jujeña estuvo plagado de problemas logísticos y duros reclamos de los jugadores (dos de ellos, Bochini y Trobbiani, presentes en Tilcara).
Bilardo tomó nota de ese antecedente y procuró ajustar los detalles sueltos porque no quería recibir más cuestionamientos. El pobre nivel que venía desplegando su selección en los últimos partidos le había granjeado críticas de todos lados. “No interpreta el fútbol argentino”, acusaba el crack de Independiente Claudio Marangoni, mientras que el propio Passarella disparaba desde Milán: “Si no mejoramos, en el Mundial no vamos a ir muy lejos”. Como si eso no fuera poco, los humoristas gráficos hacían fila para reírse de la idea de viajar a Tilcara.
El dibujante Maicas y una parodia de los entrenamientos en Tilcara para El Gráfico
Tilcara: delirio o realidad
“¿Para qué sirve este viaje a Tilcara?”, preguntaba en mayúsculas el título de la más amplia cobertura que se hizo sobre la preparación de la Selección en La Quebrada de Humahuaca. La extensa nota fue publicada en la revista El Gráfico y llevaba la firma de Natalio Gorín, prócer del periodismo argentino. El experimentado cronista de fútbol creía haberlo visto todo, pero eso parecía superarlo.
El Gráfico, como muchos otros, se preguntaban sobre la utilidad de la insólita preparación en la Quebrada de Humahuaca
Sin embargo el doctor Bernado Lozada se encargó de despejar dudas y darle rigor científico al viaje. Si bien reconoció que toda aclimatación en altura pierde efecto 48 horas después de regresar al llano, el propósito era “trabajar la familiarización de los jugadores a la altura y su adaptación psicológica”. Según Lozada, “el jugador se acobarda con los síntomas de la altura y entonces es mejor vivir la experiencia antes. Porque cuando el jugador vence a la altura, ya no le teme más”.
El viaje iba a ser aprovechado también para realizar estudios cardiorrespiratorios y antropométricos. En el inventario de aparatos traídos especialmente desde Buenos Aires el médico destacaba “una bicicleta electrónica con alma de computadora”. Se hicieron pruebas los dos primeros días y los dos últimos. En una de ellas se procuraba conocer “el grosor de los pliegues cutáneos, dato que, por ecuaciones matemáticas, permite reconocer el porcentaje del peso graso y muscular frente al total del cuerpo”, explicó Lozada, quien confesaba: “Por lo que he visto hasta ahora, tengo la impresión de que estos muchachos en su vida diaria comen poco”.
Oscar Ruggeri se somete a controles de Carlos Pachamé y el doctor Raúl Madero (Jujuyalmomento)
La Selección llega a Jujuy
El lunes 6 de enero de 1986 la comitiva aterrizó en el aeropuerto de San Salvador de Jujuy, donde esperaba un micro para el traslado a Tilcara. El camino principal sobre la ruta 9 (último tramo argentino de la Panamericana) estaba anegado por los estragos que había hecho el Río Grande que surca a la Quebrada de Humahuaca y el ómnibus debió improvisar un tramo alternativo entre los faldeos de los cerros. “No sabíamos adonde íbamos hasta que llegamos”, se sincera el Checho Batista.
Ricardo Bochini, Néstor Clausen y Luis Islas paseando por Belgrano, la calle principal de Tilcara (Clarín)
Tomaron como búnker en el Hotel de Turismo, uno de los pocos alojamientos del lugar. La experiencia Tilcara generó muchos mitos y el primero data del preciso momento en el que la delegación argentina estaba ingresando al pueblo. “Me lo crucé a Pachamé en la estación de servicio de la entrada y le ofrecí la cancha de mi club para entrenar” contó Isidoro Martínez, entonces presidente de Pueblo Nuevo. Ese equipo protagonizaba el clásico tilcareño con Terry, en cuya cancha la selección tenía inicialmente previsto practicar. Sin embargo aquel cruce fortuito en una YPF motivó el cambio de locación y, en otro aspecto, una añeja inquina entre los dos cuadros locales.
El estadio de Pueblo Nuevo estaba a la vera de la ruta 9 y su única delimitación eran las líneas que cal que trazaban la cancha. Luego el terreno se extendía a lo ancho hasta la Panamericana o el colchón de árboles que separaba la última parte plana de las mismas serranías que elevan el milenario Pucará. Era un humilde potrero de tierra y piedras más algunas zanahorias desparramadas, ya que semanas atrás habían usar el lugar para cultivar. “Ahí empezamos a vivir el Mundial”, asegura el Tata Brown, quien seis meses después convertiría su único gol en la Selección: el primero de la final de México ’86 ante a Alemania.
Foto de El Gráfico con el suelo de la cancha, el entorno geográfico y Bochini intentando alguna magia en la altura
Verano del ’86 en la Quebrada: el fútbol como antesala del carnaval
La primera vez que los jugadores se levantaron para desayunar, sintieron que habían amanecido en un picnic: sobre sus mesas había café, leche, jugos, tostadas y dulces, pero también jamón, queso, huevos duros y sánguches. “En México la mayoría de los partidos se van a jugar al mediodía, así que no podemos ir a la cancha con un café en el estómago. Hay que acostumbrarse a una ingesta abundante”, les avisó el doctor Raúl Madero.
El plan de entrenamiento contemplaba tres turnos por jornada. Los primeros días fueron brutales para los jugadores, todos nacidos y criados en las facilidades de la llanura. “Una mañana estábamos trotando y Cucciufo dice: “Muchachos, yo me desmayo, pero sigan que no pasa nada”… ¡Y se desmayó!”, recuerda Batista. “Al principio fue muy duro, pero todos éramos conscientes de lo que nos íbamos a jugar cinco meses después. Porque no recuerdo a nadie quejándose: todos cerrábamos la boca y seguíamos trabajando como podíamos”. Nadie protestaba, aunque muchos se sacaban las camisetas (o arrancaron sus mangas) para mitigar el asedio del calor y la falta de oxígeno.
Algunos, como Ruggeri, Islas o José Luis Brown, preferían someter el cuero al sol del mediodía antes de cargar con pesadas camisetas (El Gráfico)
La intensa rutina era interrumpida solo cuando se organizaban excursiones futbolísticas a otros pueblos de la Quebrada. Ahí hacían sólo el primer turno de entrenamiento y luego emprendían el viaje en micro. En Maimará, por ejemplo, distendieron con un picado informal, mientras que a Humahuaca fueron dos veces. En una de ellas la Selección enfrentó a un combinado del Ciclón y Estudiantes, los dos equipos locales. Fue en la cancha de éste último, quien además aportó las camisetas (iguales a las de Vélez). En el primero, Argentina goleó 5-0, en el otro 5-1, pero en ambos casos significó todo un acontecimiento para un pueblo que asistió de pleno a disfrutar de partidos en una cancha que no tenía tribunas ni alambrados.
Claudio Borghi remata al arco en un amistoso frente a un selectivo de la ciudad de Humahuaca (El Gráfico)
“No teníamos problemas de jugar contra nadie”, asegura Bilardo. “Venía alguien de la zona diciendo que tenía un equipo y nosotros aceptábamos, aunque después consultaba por ahí y también manejaba el tiempo de los partidos en función del nivel del rival”. Varios jugadores tilcareños fueron sumados de manera casi regular a los entrenamientos como sparrings, mano de obra que hoy se suple con las selecciones juveniles pero para lo que entonces no había presupuesto. El entrenador sólo pudo llevar 14 futbolistas y estimuló -a conciencia- la participación de locales en la cancha como una forma de vincularse culturalmente con los quebradeños, pero también como un inteligente recurso para garantizarse algunos partidos de simple organización.
Una definición por penales ante la Selección y que aquellos jugadores tilcareños de Pueblo Nuevo jamás olvidarán
Baile, promesa y regreso
Fueron diez días de desayunos fuertes, entrenamientos aún más fuertes, viajes cortos pero lentos, calor impiadoso y perturbadores sofocones de altura. Aunque su resultado, satisfactorio: todos superaron con éxito un escenario similar a que se viviría en el Mundial y de hecho una mayoría se aseguró en Tilcara su convocatoria a México. Es decir, ya cinco meses antes.
La selección atrapó la atención de los medios jujeños, quienes siguieron sus movimientos por toda la Quebrada de Humahuaca (El Tribuno)
El plantel debió tolerar la extenuación física y también ciertas limitaciones materiales. La que más había preocupado era la dificultad para establecer comunicaciones con el más allá: dos décadas antes de los celulares, en Tilcara todo dependía de un operador local que apagaba el precario conmutador telefónico a las ocho de la noche, hora en la que terminaba su jornada laboral y nadie lo reemplazaba hasta la mañana siguiente.
Los jugadores argentinos tuvieron un solo día libre. Fue casi al final, cuando los invitaron a un baile local. Bilardo aceptó, aunque les pidió que se cuidaran y ordenó volver temprano. Y, por las dudas, también asistió al evento, aunque de incógnito. “Una chica del hotel me pintó los labios, los ojos, todo. ¿Y sabés que no me reconocieron? Me puse a bailar con ellos en el medio de la pista. Tá, tá, tá. ¡Éramos como veinte! Yo bailaba bien, saltaba y corría, pero noté que los muchachos me miraban, así que me tranquilicé. Hasta que vi a uno y ahí me deschavé: ‘salí de ahí, pelotudo!, le grité”. Ahí todos comprendieron que esa señora vestida de coya era en realidad el entrenador.
Bochini, Borghi y Tapia en una algo que parece ser una peña entre músicos locales e inolvidables volantes ofensivos de los 80’
La delegación argentina abandonó Tilcara el 16 de enero de 1986 para tomar desde San Salvador de Jujuy el vuelo que la devolvería a Buenos Aires esa misma noche. La mayoría de sus integrantes jamás regresó a Tilcara, aunque dejaron tras su paso una leyenda que monopoliza las crónicas dedicadas a todo el viaje. La del pedido (o no) a la Virgen de Copacabana que, desde el Abra de Punta Corral, despierta una centenaria devoción entre los pueblos quebradeños de Tilcara y Tumbaya.
Se habla de una promesa mediante la cual algunos miembros del plantel le juraron a la Virgen volver a Tilcara si Argentina ganaba el Mundial. Lo segundo sucedió pero lo primero no, entonces los locales repiten con la certeza de su fe aquello que los visitantes niegan toda vez que pueden. Meses atrás la Coca Cola financió una puesta en escena en la cuál ocho ex campeones de México volvieron al pueblo de la Quebrada y los ciudadanos los recibieron como héroes, aunque nadie ahondó en aquella vieja polémica. Igualmente el aviso publicitario se tituló: “La promesa de Tilcara”.
Bilardo contradice la polémica sobre la Virgen de Tilcara: “Solo le prometimos a la de Luján y después fuimos”.
Lo cierto es que, más allá del terreno religioso, aparecen motivos mundanos iguales de atendibles. No por nada doce de los catorce jugadores de Tilcara fueron a México, siete de ellos encima titulares en la final. Eran Brown, Cuciuffo, Olarticoechea y Ruggeri, Enrique, Batista y Giusti. La defensa y el mediocampo completo. La zona de guardia, el bloque que sostuvo el frente de fuego para que, desde allí, lastimaran y escribieran su propia historia Maradona, Valdano y Burruchaga. El reservorio físico de un equipo que, en la altura, consiguió por única vez que Argentina venciera en un Mundial a Uruguay, Inglaterra y Alemania. La bocanada de oxígeno final para que en una corrida culmine -cuando el sol del mediodía en el Estadio Azteca le rajaba la mollera hasta al más valiente de los mariachis-, Argentina recuperara la ventaja en la agonía del partido y se consagrara campeón del mundo por última vez en su historia.
Habrá sido todo eso gracias a la magia de Maradona, la puesta en escena de cábalas y promesas, o también a aquella preparación en Tilcara sobre canchas de tierra y rivales en bermudas que comenzaron a labrar (ahí, en Jujuy, cinco meses antes de México) algo que nunca más volvimos a sentir en los mundiales. Ese irresistible blend entre la conciencia deportiva y la mística emocional, un equilibrio sano para los principales insumos de todo aquel que pretende quedar en la historia de lo suyo: el orden y la aventura. |