Este viernes se realizará la primera visita del Rey Felipe VI a Catalunya después del levantamiento del 155. No está previsto que su presencia vaya a generar ningún entusiasta recibimiento popular, más bien al contrario. Como ya ocurriera en agosto, tras los atentados de las Ramblas, y en febrero, durante la inauguración del MWC, lo que encontrará en la calle serán nuevos pitidos y abucheos.
En esta ocasión presidirá la inauguración de los Juegos del Mediterráneo en Tarragona. Felipe VI viene además de pasar unos días en la Casa Blanca con Donald Trump, justo al mismo tiempo que saltaba el escándalo de la política racista de la Casa Blanca contra los menores migrantes.
Es todavía una incógnita si será recibido por el Predident de la Generalitat, Quim Torra. Éste le dirigió una carta, firmada también por sus dos predecesores, Artur Mas y Carles Puigdemont, para exigirle que pida disculpas al pueblo catalán por su discurso del 3 de octubre y demandarle audiencia. Zarzuela le pasó la carta a Moncloa, y su nuevo inquilino, Pedro Sánchez, ya ha anunciado que no existirá tal encuentro.
Lo que veremos en estos días en Catalunya será un reflejo más de un hecho con difícil retorno: la Corona ha perdido Catalunya. El primer acto de este divorcio lo vimos en la masiva pitada que recibió Felipe VI en el mes de agosto. Con la complicidad incial del entonces Govern Puigdemont y la alcaldesa Ada Colau, la Corona quiso ponerse a la cabeza de una operación de unidad nacional instrumentalizando el atentado de las Ramblas, tal y como denunciaba en esta nota mi compañero Guillermo Ferrari.
Sin embargo, los públicos y conocidos lazos entre los Borbones y las monarquías del Golfo, muchas de ellas financiadoras y protectoras del ISIS y otros grupos terroristas, llenó de indignación la manifestación contra los atentados. La presencia del amigo de Arabia Saudí en la cabecera fue respondida con la mayor pitada recibida por un Borbón en sus tres siglos de reinado.
Solo unos meses antes, en enero de 2017, había protagonizado una visita por todo lo alto a la Corte Saudí. Felipe VI ha seguido, con el apoyo del PP, el PSOE y Cs, siendo el embajador privilegiado en el apoyo a estos regímenes, actuando de anfitrión de su principe heredero el pasado mes de abril.
Pero fue su discurso del “a por ellos”, el pronunciado el 3 de octubre, el que terminó de volar los puentes. En él dió su apoyo a la brutal represión de la policía contra el referéndum, que dejó más de 1.000 heridos, e hizo un llamamiento a que se tomaran todas las medidas necesarias para restablecer la normalidad institucional. Con aquellas palabras daba luz verde al golpe institucional del 155, y por si hubiera alguna duda volvió a pronunciarse en el mismo sentido en la entrega de los Premios Princesa de Asturias y en su discurso de Navidad.
Su papel de jefe en la sombra del golpe institucional contra la Generalitat y la escalada represiva sin precedentes contra el movimiento independentista, le trajo su segundo mal trago. Con motivo de su presencia en el Congreso Mundial de Móviles (MWC) se encontró con un desplante institucional que levantó ampollas. Y eso que el President del Parlament, Roger Torrent, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, simplemente se negaron a estar presentes en un acto tan del medievo como el “besamanos”. Después se sentaron a la mesa con su Majestad, como titulaba también Guillermo Ferrari, lo que el 155 separa, el MWC lo unía.
En la calle el ambiente fue mucho más hostil. Varios miles de personas rodearon las calles próximas al Palau de la Música donde se realizaba el acto y Felipe VI entró entre pitidos y el Himno de Riego a todo volumen sonando desde algún balcon de los vecinos de la zona.
En esta ocasión el desplante institucional no se sabe hasta donde llegará. Sin embargo no es lo más interesante. De hecho, más allá de los gestos, el mensaje que Torra, Mas y Puigdemont le han trasladado en su carta es bastante cuestionable. Achacan al monarca su apoyo a la represión del 1-O, pero también el no haber jugado un rol de arbitraje entre el Estado y las aspiraciones democráticas del pueblo catalán. Como si eso fuera posible, o como si Estado y Corona fueran cosas distintas. La Monarquía es, junto con el Ejército, la principal garante de que el derecho a decidir no se pueda ejercer. Pero además lo más grave es que avalan con este “reproche” el reaccionario rol bonapartista que le reserva la Constitución del 78 a la Casa Real.
Como en agosto o en febrero lo más interesante estará en la calle, en las concentraciones que desde los CDR y otras organizaciones sociales se están convocando para dar el recibimiento que se merece el Borbón. El mensaje es claro: no queremos Corona. No se puede reconocer una institución cuya legitimidad emana del nombramiento de Juan Carlos I como heredero de Franco por sus Cortes en 1969. Una restauración borbónica, después de haberse expulsado a esta dinástía reaccionaria en 1931, que se hizo posible sobre la victoria fascista en la guerra civil.
La lucha contra la Corona tiene hoy en Catalunya su posición más fuerte, pero no es la única. En el barrio madrileño de Vallekas se prepara una consulta popular sobre la Monarquía, y a pesar de los intentos de la institución de recobrar legitimidad por medio de la abdicación en Felipe VI, el caso Urdangarín y el cuestionamiento al Régimen del 78 han dejado a la Corona en una posición de debilidad. Como punto a su favor cuenta con la pusilánime política de Podemos e IU. Los primeros han abandonado abiertamente el cuestionamiento a la forma de Estado, los segundos se acuerdan de eso solamente el 14 de abril.
Las pitadas y movilizaciones contra el Borbón en Catalunya deberían servir de inspiración para impulsar un gran movimiento en todo el Estado contra este pilar del Régimen del 78. Que el Jefe del Estado sea una figura hereditaria, inimputable y que trabaja por definición en la sombra, es el colmo de esta democracia degradada. La lucha para acabar con ella, como parte de la pelea por imponer procesos constituyentes donde poder debatir y resolver todas las grandes demandas sociales y democráticas, debe pasar a ser una parte esencial de la agenda de la izquierda, las organizaciones obreras y todos los movimientos democráticos. |