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La Izquierda Diario
19 de enero de 2025 Twitter Faceboock

Tribuna Abierta
El traje nuevo del emperador: vida y muerte de Yukio Mishima
Eduardo Nabal | @eduardonabal
Juan Argelina

Yukio Mishima creció entre esta tradición, marcada por el honor del guerrero y la sensibilidad artística, por un lado, y la imposición traumática de valores culturales occidentales. La tragedia de su muerte en su ritualizado suicidio tiene mucho que ver con las contradicciones entre estas dos realidades.

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“Las plantas y los árboles más bellos mueren por la maravilla de sus flores. Y lo mismo ocurre con la humanidad: muchos hombres perecen por ser demasiado hermosos” (Saikaku Ihara, “Todos los camaradas se hacen el harakiri”, 1687)

“El dolor podría resultar la única prueba de la persistencia de la conciencia en el cuerpo, la única expresión física de la conciencia” (Yukio Mishima, “El Sol y el Acero”, 1968)

La fidelidad y la deuda de honor eran más importantes en el Japón feudal que la pasión meramente sentimental. Entre los samurai de la Era Genroku (1688-1703) la relación amor-amistad era el resultado de esa fidelidad y su incumplimiento y deshonor correspondiente no podían provocar sino la muerte. El suicidio ritual por harakiri ha ocupado por siempre el imaginario romántico del occidental sobre la cultura japonesa, y nos recuerda cómo era ese mismo sentido del honor la base de la identidad de un individuo en nuestro propio pasado cultural. No obstante, habría que remontarnos a la Grecia clásica para encontrarnos relaciones homoeróticas vinculadas a la defensa del honor, puesto que la carga homofóbica del cristianismo impidió el desarrollo de estas prácticas (únicamente entendidas entre hombres libres) durante nuestra Edad Media. En Japón, sin embargo, son muy numerosos los testimonios que demuestran la existencia de tales relaciones entre los samuráis hasta el periodo de rápida occidentalización del país durante la época Meiji a partir de 1868. Es decir, algo relativamente reciente.

Uno de los libros favoritos de Mishima, el “Hagakure”, que data del siglo XVIII, explica cómo tales relaciones entraban dentro del “orden” y la “virtud”, vinculando estrechamente el amor con la muerte. Planteando la cuestión “freudianamente”, Eros y Thanatos equilibrarían la balanza de la tradición guerrera japonesa, junto a la pasión por la belleza y la naturaleza, tal y como lo desarrollaría, desde el punto de vista antropológico, Ruth Benedict en “El Crisantemo y la Espada”.

Yukio Mishima creció entre esta tradición, marcada por el honor del guerrero y la sensibilidad artística, por un lado, y la imposición traumática de valores culturales occidentales, debidos a la necesidad histórica de convertirse en un país industrializado e imperialista o ser engullido por la ambición colonial de las potencias europeas, tal y como ocurrió con el resto de Asia y África. La tragedia de su muerte en su ritualizado y muy preparado suicidio tiene mucho que ver con las contradicciones entre estas dos realidades. Defendió durante toda su vida la tradición japonesa, mientras debía reconocer su deuda con Dostoievski, Wilde, Camus o Goethe. Le fascinaban las historias épicas de los samuráis de la era Tokugawa y el entorno de los “onnagata” del teatro “No”, mientras quedaba hipnotizado por las representaciones barrocas de San Sebastián, en las que el dolor se mezcla con un placer morboso que queda reflejada en la ambigüedad de algunas de sus mejores novelas.

A Mishima le fascinaba la muerte. La belleza de la muerte violenta de un joven hermoso fue un tema de muchas de sus novelas, y, cuanto más dolorosa era esa muerte, más la sublimaba, convirtiendo el harakiri en el más alto honor al que podría llegar un hombre que quisiera dar sentido a su vida, como puede demostrarse en su novela “Caballos Desbocados” (1969). Hay muchas teorías acerca de las motivaciones del que él mismo se hizo el 25 de noviembre de 1970, tras secuestrar, junto a varios “tatenokai” de la guardia personal que él mismo había creado, al comandante de las Fuerzas de Autodefensa de Japón en su despacho. ¿Locura? ¿Acto pasional? ¿Protesta?

La del suicidio pasional afirma que, como homosexual, cometió “shinju” (doble suicidio pasional) con su discípulo-amante Masakatsu Morita, tras llegar al convencimiento de haber llegado a su “momento glorioso”, ese último gesto social que daría sentido a su vida. Gesto narcisista que ambos habían planeado tiempo atrás en su descabellado propósito de emular el ideario de la antigua tradición samurái, uniendo el honor personal a la firme creencia en la indisoluble relación entre el amor al emperador y al hombre al que estaba vinculado afectivamente. La figura del emperador justificaría el acto. De no ser así, sería una relación hueca. El propio Mishima comparaba la situación con un triángulo en el cual el emperador era el vértice y los dos amantes los ángulos inferiores. Volvemos a la dualidad “Eros – Thanatos”, presente en toda su literatura, de forma dramática pero también irónica y autoparódica, al igual que su deseo de combinar ese ideal con la realidad. Si separamos al autor de su obra podemos encontrar algunas narraciones de iniciación (fallida o no) en una masculinidad inalcanzable y una obsesión permanente por la búsqueda de la belleza.

Tras el tenso diálogo que mantuvo con los estudiantes izquierdistas en la Universidad de Tokio en 1968, publicó una entrevista en The Times unos meses después, en la que dejaba claras sus opiniones políticas: “Durante los últimos cien años, los japoneses hemos hecho enormes esfuerzos para convertir al país en paradigma de la civilización occidental. Tan anormal postura se ha traicionado a sí misma en muchas ocasiones… Después de la Segunda Guerra Mundial la gente pensó que los mayores defectos de los japoneses se habían puesto de manifiesto. De ahí en adelante el Japón se puso a la altura de los países industrializados y ya no tuvo necesidad de temer traicionarse a sí mismo. Sólo parecía necesario que nuestros diplomáticos propagaran que la cultura japonesa es amante de la paz, simbolizándola en la ceremonia del té y el ikebana… El Japón no ha tratado de mostrar a Occidente más que un perfil de sí mismo, una sola cara de la luna, mientras se afanaba por modernizarse. En ninguna época de nuestra historia se ha sacrificado tanto la totalidad de nuestra cultura… La hipocresía de las autoridades ha penetrado en las mentes de las gentes que no encuentran salida. Cada vez que la cultura nacional busca reconquistar su totalidad, ocurren incidentes casi demenciales”.

La contradicción entre occidentalización / consumismo y la necesidad de mantener una tradición cultural basada en los valores del honor tanto personal como nacional, lleva a Mishima a crear una especie de ejército personal, carente de armas, pero de gran efecto simbólico, los “Tatenokai”, de los que escribió lo siguiente: “Mi razón para crear el Tatenokai es bien simple. Ruth Benedict escribió una vez un libro famoso, “El crisantemo y la espada”. Tales son las características de la historia japonesa: el crisantemo y la espada. Después de la guerra se ha perdido el equilibrio entre ambos. Desde 1945 la espada ha sido ignorada. Mi objetivo es restaurar el equilibrio. Revivir la tradición samurai a través de mi obra literaria y mi acción…”.

Su profunda convicción en querer influir en el sentimiento nacional japonés le llevó a emular el “Incidente Shimpuren” de 1877, producido durante una revuelta dirigida por unos cien antiguos samuráis, que odiaban todo lo que fuera occidental y miraban con hostilidad al nuevo gobierno Meiji, que había prohibido el uso de las espadas. Atacaron un occidentalizado cuartel del ejército sin más armas que sus espadas y lanzas. Aquellos que no sobrevivieron, se hicieron el harakiri. Como creía que el Japón estaba sumido en el desastre, sólo la respuesta más extrema, el suicidio como acto de protesta, significaba “la consumación del conocimiento”. Y era necesario que se produjera de manera dramática porque el drama era el eje de las acciones de los héroes históricos del Japón antiguo. ¿Qué podría resultar más llamativo que entregar el final de su último libro, “La corrupción del angel”, y hacerse de inmediato el harakiri casi ante las cámaras de televisión? Quizás, como muchos artistas, veía su muerte como la última y más importante de sus obras. “Quiero hacer de mi vida un poema”, escribió en su juventud, y morir mediante el harakiri fue, seguramente para él, el acto sexual supremo, visto como una cuestión de entrega física y espiritual tanto a su amante como a su idealizada figura imperial vinculada a la “esencia” del pueblo japonés. En su conversación con Fusao Hayashi llegó a afirmar: “Para mí, el emperador, las obras de arte y Shimpuren son símbolos de pureza. Quiero identificar con Dios mi propia obra literaria… No hay nadie a quien pueda respetar en el Japón, la situación es desesperada, nadie se da cuenta excepto, quizás, el emperador”.

Pero hay que rastrear la personalidad de Mishima mucho más allá de su momento suicida. Y tenemos que reconocer que nuestra primera lectura con claras referencias a la homosexualidad fue su novela “Confesiones de una máscara” (1949), unas referencias que se vuelven aún más ricas y complejas en libros como la monumental “Colores prohibidos”. De todo lo que escribió, es en “Confesiones...” donde se revela mejor su carácter y aparecen claramente sus ideas estéticas, describiendo el lado romántico que le conduciría a su última decisión suicida: la muerte violenta es la belleza suprema, siempre que se muera joven. No obstante su primer libro se ve lastrado por algunos dogmas freudianos e imágenes tópicas de los que se desprendería en su narrativa posterior abordando la soledad, el desamparo o el triunfo simbólico de sus personajes masculinos o femeninos, siempre tentados por valores absolutos y a la vez arrastrados por una seductora decadencia que desvela a un creador obsesionado por alcanzar una imagen poderosa a partir de una adolescencia marcada por la debilidad, la inseguridad, los cambios sociales y las dudas eróticas.

El retrato que hace en “Confesiones de una máscara” de su admirado Omi, recuerda a su amante Masakatsu Morita, el jefe de los Tatenokai que le acompañó en el harakiri: “Algo en su rostro daba la sensación de abundante sangre circulándole copiosamente por el cuerpo; era una cara redonda, de huesos que resaltaban orgullosos en los pómulos morenos, labios que parecían cosidos en apretada línea, mandíbulas firmes y una nariz ancha pero bien formada y poco prominente”. El destino de Omi en el libro no es muy diferente que el de Morita. Le convierte en víctima de un sacrificio humano: “Omi había sido traicionado y ejecutado después en secreto. Una noche fue dejado en cueros y llevado al bosquecillo de la colina… La primera flecha se le clavó al costado del pecho; la segunda en la axila” (una clara referencia a San Sebastián). Las muertes de ambos se entrelazan en el mismo espectáculo de sangre, tal como fue el harakiri de Mishima.

 
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