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La Izquierda Diario
21 de febrero de 2015 Twitter Faceboock

Tribuna Abierta
¿Crisis de la fruticultura o crisis de un modelo excluyente de hacer fruticultura?
Belén Alvaro

En los últimos días la idea de “crisis de la fruticultura” vuelve a instalarse en los medios logrando reforzar ciertas nociones de sentido común inscriptas desde hace tiempo en quienes habitamos el Valle: que la fruticultura es una actividad cuya continuidad se encuentra paulatinamente amenazada, que los altos costos de producción se elevan por la puja salarial de los/as trabajadores/as y la falta de competitividad de los/as productores/as; y que las empresas son las únicas capaces de canalizar con “la eficiencia y la celeridad necesarias” este tipo de producción que el exigente mercado internacional demanda.

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No obstante, en el Alto Valle lo que está en crisis no es “la” fruticultura, sino una forma de organización social de la actividad liderada por el capital transnacional que se ha profundizado en las últimas décadas y que repercute de manera negativa y excluyente en los sectores más vulnerabilizados de la misma: chacareros/as y trabajadores/as.

Para poder comprender cómo se llega a este estado de cosas, hemos de enfocar en dos cuestiones fundamentales: 1-cómo se conforma y reproduce a lo largo de los últimos 30 años la cadena agroalimentaria en cuestión, y 2-el lugar que han ocupado en ella el mercado y el Estado. Devolverle historicidad al análisis de la cuestión frutícola nos permitirá ver claramente la lógica que opera y subyace al funcionamiento de la cadena frutícola, para luego des-mitificar la idea de “crisis de la fruticultura” y demostrar que la crisis la sufren puntualmente los sectores más vulnerables.
Al instalar la idea de “crisis de la fruticultura” los sectores dominantes de la cadena logran desdibujar las diferencias reales que existen y se profundizan al interior de la misma con cada ciclo productivo. Al mismo tiempo, logran apropiarse simbólicamente de las dificultades estructurales, reales e insoslayables que atraviesa el sector de los productores independientes (chacareros/as), para naturalizarlas como “las dificultades de toda la actividad” y utilizar su capacidad de negociación con el Estado en beneficio de la acumulación de capital que monopolizan.

La actividad frutícola, escenario de desigualdades

La actividad productiva frutícola tiene sus inicios a principios del siglo XX de la mano del capital inglés, como un tipo de producción complementaria a la instalación de redes ferroviarias en la región. La cadena frutícola regional se centra en la producción, acondicionamiento y comercialización de manzanas y peras. Actualmente se encuentra conformada por los siguientes sectores: trabajadores, productores no integrados, productores integrados (fruticultores), medianas, y grandes empresas y agentes comercializadorxs transnacionales/lizadas. Si bien históricamente los destinos de la cadena han sido la exportación, el consumo interno y la industrialización; la impronta distintiva de “complejo agroexportador” se ha mantenido desde sus inicios y constituye históricamente el destino más rentable de la producción.

En el período 2009-13 el volumen de exportación de este complejo agroexportador medido en millones de dólares, ha ido en ascenso continuo. Sólo se registra un descenso en el año 2012, luego de un récord inédito de precios alcanzado en 2011. En el devenir de la actividad la correlación de fuerzas de los distintos sectores que la componen, y el papel cumplido por el Estado han decantado en relaciones altamente asimétricas entre los actores de la fruticultura. A partir de los años ‘80 las empresas transnacionales/lizadas de la cadena, en tanto núcleo hegemónico del sector, han protagonizado procesos de integración bajo distintas modalidades. La compra de chacras para producción propia, contratos con productores por la adquisición de ciertas cuotas de fruta por adelantado fueron parte de los mecanismos que les permitieron obtener el control de proporciones mayoritarias y crecientes de la producción, de la comercialización tanto interna como externa mediante producción propia y de terceros, logrando reducir costos. De esta manera aumentaron sus márgenes de decisión en la comercialización con otros sectores, dando lugar a una rápida y cambiante concentración empresarial en el sector.

Tales configuraciones dan cuenta del creciente protagonismo que fue cobrando el capital transnacional en la dinámica de acumulación de esta actividad, generándose nuevas formas de organización –gestión, distribución y comercialización- de la producción, de alcance transnacional. En ese marco, las modalidades de negociación se volvieron cuasi-extorsivas para los sectores más vulnerabilizados.

Ya en la primera década del siglo XXI sólo diez firmas concentraban más del 80% de las exportaciones, al tiempo que aproximadamente el 50 por ciento del volumen de fruta de pepita exportada desde la provincia de Río Negro la proveían los/as pequeños/as y medianos/as productores/as. La forma de negociación de las empresas con productores/as no integrados/as es por acuerdos con distinto grado de formalidad e involucrando diversos grados de financiamiento de las tareas productivas en los casos en que esto es necesario. Todas estas modalidades pueden ser englobadas bajo lo que se denomina agricultura por contrato, un mecanismo de abasto de las agroindustrias que se ha expandido aceleradamente en las últimas décadas en todo el mundo, estimulada por los fluctuantes cambios en el consumo que las empresas terminan trasladando a los productores, y ayudado por la aplicación de políticas de ajuste estructural.

En su condición de tomadores/as de precio y vendedores/as de primera mano a un mercado oligopsónico, son subordinados/as paulatinamente a los crecientes requerimientos y controles de calidad del mercado, como son por ejemplo las denominadas “Buenas Prácticas Agrícolas”. Para los/as trabajadores/as el impacto de las nuevas exigencias también es sensible. Nuevas exigencias de calificación, precarias condiciones de vida y formas vulnerables de contratación no han sido cabalmente revertidas con las políticas para el trabajo agrario de los últimos años. Por su parte, el Estado –y especialmente a partir de la década del ’90, con la privatización de los servicios de riego (consorcios), se constituye en promotor del ingreso desregulado de capital transnacional, reforzando la excluyente dinámica del mercado que no se ha revertido en la última década.

La idea de “crisis” se instaló en este contexto. En un comienzo reflejando de las dificultades sensibles de gran parte del sector primario para sostenerse en la actividad. Más tarde, como caracterización estructural de la situación en que se encuentra la cadena. Así, la idea de “estado crítico” logra construir un clima donde las negociaciones entre los sectores se realizan en un marco de excepcionalidad, fragmentación y urgencia que condiciona las decisiones, presionando especialmente en los eslabones de la cadena con mayor premura para resolver la colocación de la fruta y menor capacidad de negociación.

Tal como nos es presentada la “crisis de la fruticultura” -de una forma ahistórica, natural, se esconde el hecho de que lo que está en crisis es una manera de organización de esta actividad productiva donde las empresas transfieren los riesgos y los requerimientos tecnológicos y de calidad a los/as productores/as primarios/as y trabajadores/as, y la producción alimentaria es supeditada y subsumida a las fuerzas desiguales del mercado.

En los últimos años, el deterioro de las condiciones de vida y reproducción social del eslabón primario queda manifestado en la facilidad con que otras actividades aún más desiguales y expoliadoras de la renta de la tierra logran instalarse en la zona (actividad extractiva: venta o alquiler de chacras, usos extractivos del suelo) como alternativa. Esto tiene que ver con una política de soberanía alimentaria y tenencia de la tierra productiva que en nuestro país no se ha dado. En este esquema el Estado (en su acción y en su inacción, dependiendo los momentos) refuerza las lógicas del mercado sentando las bases para que la valorización del capital encuentre sectores vulnerabilizados, empobrecidos y desmovilizados.

Claramente este artículo no agota las posibilidades -y necesidades- de pensar la actividad frutícola, su presente y futuro. Intenta por lo menos iniciar un camino de discusión donde se permita cuestionarse el perfil de la actividad frutícola (hoy protagónicamente agroexportador) y los objetivos alimentarios de la producción regional.

 
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