Como se recordará, la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado el 17 de octubre del año pasado, 78 días después de haber desaparecido, significó una importante “vuelta de página” en el caso. No era lo mismo si el cuerpo de Santiago no hubiera aparecido nunca.
Al aparecer allí, flotando en el Río Chubut, inmediatamente se fueron conformando dos, llamémosles, imaginarios generales que encarnan intereses sociales y políticos contrapuestos.
Uno de esos imaginarios dice sin titubeos que “Santiago se ahogó y no hay nada más que investigar o hacer”. Semejante afirmación se apoya en algunos de los datos surgidos de la autopsia. Una autopsia que fue muy compleja, donde participaron 55 peritos de todas las partes y que generó muchos más interrogantes que respuestas.
Es que muchos elementos que pueden explicar qué pasó con Santiago no pueden obtenerse con el mero estudio de su cuerpo.
Es más, parte de los mismos resultados volcados en la autopsia no sirven para determinar, al menos, cuándo y dónde murió Santiago. La autopsia no puede por sí misma explicar todo lo que sucedió ese mediodía del 1° de agosto en la Pu Lof de Cushamen. Sería, incluso, bastante infantil pensar que así pudiera ser.
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Apoyándose en esos datos parciales se generó un relato, un imaginario, que intenta resolver todo diciendo que Santiago se ahogó y, por lo tanto, no fue ni atacado por Gendarmería, no fue violentado y mucho menos fue víctima de una represión ilegal y feroz.
Se intenta “cerrar” el caso con la definición de “se ahogó”. Como si Santiago hubiera muerto mientras estaba intentando pescar truchas en el Río Chubut o sus amigos mapuches le estuvieran dando una clase de natación. O, siendo más benévolo, como si a Santiago le hubiera jugado una mala pasada la combinación de estado físico y estado del clima.
No
El otro imaginario (llamémosle así aunque dista mucho de pertenecer al terreno de la mera imaginación) que choca de frente contra el primero, está plagado de preguntas que, a un año de la desaparición forzada de Santiago, siguen sin responderse. En contraposición al otro, es un “imaginario” muy real y ajustado a los hechos.
Tan es así que, pese a las preguntas sin respuestas, este otro “imaginario” tiene algunas certezas. Una de ellas es que Santiago estuvo 78 días desaparecido. Otra, que el lugar donde se halló su cuerpo ya había sido rastrillado previamente al menos en dos oportunidades por el mismo personal que terminó encontrándolo. Una tercera, que su cuerpo apareció en un contexto muy particular (vale escuchar la entrevista que publica hoy este diario donde su hermano Sergio y su cuñada Andrea relatan pormenores de ese momento).
Sacando, lógicamente, a la tropa de la Prefectura Naval que realizó aquel rastrillaje final, al funcionariado político y judicial que interviene desde hace un año en la causa y a las y los exponentes más detestables y mejor pagos de algunas empresas periodísticas, hay una multitud de mortales que nos seguimos preguntando cómo fue que llegó ese cuerpo a ese lugar.
Y también este otro “imaginario” se basa en la certeza de que esa represión ilegal no fue una movida que se les ocurrió ese mismo día a los cavernícolas jefes de la Gendarmería de los escuadrones de Esquel, El Bolsón y Bariloche. Por el contrario, esa represión ilegal y salvaje fue el corolario de una operación muy bien planificada, acorde con el plan estatal de construcción de un “enemigo interno” en la Patagonia. Un enemigo interno constituido por una supuesta organización prototerrorista integrada mayoritariamente por jóvenes mapuches.
Campañas del desierto
Tanto antes del caso Maldonado, como durante los meses en que estuvo desaparecido y hasta el día hoy, hay una conducta inequívoca de parte del poder económico, del poder político y del poder judicial por aferrarse con armas y bagajes al primer imaginario, difundiéndolo masivamente a través de los múltiples medios (privados y estatales) que les pertenecen.
Y eso se expresa en infinidad de operaciones, que van desde entrevistas e informes periodísticos armados en mesas de negociación con funcionarios, hasta batallas de hashgtags encomendadas a ejércitos de trolls entrenados por la Jefatura de Gabinete, pasando por la divulgación de rumores efímeros pero ruidosos y por declaraciones irresponsables de altos referentes de Cambiemos.
Para quienes sostenemos el otro “imaginario”, esas operaciones son tan evidentes y claras como peligrosas. Y generan un verdadera grieta. No una grieta estúpida u oportunista sino una grieta inevitable. Una grieta entre quienes están del lado de los terratenientes de la Patagonia, del Gobierno y del Poder Judicial y de quienes estamos del lado de las comunidades mapuches (y originarias en general) que luchan desde la misma creación del Estado argentino contra la pérdida de sus tierras, de sus culturas y de sus vidas.
De un lado de esta grieta está el Estado de clase, con sus dueños capitalistas, sus fuerzas armadas (y de “seguridad”) y sus propagandistas, que llega a cometer lo más sorprendentes crímenes (por eso son crímenes de Estado) en pos de su superviviencia. Crímenes que se van sucediendo y repitiendo en modus operandi, en imágenes y en discursos. Crímenes que, aunque cambien los personajes y las caras, siempre dejan a las víctimas de un lado y a los victimarios del otro (casi siempre impunes).
Del otro lado de esta grieta estamos la mayoría del pueblo trabajador y los sectores oprimidos, quienes mayoritariamente denunciamos que Santiago fue víctima de una represión, de una desaparición forzada y de una muerte de cuyo resultado son responsables varios resortes del Estado articulados entre sí.
Y eso va más allá de si a Santiago la Gendarmería se lo llevó o no ese mediodía, si lo mataron y lo “plantaron” en el río o no. Va mucho más allá de lo que puede llegar a existir como “ilegalidad” de parte de los mapuches que ocupan un territorio que reclaman por ancestral (La Pu Lof de Cushamen reclama 1,300 hectáreas del millón que posee Benetton). Va mucho más allá de las posibilidades que haya de que Santiago haya incurrido en algún “delito” tipificado en el (también burgués) Código Penal. Va mucho más allá, en definitiva, de las tres o cuatro cosas de las que se agarra el discurso oficial para sostener su “imaginario”.
Valga una aclaración. Somos conscientes de que de este lado de la grieta también marcha una banda de oportunistas, para quienes la Gendarmería de Bullrich es totalmente diferente a la de Berni. Para quienes los mapuches de Chubut son de una estirpe diferente a los qom de Formosa. Para quienes Milani era un poco menos genocida que Astiz y por eso no había problema en que fuera jefe del Ejército. Hipócritas para quienes Julio López fue menos desaparecido que Santiago. Lo sabemos. Pero que le expliquen sus miserias a la familia de Santiago, de nuestra parte no hace falta.
Mensaje de Estado
Hay una explicación de por qué el imaginario sostenido por el Estado y sus aliados necesita ser sostenido a como dé lugar. Si nos preguntáramos cuál es el imaginario que hay alrededor de otros casos emblemáticos de violencia estatal o paraestatal con encubrimiento institucional, como el de Luciano Arruga o el de Jorge Julio López, en muchas cosas se emparentaría con el de Santiago, pero en otras no. Los tres desaparecieron (López sigue desaparecido) pero, aunque los tres generaron, como tantos otros casos, gran movilización popular, en cada caso el Estado buscó dar mensajes distintos.
Con López, en 2006, el Estado dejó hacer a los desaparecedores lo que quisieron. Al tiempo que desde la Casa Rosada se hablaba del “compañero Tito” y se hacía como que se lo buscaba, el Estado de conjunto garantizó la impunidad más absoluta. Ni una pista más o menos firme. Ni un imputado.
El mensaje no era otro que el amedrentamiento de los testigos en los juicios de lesa humanidad. López fue clave para condenar a Etchecolatz. Y el Estado, que se niega sistemáticamente desde 1983 a abrir todos los archivos de la dictadura cívico-militar, no podía permitirse que los sobrevivientes fueran a fondo para meter a todos los genocidas en la cárcel. Por eso el encubrimiento en estos doce años.
Con Arruga, en 2009, el Estado acompañó a la Policía Bonaerense en su crimen. El desprecio estatal hacia la familia de Luciano fue total. La hermana del joven, desaparecido por negarse a robar para el destacamento de Lomas del Mirador, se cansó de pedirle una entrevista a Daniel Scioli. Mientras tanto el gobernador le daba más y más poder de fuego a la misma policía implicada en mil y un casos de violaciones a los más elementales derechos humanos.
¿No era un claro mensaje a los miles de jóvenes pobres de las barriadas del conurbano bonaerense, a quienes no se les da ni trabajo ni estudio y terminan siendo la carne de cañón del gran delito del que participan las mismas bandas armadas del Estado? Ni siquiera su cuerpo hallado en una tumba NN del cementerio de la Chacarita en 2014 generó el más mínimo interés por parte del poder político y judicial.
Pero ni López ni Arruga eran parte o representaban directamente a algún “enemigo interno” creado por y funcional al Estado en sus planes económicos y políticos. Maldonado sí. Igual que Rafael Nahuel. Pero encima Santiago no era mapuche, sino un joven blanco, artista y comprometido desde la ideas con esa causa.
¿Cuál es, entonces, el mensaje del Estado en este caso? Que toda persona que ose ponerse del lado de quienes reclaman lo que les pertenece y les viene siendo arrebatado desde hace siglos corre riesgos demasiado grandes, incluso de muerte. No hay palabra, gestualidad, mirada o acción de Patricia Bullrich, Pablo Noceti, Germán Garavano, Gonzalo Cané y demás funcionarios que no estén impregnadas de ese odio de clase y racista.
Ese odio, esas ansias de perpetuar la opresión de los mapuches y de castigar a sus acompañantes, también impregna cada editorial sobre el caso proveniente de las usinas periodísticas oficialistas.
Por lo antedicho, imagine quien mira esta foto a qué personas de entre todas las que conoce colocaría dentro de ella. ¿Y a quiénes no podría poner de ninguna manera? Ahora imagine, ¿se ve usted adentro o afuera de esa foto? |