Si logras que el público piense que los malestares y dolores de su vida son fácilmente solucionables con una píldora, entonces tendrás un fenómeno de mercadeo que generará decenas de millones de dólares cada año. (BBC, 2017)
¿Qué es la depresión?
Contrario al uso coloquial del término, la depresión no es sinónimo de tristeza. Según la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, la depresión –formalmente trastorno depresivo mayor– es una enfermedad común y seria que afecta negativamente cómo nos sentimos, pensamos y actuamos.
Este problema de salud mental, que disminuye profundamente las habilidades funcionales en todos los ámbitos de la vida, se caracteriza principalmente por los siguientes síntomas: un estado anímico melancólico y afligido, pensamientos negativos y suicidas, sentimientos de culpa y falta de autoestima, apatía y pérdida de interés y placer (incluso en las actividades que usualmente se disfrutan), fatiga y pérdida de energía, dificultad para concentrarse y tomar decisiones, cambios en el apetito e inestabilidad en el ciclo de sueño.
Según los manuales de psiquiatría, estos síntomas –que pueden variar en intensidad– deben presentarse durante al menos dos semanas para poder considerarse como una depresión.
La mente humana es altamente compleja y la psiquiatría –así como el resto de las disciplinas que estudian la mente– es bastante reciente; por lo tanto, aún no hay un consenso definitivo respecto a cuáles son las causas (tanto bioquímicas-neurofisiológicas como psicosociales y culturales) que producen la depresión.
Lo que sí podemos afirmar es esta dolencia mental representa un serio problema de salud, que afecta a cientos de millones de personas en todo el mundo.
De hecho, la Organización Mundial de la Salud afirma que la depresión es “la principal causa mundial de discapacidad y contribuye de forma muy importante a la carga mundial general de morbilidad”. Se estima que aproximadamente una de cada seis personas sufre de depresión, y que esta suele manifestarse por primera vez a partir de la adolescencia tardía. La depresión es mucho más frecuente en mujeres que en hombres, tanto que algunos estudios afirman que alrededor de un tercio de las mujeres experimentarán un episodio depresivo en algún punto de sus vidas. Este fenómeno se está estudiando en ciencias sociales desde la perspectiva de género.
¿Qué son y cómo funcionan los antidepresivos?
La depresión, desde el discurso dominante en torno a la salud mental, se encuentra asociada a niveles bajos de serotonina. La serotonina es un neurotransmisor, es decir, un químico que transmite señales de una neurona (célula del sistema nervioso) a otras células de nuestro organismo.
Básicamente, la serotonina, junto con otro neurotransmisor llamado dopamina, son las sustancias responsables de que nos sintamos “bien”. Debido a esto, los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (SSRIs por sus siglas en inglés), que regulan la cantidad de serotonina disponible, son los antidepresivos que más se prescriben.
Entre los SSRIs se encuentran todos esos medicamentos que muchos seguramente hemos escuchado nombrar en series y películas estadounidenses: Prozac, Zoloft, Paxil, Lexapro, etc.
Cuando se dice que la depresión es resultado de un desequilibrio químico en nuestro sistema nervioso, a lo que se refiere en concreto es a la falta de serotonina. Es decir, los antidepresivos no operan introduciendo una sustancia ajena a nuestro organismo, sino que compensan una supuesta deficiencia de algo que producimos naturalmente.
Sin embargo, no ha habido estudios –a excepción de aquellos financiados por las propias farmacéuticas– que confirmen plenamente esta teoría del desequilibrio bioquímico, y en muchos casos las personas no responden bien a los antidepresivos. Según algunos estudios, los antidepresivos solo son más efectivos que los placebos en 20-30% de los casos.
¿Cuál es el rol de las corporaciones farmacéuticas en todo esto?
Las grandes corporaciones farmacéuticas tienen una influencia muy fuerte sobre la psiquiatría y la medicina en general: financian estudios, producen e impulsan medicamentos, gastan grandes cantidades de dinero en publicidad y promoción, etc. Como cualquier otra empresa capitalista, su fin último es maximizar las ganancias.
No debería de sorprendernos, entonces, de que existan abundantes estudios evidenciando cómo múltiples corporaciones han manipulado datos de las investigaciones que financiaron para sacar antidepresivos al mercado, o que los estudios patrocinados por las mismas empresas siempre den resultados más positivos que los independientes.
La relación simbiótica entre la psiquiatría y la industria farmacéutica es bastante evidente. En 1980, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA por sus siglas en inglés) publicó la tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM-III). Este libro presentó una amplia gama de nuevas enfermedades que permitieron a las compañías farmacéuticas desarrollar toda una serie de nuevos medicamentos, que luego fueron intensamente comercializados.
Además, la extensa variedad de etiquetas reconfortaba a los pacientes con la seguridad de que no eran los únicos que sufrían su padecimiento, mientras que dotaba a los psiquiatras con la legitimidad y autoridad de saber qué hacer, porque tenían identificado el trastorno y, por lo tanto, el tratamiento –léase medicamento– necesario.
A finales de 1987, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (USFDA) empezó a aprobar los SSRIs, y así comenzó el boom de los antidepresivos, específicamente a partir del famoso Prozac.
Fue así como, mediante un marketing agresivo sustentado en el DSM-III, los SSRIs se presentaron al público como una alternativa efectiva y segura para tratar la depresión. "Si logras que el público piense que los malestares y dolores de su vida son fácilmente solucionables con una píldora, entonces tendrás un fenómeno de mercadeo que generará decenas de millones de dólares cada año." (BBC, 2017) Efectivamente eso es lo que han hecho estas empresas desde entonces.
Actualmente, la epidemia de depresión es aún más crítica que antes de que los SSRIs arrasaran con el mercado.
A pesar de esto, las corporaciones farmacéuticas están invirtiendo cada vez menos recursos en investigaciones para desarrollar nuevos medicamentos, debido a que ya no les resulta tan lucrativo.
Está claro que curar enfermedades no es un modelo de negocio rentable para este sistema económico. Además, resulta fútil que se investigue la salud mental en función de producir nuevos medicamentos-mercancías, en vez de estudiar y atender las causas de raíz del problema con el fin de encontrar soluciones integrales.
Si bien los antidepresivos pueden ser un complemento efectivo a la psicoterapia y nos han ayudado a muchos a salir de profundas y sofocantes depresiones, ¿por qué habríamos de dejar el futuro de nuestra salud en manos de empresas que solo buscan lucrar con nuestro malestar psíquico?
*Andrew Richard es estudiante de Antropología, de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. |