Mayo 68. La revuelta francesa y sus huellas en Argentina (Ariel, 2018), de la socióloga y periodista Lucía Álvarez, se propone reconstruir la significación histórica del Mayo Francés en tres niveles: las interpretaciones de las que fue objeto, los distintos registros discursivos y políticos que convergieron en el Mayo como acontecimiento, y su recepción en el campo político-cultural local de fines de la década del ‘60. Si bien no ofrece un balance político acabado, se advierte una recuperación del Mayo como productor de una nueva hipótesis política en la que parecieran inscribirse las simpatías de la autora: la de la irrupción de los movimientos sociales como nuevos sujetos de la acción social en reemplazo de la clase obrera como sujeto social y del partido revolucionario como sujeto político.
El libro comienza con un repaso por las disputas interpretativas en torno al proceso del ‘68, aquello que Álvarez llama el Mayo-representación en tanto distinto al Mayo-acontecimiento. A modo de periodización, rastrea una “historia de la historia del Mayo”, diferenciando tres momentos interpretativos: el que se abrió inmediatamente después de los acontecimientos del ‘68; el que comenzó a fines de los ‘70 y se extendió en los ‘80 con la lectura que llama arqueo-liberal; y el que abrió Nicolás Sarkozy en la campaña electoral de 2007, pretendiendo la clausura histórica y sobretodo política del Mayo. Sobre la primera etapa, el libro pasa somera revista de algunos de los tópicos centrales del debate político e ideológico de la Francia del ‘68. El balance del Mayo como una revolución traicionada que denunciaba el accionar del PCF y la CGT, la idea de Mayo como la rebelión de las tres M por la influencia de la revolución cultural china de Mao Tse Tung, la teoría de Karl Marx sobre la explotación y las críticas de Herbert Marcuse a la integración del proletariado en el capitalismo post-industrial. La mirada situacionista del Mayo que, de la mano de los postulados de Guy Debord, lo tematizó como una crítica a la sociedad del espectáculo, como impugnación violenta de una vida atravesada por la lógica de la mercancía, las imágenes y la sociedad de consumo. Álvarez señala que, contradictoriamente, Mayo también fue asociado al estructuralismo y al post estructuralismo de Louis Althusser, Jacques Lacan, Michel Foucault, Claude Lévi-Strauss, Jacques Derrida o Gilles Deleuze, cuando este sector de la intelectualidad, sino se mantuvo al margen de los acontecimientos, hizo sólo apoyos limitados que no implicaron compromiso militante alguno. Esta definición requeriría algunas precisiones. En el caso de Foucault, por ejemplo, es tan cierto que no formó parte del movimiento como que su actividad se politizó a partir del mismo, de lo que dio cuenta su fundación del Grupo de Información sobre las Prisiones para denunciar las condiciones carcelarias y el diálogo político que emprendió con el maoísmo. El activismo estudiantil del Mayo se opuso a los postulados estructuralistas, incapaces teórica y por tanto políticamente de dar cuenta de las tendencias del movimiento, de lo que surgió la conocida interpelación “las estructuras no bajan a la calle” [1].
La lectura del Mayo como revuelta antiburocrática de la mano de Cornelius Castoriadis, que caracterizaba a la URSS como un capitalismo burocrático, y Claude Lefort, que vio en el Mayo una democracia salvaje contra el poder y contra los partidos y sindicatos que decían combatirlo.
El segundo ciclo de interpretaciones es el que se abrió hacia fines de la década del ‘70, en el contexto de la crisis de los regímenes stalinistas y el avance de las dictaduras en América Latina, donde se emprendió un revisionismo que Álvarez denomina como la arqueología liberal. Un Regis Debray, que había pasado de ser teórico del foquismo a asesor del ex presidente francés François Mitterrand inauguró esta revisión en su Mayo 68, una contrarrevolución exitosa, planteando que este había colaborado en la eliminación de la figura del proletariado y en acentuar la mercantilización del individuo, jalones necesarios para el avance del modelo neoliberal. Mientras este avanzaba a nivel mundial en la década del ‘80, autores como Gilles Lipovetsky, Luc Ferry y Alain Renaut reforzaron la idea del Mayo como cuestión generacional, como mera “fiesta juvenil” que había actuado como cuna de la sociedad postmoderna de consumo.
Al tercer y último ciclo de interpretaciones Álvarez lo ubica hacia 2007, en la víspera del 40° aniversario del Mayo Francés, donde Sarkozy introdujo en la campaña electoral una fuerte condena al Mayo como responsable de los principales problemas de la sociedad francesa (relativismo moral e intelectual, fin de la autoridad, odio a la familia, la sociedad y el Estado).
Si bien contiene algunas referencias contextuales, esta reconstrucción interpretativa se emprende desde un ángulo ajeno a la situación de la lucha de clases, con lo que la disputa interpretativa aparece como esfera independiente de la disputa social, que es la que condiciona qué miradas históricas rivalizan y prevalecen en cada momento. La revisión liberal fue la expresión de una ofensiva ideológica general que acompañó a la reacción económica burguesa en su intento de desterrar todo horizonte de impugnación social y política del orden capitalista. En 1986, mientras se hablaba de los jóvenes franceses como una bof generation, los estudiantes realizaban movilizaciones masivas contra el intento del gobierno del imponer la llamada ley Devaquet para implementar procesos de selección para la entrada a la Universidad, el antecedente fallido de la actual política de Macron. El fin del boom económico de postguerra venía dando lugar a despidos masivos en la industria que sufrieron particularmente los inmigrantes, crecientemente ubicados a la vanguardia de la lucha. El gobierno “socialista” de Mitterrand azuzaba el odio anti-inmigrante y particularmente anti-musulmán para poner al país contra los obreros en huelga, difundiendo consignas como “trabajo sólo para los franceses” o “universidades sólo para los franceses”, mientras los medios de comunicación denunciaban a los huelguistas norafricanos de Citröen, Renault, Talbot como “ayatollahs en las fábricas”.
Fue esta creciente lucha de clases la que alentó la recuperación del “Mayo postmoderno”. Se buscaba evitar que esa nueva clase obrera que nacía a la lucha, que además tenía rostro inmigrante, se mirara en aquel espejo. De hecho, para 1989 en el bicentenario de la Revolución Francesa la operación revisionista, que encontró en François Furet su extremo derecho, consistió en negar la vigencia del cambio revolucionario. La revisión del Mayo fue parte de este clima general de época teñido por la idea del fin de la revolución y de la clase obrera como sujeto revolucionario, que proporcionaron un importante sustrato ideológico en momentos en que reemergía la crisis en la metrópolis y la burguesía desplegaba una ofensiva internacional.
Del mismo modo, si Sarkozy eligió demonizar al Mayo en la campaña electoral de 2007, fue para conjurarlo como ejemplo a seguir por parte de una juventud que nuevamente se revelaba como sujeto político. Primero fue la revuelta de las banlieues en 2005 donde una Francia inmigrante, joven, periférica y precaria emergió con fuerza contra el accionar de una policía racista y xenófoba. Luego fue ron las movilizaciones juveniles multitudinarias en 2006 contra el precarizador Contrato de Primer Empleo de Villepin. Las encuestas realizadas en el 2008 en jóvenes de entre 15 y 24 años arrojaron que un 76 % consideraba que el Mayo había tenido un impacto positivo en la sociedad francesa [2]. Era contra ese presente, y la posibilidad de su radicalización, que Sarkozy demonizó la tradición histórica del Mayo en la campaña electoral.
Los dos capítulos del libro destinados a indagar la significación del Mayo exponen una voluntad de rescatar su caracter contradictorio como signo distintivo. El Mayo es definido como “deseo de revolución y crítica de la revolución; cuestionamiento a una sociedad de consumo y demanda de integración a la misma; un movimiento de masas que rechaza la figura del poder tanto como la sitúa en el centro de la discusión política. Es además una revuelta estudiantil, con reclamos y agendas específicas, que niega al estudiante como sujeto revolucionario y se sueña (y proyecta) como revuelta obrera. Así como es el paro general más importante de la historia de Francia, llevado a cabo por obreros que deseaban, antes que una crisis de la sociedad de bienestar, una integración plena a la misma” [3]. Es que Álvarez enfatiza los variados registros simultáneos que encontraron una efímera convergencia productora de sentidos en el Mayo-acontecimiento. Aquí se advierte una comprensión del acontecimiento en clave badiouísta, como encuentro imprevisible e incalculable, movimiento irruptivo generador de rajaduras en el tejido de la realidad convencional y donde los sujetos son producidos por su fidelidad al propio acontecimiento. De aquí que sólo pueda ofrecerse una mirada movimientista del Mayo, que busca instantáneas del acontecimiento pero excluyendo por anticipado toda posibilidad de balance histórico-político sobre sus alcances y limitaciones, y menos aún sobre los canales para retomar esa experiencia bajo las coordenadas del presente.
El libro rescata un Mayo que permitió un encuentro efímero de heterogeneidades sociales, simbólicas y políticas. Desde su carácter movimientista con el nacimiento de espacios de enunciación y organización por fuera de todo aparato de representación, expresado en la retórica de figuras como Cohn Bendit que pasaron de una crítica cultural del modelo universitario por su elitismo, tradicionalismo y su conservadurismo cultural a la crítica al capitalismo y la sociedad de consumo, al sistema de poder alienante, burocratizado y despersonalizado; pasando por las alas del movimiento estudiantil que buscaron ligarse a la clase obrera mediante los comités de acción de trabajadores y estudiantes; hasta la huelga general más importante de la historia francesa. Frente a la denuncia de la traición del PC por parte de las alas izquierda del movimiento, Álvarez señala no sólo que aquel tenía una base electoral y sindical conservadora, poco proclive a salir a las calles y menos aún a una salida revolucionaria, sino que existía una clase obrera integrada a la sociedad de consumo reticente a una ruptura radical del orden social. Esta visión se emparenta con los planteos que Marcuse había formulado en El Hombre unidimensional, donde la pregunta por la vigencia de la clase obrera como sujeto revolucionario en el contexto de la sociedad unidimensional de control y confort burgués lo había llevado a generalizar como condición estructural del conjunto de la clase obrera la situación específica de algunos de sus sectores más altos en los países imperialistas [4].
En relación a sus ecos en Argentina, que aborda en el quinto y último capítulo, Álvarez se centra en los procesos de recepción, es decir en los modos en que fueron adaptadas o difundidas localmente las obras e ideas emanadas del Mayo, preguntándose por cuál de las interpretaciones fueron importadas y qué productividad tuvieron en el campo del debate político-ideológico nacional. Destaca que la tendencia general fue a la primacía de una ideología tercermundista que hizo que los protagonistas de la lucha social se viesen poco reflejados en el espejo de los movimientos europeos y más en procesos como Cuba, Vietnam o Argelia. Una escena local domina da por el peronismo y, aunque en mucho menor medida, el comunismo, explica bastante de la poca receptividad del Mayo, condenado por su vanguardismo. Mientras algunas revistas político-culturales como Primera Plana valoraron la faz del Mayo como crítica cultural, u otras como Marcha o El Escarabajo de Oro tematizaron, en torno al Cordobazo y el Mayo Francés, la cuestión de la revuelta mundial de la juventud, muchas hicieron escasa o negativa referencia al Mayo. Entre estas últimas se encuentra Problemas del Tercer Mundo, anclada en una marcada crítica al europeísmo (al que entendía como inhibidor de la cuestión nacional) o el semanario de la CGT de Los Argentinos, dirigido por Rodolfo Walsh, que sólo hizo referencias negativas al proceso francés. Por su parte Roberto Santucho, que había estado en París en pleno 1968, fue muy crítico de lo que juzgó como infantilismo de las acciones juveniles desde una visión foquista de la lucha de clases. En este contexto, hubo destacadas excepciones, como las del grupo Pasado y Presente que dedicó uno de sus cuadernos a discutir sobre la revitalización de la perspectiva revolucionaria que abría el Mayo en el centro mismo del imperialismo.
Por último, resulta forzada (por no decir tramposa) la imagen que da el libro de un Perón ubicado a la izquierda del campo vindicador del Mayo, que en sus intercambios epistolares con García Elorrio y Hernández Arregui conminó a la juventud argentina a imitar a la francesa señalando “es el comienzo de la verdadera revolución que hoy, sostenida por la juventud y los trabajadores, comienza a demostrar que si la revolución es ya un instinto en los países subdesarrollados del Tercer Mundo, lo es también en los pueblos de las naciones superdesarrolladas” [5]. Para que esto resulte creíble, habría que hacer abstracción de la propia historia argentina. El coqueteo discursivo del Perón del exilio con los movimientos revolucionarios se vio desmentido por el accionar del Perón-presidente, como lo demostró la feroz represión desatada contra las alas guerrilleras de su propio movimiento, el aval a la fascista Triple A y la contención de la lucha de clases, que muy difícilmente puedan encajar en la herencia insubordinada del Mayo. Es que acaso, al fin de cuentas, la lectura sugerida quede entrampada en cierta tradición local para la que “todos los movimientos terminan en el peronismo”.