Hay diversas maneras de responder quién fue María Isabel Chorobik de Mariani. Acá, su propio relato de los hechos que la llevaron en 1977 a fundar, junto a un puñado de luchadoras, las Abuelas de Plaza de Mayo.
Si no sabés quién fue Chicha Mariani, preparate para un relato tan intenso como conmovedor. Aunque no tengas ningún compromiso militante, aunque sea solo por humanismo, vas a sentir que la historia de esa mujer por sí sola alcanza para colocarla en el lugar reservado solo a las personas imprescindibles.
“Clara Anahí tenía la oreja muy parecida a la mía. Así que fui a que me fotografiaran la oreja. Ha andado por todo el mundo esa foto. Así que cuando viene una chica a preguntar si puede ser Clara Anahí (porque vienen muchas, eh) lo primero que miro es la oreja... De mí dijeron que estaba loca, sí”.
En el podcast (al final de esta nota) la voz de Chicha suena serena. Pero no es serenidad. Es conciencia de que solo puede relatar el horror y la tragedia personal a través del filtro de la paciencia. Porque si ese horror fue político, ella debe dar la mejor respuesta política.
Para darse una idea de quién fue Chicha debería bastar el dato de que fundó, a fines de 1977, junto a un puñado de mujeres desesperadas, las Abuelas de Plaza de Mayo. “Habría que darle un nombre a esa valentía de las mujeres. Las he visto yo...”, decía tomando una curiosa distancia, quizás para no reconocer su propia valentía y entereza frente a tanta crueldad genocida. Y frente a tanta impunidad.
Foto: Pablo Piovano
El relato que sigue integra la compilación de Julio Nosiglia titulada Botín de guerra, publicada en marzo de 1985 por las propias Abuelas de Plaza de Mayo. Los hechos narrados por Chicha ocurrieron entre el 24 de noviembre de 1976, cuando la Policía Bonaerense bombardeó la casa de La Plata donde vivían su hijo, su nuera y su nietita de tres meses, y fines de 1977, cuando junto a Licha de la Cuadra, Mirta Baravalle, Elsa Pavón y otras pocas mujeres se organizaron para darle pelea al genocidio.
Fake news
Antes de leer a Chicha en profundidad, vale recordar el parte policial del 25 de noviembre de 1976, cuyo texto completo fue reproducido por los diarios La Nación, La Prensa y El Día de La Plata, entre otros, a modo de “crónica periodística”.
“A las trece y treinta del día de ayer, personal de las Fuerzas de Seguridad se hizo presente frente a la vivienda sita en la Calle 30, entre 55 y 56 de la ciudad de La Plata (provincia de Buenos Aires) en razón de haberse recepcionado una denuncia de que en el lugar funcionaría una imprenta clandestina perteneciente a un grupo de terroristas. En cuanto el personal policial descendió de sus vehículos, fue agredido desde el interior de la casa con disparos de armas de fuego automáticas, produciéndose un intercambio de disparos. Poco tiempo después concurrieron al lugar tropas del Ejército (…) dado lo intenso del tiroteo, se interrumpió el tránsito vehicular y peatonal en la zona. En razón de la sostenida resistencia de los ocupantes de la vivienda, al cabo de varias horas de intercambio de disparos fue menester emplear explosivos, con lo que se redujo a los sediciosos y se logró el acceso a la finca –seriamente dañada por el combate– hallándose, en efecto, una imprenta clandestina perteneciente al grupo ‘Montoneros’, instalada en los fondos de la casa y los cadáveres de siete personas mayores, tres de ellas carbonizadas a consecuencia del incendio provocado por el episodio bélico (…) se identificó a Roberto César Porfidio, Juan Carlos Poiris, Eduardo Mendiburu y Diana Esmeralda Teruggi, no lográndose de inmediato la identificación de los tres restantes por la carbonización de sus papilas dactilares. Consultados los vecinos del lugar acerca de los habitantes de la finca, algunos manifestaron que allí vivía un matrimonio con un bebé (…).
Ella, la verdad
María Isabel Chorobik era muy elegante. Esposa de Enrique Mariani, en aquel entonces director del teatro Colón, se dedicó a la docencia, a la pintura y a la cerámica. El miércoles 24 de noviembre de 1976, mientras Enrique se encontraba de gira en Italia, Chicha sufriría una drástica y trágica transformación en su vida. Las bombas, las muertes, la tortura, Camps, los obispos, el terror, la soledad, la nieta...
“Todo ocurrió un miércoles 24 de noviembre. Los miércoles eran los días que traían a mi nietita a mi casa”, arranca Chicha. Y continúa...
Las estaba esperando
“Era ese día en el cual yo no trabajaba en el colegio por la tarde. Mi nuera -adorada por nosotros como una hija- la traía enseguida de almorzar y yo la bañaba, la cuidaba, conversábamos... Tenía tres meses.
Ese miércoles, como siempre, las estaba esperando. La noche anterior me había telefoneado Diana. Yo había recibido una encomienda de mi marido, que estaba dirigiendo en Italia: una caja de bombones kilométrica y un camisón. En cuanto vi el camisón -que era una artesanía, hermosísimo- inmediatamente pensé en regalárselo a Diana, como me gustaba regalarle todo lo lindo que llegaba a mis manos.
Ella me llamó esa noche para decirme que me iba a traer la nena al día siguiente. Le pregunté si iban a venir los dos y me respondió que no, que mi hijo tenía que ir a Buenos Aires y que ella me traería la nena como siempre, en su Citroneta.
Le dije: -Bueno, vení, porque tengo algo para regalarte.
A su pregunta acerca de qué era, le respondí: -Algo lindísimo.
Yo sabía que le iba a quedar muy bien, porque era alta como yo. Le iba a gustar mucho. Todavía está ahí, envuelto, sin estrenar, esperando que un día la nena lo tenga...
Le dije que también me habían regalado unos bombones y que yo había abierto la caja pero que la iba a dejar así, hasta cuando ellos vinieran, porque eran muy ricos. Al otro día, cumplí mis tareas en el colegio y me vine rápidamente, para tener todo listo, sobre todo el baño para la nena, porque pensaba que me la traerían más o menos a las dos de la tarde.
Las bombas, la hermana de Massera, los alumnos
Preparé todo y me puse a tejer una batita color rosa... Y en eso, oí una bomba. Era la una y media más o menos y yo estaba esperando que de un momento a otro llegara Diana.
Sentí esa bomba y enseguida otra y otra y otra. Estaba una señora que limpiaba la casa -más amiga que empleada-, una señora de edad y corrí a decir: -Doña María, escuche, ¿qué es esto?... Escuche, ¿qué es?
Y empezamos a oír sirenas. Pasaban autos. Estábamos a quince cuadras, un poco más quizás. Por supuesto que no se me ocurría que pudieran ser ellos, de ninguna manera, pero... sentía una desesperación... De repente, no pude seguir tejiendo. Dejé todo suspendido. Ni siquiera terminé la hilera, la dejé en la mitad. Sin terminar de sacar un punto.
Y me fui a la casa de una amiga, una amiga que vivía muy cerca, una amiga de la infancia. Estuve un rato allí, pero seguía muy inquieta: pasaban helicópteros, toda la gente estaba en la calle, era un bombardeo continuo, no paraba. Y yo sentía... bueno, se ve que mi corazón captaba lo que estaba pasando. Eran cañonazos, era la muerte.
Yo, mientras tanto, iba y venía y volvía a mi casa, corriendo. Y me encontré al pasar con una señora que era inspectora de colegios y vivía a media cuadra y era la hermana de Massera. Estaba con todos sus nietos afuera: ¿Y tu nieta?, me preguntó. Y yo le contesté: -La estoy esperando, pero no sé si con esto me la van a traer. Me respondió: -Mirá cuantos tengo yo... Y me mostraba los nietos.
Así llegaron las cuatro de la tarde y seguía el bombardeo y yo... yo... yo lloraba. Bueno, claro, también tenía que computar esto: que siendo profesora del colegio secundario y de la universidad, poco a poco fueron matándome mis alumnos. Me iban matando alumnos y alumnos. Era cuestión de abrir el diario todos los días y ver cual alumno habían abatido el día anterior. Estaba destrozada con todo eso. Por eso pensaba, amargamente: -Serán algunos chicos. Pero nunca imaginé que fueran los míos.
La larga noche
Me quedé, al final, en mi casa, por si venía Diana: siempre esperaba que viniera Diana, con la nena. Y temiendo que pasaran cerca de... porque el bombardeo era para el lado donde ellos vivían, yo me daba cuenta de que era para ese lado. Pero no llegaron.
Como a las ocho de la noche me llamó mi madre diciéndome que mi papá se había descompuesto y me pidió que fuera hasta su casa, en City Bell. Fue providencial ese llamado, porque esa noche vinieron las fuerzas conjuntas por mi casa. Dormí en lo de mis padres entonces y al otro día, a la mañana... leí el diario y escuché la radio -Radio Colonia- y ahí me enteré...
Entonces me fui para mi casa, en el ómnibus. Cerca ya, tomé un taxi -yo vivía en la Calle 44 de La Plata, una avenida que se une con el camino a Mar del Plata- y cuando iba dando la vuelta, frente a la plaza, vi que había un montón de gente reunida frente a casa. Estaban todos los vecinos afuera, angustiados, porque muchos de ellos pensaban que yo estaba adentro, muerta.
Esa noche habían venido todas las fuerzas, en camiones. Y había un soldado -me contaron después- que daba cada tanto la vuelta a la manzana disparando tiros al aire, para que nadie se asomara y conminaba a los vecinos a esconderse.
Ametrallaron el portón de hierro de mi casa y por supuesto ametrallaron y destruyeron también el auto. En realidad, destruyeron todo.
La casa deshecha
Cuando yo quise entrar, los vecinos entraron conmigo y alguien me avisó que tuviera cuidado con el umbral: habían roto una lámpara -yo hago cerámica y hacia bases para lámparas-, habían pelado el cable y lo habían conectado: o sea que la persona que pisara allí o que simplemente rozara -estaba todo completamente a oscuras y era fácil que una cosa como esa ocurriera- podía quedar electrocutada.
Adentro... bueno, casi no se podía entrar ni abrir la puerta. Estaba todo deshecho. El piso tenía una capa de restos de objetos. Los muebles, rotos. No quedaba un vaso, las copas, toda la vajilla, todo, todo, todo estaba destrozado. Cerámicas, cuadros, papeles, ropa. Todo roto y mezclado.
Los bombones que yo había guardado para Diana se los habían comido y habían tirado la caja ahí. Se habían comido también todo lo de la heladera. Los restos del fiambre estaban también tirados. Habían sacado las botellas de aceite y las habían vaciado sobre el piso, sobre las alfombras.
Las flores, las estampillas -yo coleccionaba estampillas- las habían tirado para arriba -era como si hubieran llovido en toda la casa- y también los libros y los discos. Como medio metro de cosas amontonadas sobre el piso... todo revuelto, con vidrios rotos... como si hubiera habido un cataclismo total.
El azúcar, por ejemplo, desparramada. El café, junto con el aceite, entre la ropa, en el piso, en toda la casa. Los aparadores, volcados, golpeados y rotos. Las camas, únicamente, las habían un poco desarmado y había alguna que estaba más o menos...
Los discos de mi marido, todos rotos: él tenía cajones de cintas grabadas con sus conciertos y se las llevaron todas menos una: el “Réquiem”, de Verdi. Esa, la dejaron encima de un sillón, en donde no había otra cosa más que esa grabación y mi tarjeta de seguro de vida: una buena indirecta, ¿no?
Bueno, entré: no se podía caminar, había que hacer un pequeño sendero para poder avanzar hasta el teléfono. También me habían robado los teléfonos de la planta alta pero desde uno del primer piso -que había quedado cubierto por una cantidad de libros revueltos- llamé a mis consuegros. Ellos se acababan de enterar, vivían también en La Plata y vinieron a mi casa. Y... bueno... ahí... ahí entré en una especie de... no sé, no sé qué estado... no sé...
Sin los cuerpos ni noticias
Creímos que habían muerto los tres. También la nena, con semejante horror. En algunos diarios se decía que estaban los dos muertos -mi hijo y mi nuera- y de la nena no decía nadie nada, ni una palabra sobre ella en ningún lado. Por ahí, en uno de los diarios, había dicho un vecino que había visto sacar un balde con algo que creía que era el cuerpo de la nena.
Entonces me fui con mi consuegro a la comisaría Quinta de La Plata a preguntar y a pedir los cuerpos y me dijeron que ellos se ocuparían de todo y le dijeron a la mamá de Diana que no la pidiera porque estaba carbonizada, que se había quemado y que no quedaba nada de ella, que no le convenía verla. Entonces, yo dije: ¿Y mi hijo? Me contestaron: -Su hijo, está peor.
Insistí: ¿Y la nena? Me dijo el policía: -¿Qué nena? Le digo: -¿Cómo qué nena? Mi nieta. Me respondió: -No, no, ahí no había ninguna nena.
Nosotros insistimos con que la nena estaba allí. Nos constaba, porque si no me la había traído Diana -y Diana había muerto allí y nunca se separaba de la nena- lo lógico era que estuviera allí. Dijeron que no, sin embargo, que en el sumario no figuraba, qué se yo...
Bueno, yo no quería ir a mortificar a mis padres con mi terrible dolor. Ellos sabían lo que había pasado pero una cosa es que lo supieran y otra muy distinta era que me vieran a mí, en ese estado de desesperación en que estaba.
Por eso, a partir de ese día, dormí por varios días en lo de mis consuegros. Nos negaron los cuerpos y ni siquiera nos dijeron dónde serían enterrados. Nada, absolutamente.
Reconstrucción
Se ve que yo estaba muy mal, porque me internaron: estuve dormida durante dos o tres días, muy bien no lo recuerdo. Cuando salí, la noticia que me tenían mis consuegros era que la nena había muerto: habían averiguado, por medio del Rector de la Universidad -doctor Gallo- quien a su vez había derivado en otras personas el pedido. Esas personas fueron a preguntarle al general Camps -el cual había estado presente aquel día- y a ellas el general Camps les había dicho que la nena había muerto, que no la buscaran.
Entonces, me fui a vivir a casa de mis padres. A todo esto, mi marido estaba en Italia: le avisé lo que había pasado y quiso venirse.
Yo comencé a levantar cuidadosamente el desastre que había en la casa, para ver si quedaba algo, aunque más no fuera un pequeño recuerdo de los chicos. Pero, además de lo que habían roto, habían robado todo: televisión, tocadiscos, máquina de coser, hasta los lápices de colores.
No estaba recuperada anímicamente ni mucho menos, al contrario. Pero hacía el esfuerzo de limpiar y ordenar pensando que venía mi marido y que él no podía tener el mismo impacto que había tenido yo. Entonces quería preparar siquiera la mitad de la sala para poder sentarnos a conversar allí los dos: eso me obsesionaba en ese momento.
Eso y el deseo de encontrar algún recuerdo de los chicos. Aunque prácticamente no quedaba nada, se habían llevado las fotos, las diapositivas, todo lo que pudiera ser de ellos.
Persecusión
Era verano ya, yo llegaba a casa diariamente a seguir con la limpieza y desde lejos se sentía el olor a pólvora y el olor de los tilos que estaban florecidos, por eso ahora siempre mezclo el perfume de los tilos con el olor de la pólvora... y no puedo sentir el olor de los tilos.
Uno de esos días, era domingo, temprano. Yo iba llegando y pasó un auto con hombres disfrazados. No había nadie en las calles. Llevaban las caras pintarrajeadas. Y me vieron. Entonces aceleraron, dieron la vuelta a la manzana, pasaron de vuelta y me dijeron algo y yo me di cuenta de que estaban dando vueltas alrededor de la casa.
Volvieron a acelerar porque se pasaron -iban corriendo como locos- y dieron la vuelta a toda velocidad en la esquina, y en cuanto ellos desaparecieron dando la vuelta a la manzana nuevamente supe que me iban a llevar y me escondí entre dos autos.
Pasaron sin verme y empezaron a frenar frente a mi casa, pero en eso pasó un taxi: fue providencial, porque paró -aunque el chofer estaba asustadísimo- y yo corrí, subí y me fui.
Ese día tuve miedo: los hombres pintarrajeados actuaban como drogados, aparte de disfrazados. Y es espantoso no saber lo que hay detrás. Detrás de un disfraz, detrás de una aberrante cara asesina pintarrajeada, con gorro de media o con pelucas como de lana. Era una cosa diabólica, horrible.
Porque si uno ve una cara, por más feroz que sea, es una cara. Pero esto es una careta y lo que hay detrás no se sabe. Horrible, una de las situaciones más tremendas que he vivido.
De todas maneras, seguí yendo a mi casa y juntando todo, pedacito por pedacito, metiéndolo en cajas que ponía en la vereda: eran unas seis o siete cajas por día.
Recolección
Uno de los recuerdos más vivos de ese momento fue una tarde en que pasaba el camión de la basura y vi con qué unción levantaban esos cajones, esas cajas. Fue como si me hubiera despertado de una pesadilla, fue como una conmoción...
Nunca se van a imaginar esas personas lo que hicieron por mí al levantar con ese respeto los cajones. Fue como si rindieran un homenaje a todo mi dolor. Fue como revivir. Como si me prendiera un poquito a la vida, porque hasta ese momento yo no quería vivir, no quería nada: era como un zombie, seguía adelante porque seguía, porque sí, por inercia, porque tengo energías.
En fin, seguí limpiando.
“No la vamos a molestar más”
Un día, había sacado unas enormes cacerolas que tenía para hacer goulash cuando venían mis visitas y las estaba llenando de agua hirviendo para poder sacar del piso de madera eaceite que habían derramado... La señora que trabajaba conmigo había tenido miedo y ya no me venía a ayudar y yo tampoco busqué otra persona que me ayudara, así es que estaba haciéndolo sola.
La casa era grande, la puerta estaba rota, la ataba con una cadena -nadie se atrevía a arreglarme la cerradura ni yo me atrevía ya tampoco a insistir más con alguien- y yo estaba perdida en mis pensamientos.
Entonces, súbitamente, noté -yo estaba en la cocina comedor- que el living se había llenado de hombres, con Itakas en ristre. Hombres vestidos de civil, enormes, grandotes... Contra las ventanas que daban a la calle, grandes, se veían siluetas de especies de monstruos, allí parados...
Me asomé y uno dijo: -Capitán, aquí hay una. Entonces, le dije: -no diga una: soy una señora y soy la dueña de la casa. ¿Qué quieren? ¿Por qué han entrado así? El que se titulaba de capitán, respondió: -Venimos a hablar con usted. Era el único morocho: los demás eran rubios, grandotes y todos jóvenes.
Yo... les dije de todo. Les grité, les dije que por qué venían, qué querían de mí si ya me habían llevado todo, si habían tenido el coraje de matar a la nena, de matar a mi hijo, de matar a mi nuera, de destruir mi casa. Les dije todo lo que se me ocurrió.
Ellos me oían, nada más. De repente, corrieron todos y subieron por la escalera semicircular del living, subieron hacia las habitaciones del primer piso y, como locos, corrían para todos lados, apuntando con las armas mientras ese capitán les gritaba: -¡Cuidado! Yo le dije: -¿Cuidado de qué? Respondió: Porque puede haber gente con armas...
Bueno, ahí les dije otra vez todo lo que pensaba: que no fueran cobardes, que la única que estaba era yo. Revisaron la casa, no obstante, diciendo que buscaban armas; por supuesto no las había, era una suposición muy absurda. Después, me dijeron que no me iban a molestar más.
Al salir, les pregunté por qué habían ametrallado el auto: estaba obnubilada y se me ocurrió que la nena podía estar adentro, en el baúl... o mi hijo... era un disparate, pero en ese momento les dije que abrieran el baúl. Entonces me amenazaron todos con las armas mientras uno de ellos lo abría: no había nada. Pero me interrogaron.
“Mátenme”
Fue un interrogatorio muy extenso, me preguntaron muchas cosas, dónde estaba mi marido y todo eso, mientras un hombre grande, rubio, de ojos celestes -no me voy a olvidar más de su cara- revolvía mis cosas, los bolsitos llenos de papeles y de recuerdos que yo solía tener en mi escritorio.
Yo no podía contenerme, les enrostraba que habían matado a mi familia, me puse contra la pared y les dije que me mataran… total, ya me habían matado, al matarme a mis hijos me habían matado a mí, que no era más que una cáscara vacía... de manera que terminaran la obra matándome allí mismo... eso les dije... llorando desesperada... llorando desesperada.
Se fueron, diciendo que nunca más me iban a molestar. En efecto, nunca volvieron, aunque hubo una guardia permanente frente a casa.
La noticia esperada
En fin... a todo esto vino mi marido. Y fue por entonces también que recibí una llamada telefónica de una amiga que me tenía una noticia: la noticia era que una persona de su amistad había sabido, por intermedio de otra -un jubilado policial, conectado con el comisario Sertorio, de la seccional Quinta- que la nena estaba viva.
Me decía que la buscara. Con muchísimo miedo me dijeron esto, con muchísimo miedo... pero me trajeron la vida. Entonces fui a hablar con ese comisario. Y él me dijo que sí, que estaba viva... pero que si él lo tenía que decir ante alguien lo iba a negar.
Eran los últimos días de 1976 y desde ese momento no dejé de buscar a mi nieta, desde esa entrevista en la cual me enfrenté a ese hombre de unos cuarenta y cinco años, a ese hombre morocho, de pelo y ojos muy negros, unos ojos muy fríos y que entonces me parecieron muy tristes y lo que pasaba era que eran ojos de reptil, nomás... Sí, en ese momento me dio pena verle los ojos tristes, hasta ese extremo era yo ingenua, sentada en ese despacho de la comisaría Quinta, con un campo de concentración -sin yo saberlo-instalado en el sótano, bajo mis propios pies.
Darse cuenta
A mí me parecía absurdo todo eso, porque yo, en aquel entonces, todavía no me daba cuenta de que realmente, a los chicos se los querían quedar. Yo pensaba que los devolvían. Siempre pensaba que a la nena yo no la encontraba porque no la sabía buscar. Fue en aquel primer momento, por supuesto, porque no sabía que existían otras personas buscando desaparecidos.
A mí no me había llegado -o no había captado- que había desaparecidos. Sí que había muertos, que mataban a mucha gente y mataban alumnos míos. Por ejemplo, acababan de asesinar, hacía poco, a un muy querido alumno mío, que era justamente el sobrino de Massera, Pablito Rivero. Era muy serio, muy respetuoso... y bueno... una noche lo mataron. Iba en una moto con un amigo –también alumno mío– y los mataron a los dos... creo que venían de ver un partido de fútbol por la televisión, iban para sus casas y los ametrallaron por la espalda...
Por eso, porque no me daba cuenta de muchas cosas, cuando me enteré de que mi nieta estaba viva no sabía por dónde empezar a buscarla, todo era nuevo para mí.
“Si quiere, espere”
Entonces fui al Regimiento 7 de Infantería, que según el diario había tomado parte en el ataque. Allí, frente al cuartel, me paraba. No me daba cuenta pero ellos me apuntaban desde arriba, desde esa caseta que tienen.
Un día avancé, avancé, avancé. No oí que me gritaban hasta que una señora, de repente, me tomó del brazo: -Señora, a usted le están gritando, me dijo. Me amenazaban desde arriba con dispararme porque yo ya estaba llegando a la puerta y no se podía entrar, por supuesto.
Bueno, ahí llevaba todos los días cartas y cartas para el jefe del regimiento y me decían que volviera tal día o tal otro. El jefe era el coronel Roque Presti.
Una mañana, como tantas, estaba yo allí y vino una señora a preguntar por el hijo y ahí me enteré de que había alguien más pidiendo noticias de un familiar. Lloraba como loca esta señora y su hijo había desaparecido. Venía de Mar del Plata, me parece. Yo me acerqué a ella y le dije: -Pero qué caso le van a hacer estos canallas, si no devuelven una criatura. ¡Cómo van a dar una respuesta por un grande!
Entonces salieron varios uniformados y nos preguntaron que estábamos haciendo ahí. Yo contesté: -Cómo no voy a estar aquí si traigo una carta cada día y nadie me contesta. Estoy esperando la respuesta...
Porque yo llegaba y por un agujerito de la pared le daba la carta al soldado que estuviera de guardia. Sí, entrar era imposible y hasta al acercarse a la vereda lo amenazaban a uno desde arriba y uno tenía que detenerse en el medio de la calle y esperar ahí...
Esperé horas todos los días alguna respuesta, pero nunca se producía ninguna. Me quedaba hasta que en un momento dado me cansaba y me iba y volvía al otro día... Les entregaba la carta y les decía: -¿Espero? Y ellos me contestaban: -Y bueno, si quiere espere...
Cartas marcadas
Ese día en que me encontré con esa señora... bueno... armamos un gran escándalo allí y entonces me dijeron que trajera otra carta dirigida ya ni me acuerdo a quien y me aseguraron que esa vez iba a tener respuesta y por escrito. Un día llegó la tal respuesta.
Me llené de esperanzas porque me habían contestado al fin, a mi casa y con carta certificada, con la firma de este coronel Presti, que ahora estoy seguro de que era falsificada. En esa carta me decían que no tenían ninguna noticia, pero que iban a seguir investigando. Me lo creí. ¡Tantas centenares de respuestas idénticas he recibido después!
A aquella señora no la vi más desde aquel día en que lloraba a gritos y yo me puse a consolarla y después a llorar con ella y se armó ese escándalo... Bueno, siempre sola, pasaron enero, febrero, marzo...
Seguí yendo al regimiento, a la comisaría, preguntando a personas del barrio, limpiando los destrozos de casa, viendo que hacía con mi propia vida. Me sentía espantosamente sola.
Soledad
Los vecinos de al lado me dijeron que estaban aterrorizados, que la noche que habían tiroteado mi casa ellos se abrazaban y lloraban, creyendo que me estaban matando a mí... recién a la mañana se asomaron, porque tenían terror y los habían hecho entrar amenazándolos con las armas.
Algunos, volvieron a acercarse a mí. Otros, me dejaban sentir su... su comprensión, digamos, con la mirada, con un saludo... pero yo tenía vigilancia enfrente y... ¿quién se iba a atrever?... Y mis familiares... somos una familia muy chica, mi marido estaba en Italia... mis padres me apoyaron, claro, pero... eran ancianos... necesitan más apoyo ellos.
Y los amigos... esa es una de las grandes tristezas que hemos tenido todas. Mi casa, antes, estaba siempre llena de gente... y ahora, de repente, cuando yo iba por la calle, alguien, alguna persona conocida, cruzaba a la otra vereda, mirando las vidrieras. O miraban al frente. Y empecé a darme cuenta de que... bueno...
Alguien, alguna vez, tímidamente mandaba unas líneas... otra persona hablaba por teléfono. Tres familias amigas continuaron siendo amigas, solamente, arriesgándose... arriesgándose. El resto, la gente que nos rodeaba antes... nunca se acercó... nunca.
Me dolió también lo de mis compañeras de trabajo: fueron veinticinco años compartidos, no había amistades pero sí años compartidos de trabajo, de preocupaciones. Y no hubo nada... nada... no hubo nada en ningún momento, nada que me ayudara a sobrellevar esas horas tan difíciles. Esas son grandes decepciones.
El terror esparcido
Claro, ante el dolor de la pérdida de mi nuera y de la nena eso pasaba a un lugar secundario. Sí, casi me avergonzaba por ellos: yo siempre he sentido vergüenza por los demás, desde chica he sentido vergüenza por ciertas actitudes ajenas... Bueno, así fueron las cosas.
Lo que pasa es que siempre hice un culto de la amistad, para mí los amigos siempre han significado mucho en la vida.
Ahora, entiendo también que quizás no sea tan simple decir ‘se borraron’: es que muchos tuvieron miedo, ahora me doy cuenta de que el miedo ha existido -y muy poderoso- porque ahora, recién ahora, actualmente, alguno se acerca, recién ahora. Sí, fue muy grande el terror...
Otra etapa
Bueno, después de buscar a la nena en las comisarías y los regimientos, alguien me dijo que probara también con los juzgados de menores. Allí comenzó otra etapa de mi lucha.
Me encontré con una asesora de menores increíblemente humana, que me escuchó y tomó el caso como una verdadera jueza. Era la doctora Lidia Pegenaute, hoy -efectivamente- jueza. Es una señora de unos cuarenta y cinco años, de gran fuerza y energía, una mujer magnífica, una jueza jueza, de los pocos jueces de verdad que conocí en estos años -tres jueces apenas- a quienes les interesaban realmente los menores.
Ella fue la que me lo dijo: -Hay otras dos señoras a quienes les faltan los nietos y que vienen también por este juzgado. Y agregó: -Usted está muy sola, señora. Yo le contesté: -Sí, claro, he quedado sola.
Y yo iba, iba, iba a verla. Ella, por su parte, comenzó a investigar: preguntó a los bomberos que apagaron el fuego aquel día, preguntó a la comisaría Quinta, hizo una verdadera búsqueda de la nena, no esperó que le trajeran las cosas. Habló con el comisario Sertorio y a ella también él le confirmó que la nena vivía.
Seguía diciéndome que yo estaba muy sola pero yo no captaba la sugerencia. Hasta que un día me di cuenta: -Pero es claro -me dije- podría encontrarme con otras abuelas y juntas podríamos hacer más.
El crimen de Daniel
Hasta llegar a ese momento yo había recorrido un largo camino, por supuesto. Me había conectado con mucha gente, había buscado datos, había investigado por mi cuenta. Pero el primero de agosto de 1977 mataron a mi hijo. Cuando pasó eso, empecé a dejarme morir.
Caí en un estado de depresión profunda. Me enteré de su muerte recién el día dieciocho, por un llamado telefónico. Entonces, yo ya no quería vivir, pensaba que no tenía objeto seguir existiendo. A pesar de todas las evidencias empecé a pensar si en realidad la nena no estaría muerta, si no estaría yo siguiendo caminos equivocados para conseguirla.
Empecé a decaer. En mi casa, en ese momento, no dije nada de la muerte de mi hijo, era demasiado ya. A Daniel lo asesinaron las fuerzas conjuntas al entrar a una casa y yo me enteré tarde y no podía consolarme... no supe nada exacto acerca de esa muerte, nadie me supo decir nada, sólo sabía que estaba muerto.
Es difícil poder imaginarse ese dolor mortal que debía soportar en silencio. Era mi único hijo, un maravilloso ser humano que había sido asesinado por querer contribuir a hacer un mundo más justo para sus hermanos sufrientes, para sus futuros hijos. Ahora, ni siquiera sabía lo que habían hecho con su cuerpo. No, yo no quería ya vivir y empecé a decaer, decaer, decaer.
“Venta”, fallida
Así llegó setiembre y fue entonces cuando recibí una insinuación de venta de la nena: unas personas amigas se ofrecían para una intermediación, porque un policía cercano a ellos podía conseguir a Clara Anahí y entregármela, a cambio de dinero.
Entonces preparé todo -iba a vender la casa para reunir la cantidad que me pidieron- y fui al consulado italiano porque la nena también tiene la doble ciudadanía, como mi marido, mi hijo y yo. El consulado se ofreció para ayudarme en todo lo que necesitara, sacar la nena del país, refugiarnos, lo que fuera. Sentí un enorme agradecimiento.
Pero la persona que estaba a cargo del consulado dudó de lo que yo estaba diciendo y fue al juzgado de menores; la asesora le confirmó todo lo que yo decía y, sin embargo, ese funcionario de todos modos se entrevistó con Camps.
Y Camps le dijo que la nena me la estaba queriendo vender mi propio hijo, porque no había muerto. Cuando me relató esta opinión, ya hacía un tiempo que yo sabía del asesinato de mi hijo y entonces no pude resistir ese insulto, esa calumnia, ese horror. Me enojé enormemente y tuve una gran discusión con ese encargado consular, quien tomó una actitud muy agresiva, creyéndole a Camps y agraviando a mi hijo.
Fue ese para mí uno de los desgarrones más terribles. Espantoso, uno de los momentos más dolorosos que yo viví.
Salí enloquecida de allí. ¿Cómo confiar ya? Toda la ayuda que esperaba quedaba en la nada. Para colmo, a todo esto la gente que iba a venderme a mi propia nieta se retrajo, tuvieron miedo, parece que no se podía sacar ya de dónde estaba o que la habían cambiado de lugar... no sé bien lo que pasó, si los descubrieron o si fue a raíz de la intervención del consulado...
Pero ese conato de venta de la nena, el hecho de que estuve a punto de recuperarla y el hecho de que eso me volvía a asegurar que estaba en algún lado me dio fuerzas para vivir.
La “Justicia”
Cuando estaba en esa hecatombe, desesperada, fue que la asesora de menores me vio tan mal y me insinuó que me encontrara con alguien. Es que ella se daba cuenta de mi soledad.
Además, por entonces empezó a circular por La Plata el rumor de que yo estaba loca, que no había asumido la muerte de mi hijo, ni de mi nuera ni de la nena, y entonces la seguía buscando porque ‘pobre Chicha –Chicha es como me dicen mis amigos– está trastornada’. Sí, esa era la frase: ‘Pobre Chicha, está trastornada’.
Ese fue otro de los grandes dolores, porque la verdad es que asumí las muertes de mis dos hijos, aún desgarrándome entera pero la nena estaba viva y yo debía buscarla y debía también buscar los cadáveres de Daniel y de Diana y debía también buscar justicia.
Así que seguí adelante. Nadie sabía qué hacer en ese momento y menos yo. Decidí ir a la Corte Suprema de la provincia, me presenté allí y pedí directamente hablar con el presidente. Me preguntó de muy mal modo los motivos y yo le dije que era para presentar un recurso de amparo en favor de mi nieta. Ellos contestaron: -¿Qué derecho tiene usted de pedir amparo si estamos en una guerra? Hay que asumirlo, señora.
La que hablaba así era una secretaria y yo empecé a los gritos, yo que he sido muy discreta siempre les gritaba de qué servían todas esas alfombras rojas y esos cortinados rojos y esos despachos tan lujosos si no me ayudaban para encontrar a una niña desaparecida.
Tan mal me puse que no supieron qué hacer conmigo y me mandaron a hablar con el doctor López Osornio, quien me escuchó. Era la primera vez que alguien me escuchaba y hablé. Hablé y hablé, conté y conté: por supuesto, nada conseguí, pero al menos sentía comprensión...
La Iglesia sabía
Y también me entrevisté con la jerarquía eclesiástica. Por ejemplo, con monseñor Montes, que creo que era en aquel momento obispo auxiliar y me recibió en la Catedral. Antes de eso, yo había mandado una carta a monseñor Aramburu, en la cual ofrecía mi vida por la de mi nieta, pero nunca tuve respuesta. Así es que fui a ver a Montes.
Durante el viaje, adelante del taxi en el cual yo viajaba iba una ambulancia, que llevaba una bolsa con una especie de bulto en su interior. Le pregunté al chofer qué era eso y me respondió que era una ambulancia de la policía y que ese bulto era un muerto. Parecía un atado de huesos, lo llevaban enroscado al cadáver.
Cuadras y cuadras anduvo la ambulancia adelante. Hacía poco que habían matado a mi hijo, así es que... llegué en un estado calamitoso a la Catedral.
Me recibió monseñor Montes, que me atendió muy bien: casualmente había estado en el casamiento de mi hijo. Conocía a Diana y a Daniel, sabía de su valor humano. Por eso me retiré sumamente esperanzada.
Volví como a los diez días, pero me recibió muy serio. Correcto, pero serio. Me dijo -Señora, no hay que mover las cosas. Yo le dije: -Pero... ¿usted se acuerda por qué vine? Respondió: -Sí, sí... Pero no hay que molestar a la gente: se inquieta la gente, se los puede poner en peligro
Insistí: -Pero... le estoy hablando de la nena... La respuesta que encontré de su parte fue la siguiente: -Sí, sí, me refiero a los que tienen a la nena. Me quedé helada: -Pero monseñor... fue lo que atiné a balbucear casi, porque yo no entendía lo que él me quería decir. Pero él continuó: -Lo que tiene que hacer es rezar, rezar mucho. Ahí, le contesté: -Hace ocho, nueve meses que estoy rezando.
Y realmente rezaba, porque en el momento en que recibí por teléfono el aviso de la muerte de mi hijo, en vez de caerme muerta -porque lo que sentí era que me moría- me brotó un padrenuestro a gritos, y después me enteré que Miguel Ángel Estrella mientras lo torturaban por primera vez también rezaba un padrenuestro. No sé por qué, pero así ocurrió: yo empecé a gritar un padrenuestro, llorando, y no terminé ese padrenuestro y seguí llorando, cuando me avisaron de mi hijo... entonces, una manera de aferrarse a la vida quizás fue rezar.
Por eso le dije a monseñor: -Rezo mucho, llevo meses rezando. Entonces, casi me gritó: -Le falta fe, señora! Muy brutalmente me lo dijo. E insistió: -Rece, que le hace falta fe. Inmediatamente se paró y dio por terminada la entrevista...
Así se terminó mi relación con monseñor Montes, que fue obispo auxiliar de monseñor Plaza. A él también lo fui a ver, pero nunca me recibió, me hacía atender por un guardia que tenía en el subsuelo, un jubilado policial creo que era, de apellido Sosi. Este hombre me atendía muy bien pero me preguntaba muchas cosas y tengo la impresión de que en lugar de ayudarme lo que quería era sonsacarme información.
Así que no sirvió para nada todo eso...
Después también fui a ver a monseñor Picchi, muchas veces, antes de que fuera trasladado a Venado Tuerto por monseñor Plaza: no me aportó nada concreto, pero por lo menos me escuchaba y en 1977 el que a uno lo escucharan, tan siquiera eso, ya era mucho...
El demonio Graselli
Después, en uno de los viajes en que vino desde Italia mi marido, fuimos también a ver a monseñor Graselli, de la Armada. Desde hacía tiempo estaba enterada de que este hombre recibía familiares de desaparecidos, pero me resultaba muy difícil de entender eso de ir a pedir informes a la Marina.
En fin, al final igual fuimos a verlo. Nos recibió sonriente y le preguntó a mi esposo: -¿Usted se la llevaría? Yo creí que se refería a mí y por eso le dije: -No, no me voy si no es con la nena. Expresó entonces Graselli: -No, señora, no me refiero a usted, lo que quiero saber es que si yo consigo a la nena su marido estaría dispuesto a llevársela fuera del país. Mi esposo respondió: -Sin duda, me las llevo a las dos. Monseñor puso punto final a la entrevista: -Entonces, vuelvan dentro de una semana.
Nosotros, volvimos a casa muy esperanzados. A la semana siguiente, estábamos de vuelta en el despacho. En esa oportunidad, sin embargo, monseñor evitaba mirarnos a los ojos. Su vista se dirigía más bien al suelo. Revisó un fichero -que incluía los nombres de todos los desaparecidos- y dijo: -¡Qué barbaridad! Cuánto han tardado en recurrir a mí... Ahora, ya está perdida la nena... Está ubicada muy alto... No se la puede tocar... Lo lamento, no puedo hacer más nada.
Nos fuimos horrorizados. Nuestro error había sido alimentar tantas esperanzas: no podía creerse en la veracidad ni en la honestidad de alguien que estaba trabajando en la Marina, en un momento en que la Marina tenía la Escuela de Mecánica de la Armada abarrotada de desaparecidos.
En realidad, puedo decir que por intermedio de la Iglesia nunca tuvimos ni noticias de ningún niño desaparecido, ni siquiera noticias. Ellos siempre dicen: -Bueno, pero los niños... ¿y si sufren? Están con esa teoría de que si sufren. Pero no piensan en lo que van a sufrir cuando se enteren de que están secuestrados.
No, nunca hicieron nada, salvo los obispos De Nevares, Novak, Hesayne, Zazpe y alguno que otro sacerdote.”
Nota: los subtítulos del relato de Chicha no pertenecen al texto original, fueron incorporados solo a modo orientativo
Miradas
El siguiente podcast fue producido por Clementina Crisoliti, de Radio Nacional Zapala. Se agradece su autorización para sr incorporado a este artículo.