Previamente a la recepción de este testimonio publicamos una nota sobre la represión a trabajadores y desplazados en Chiapas dando cuenta del acontecimiento. Pero hubo quien percibió los hechos "desde dentro" y nos mandó en este texto su punto de vista.
Si hay algo que destacar en la refriega de normalistas y policías, en el marco del sexto y último informe de Manuel Velasco, que dejó heridos, un camión incendiado y el Palacio de Gobierno "descalabrado", es la valentía, resistencia, organización y la capacidad de dominio de los estudiantes, a consecuencia del hartazgo social.
Unos 200 jóvenes fueron capaces de someter dos veces a la policía en una revuelta que duró unas dos horas. Cualquier mundano huye de los efectos mortificantes del gas lacrimógeno, sin embargo, los muchachos caminaban como guerreros en medio de las nubes de gas que lanzaban los granaderos.
Se veía a niños y niñas indígenas corriendo y llorando por el gas lacrimógeno, de la mano de sus padres. Eso fue lo que sigue causando indignación en las redes sociales, porque el gobernador y sus funcionarios no atendieron, no escucharon y tampoco dialogaron con ellos, ni con los manifestantes.
La plazoleta del Parque Central se convirtió en un campo de batalla, donde los normalistas sin playeras, con cohetes, resorteras y petardos en ristre, avanzaban contra una policía que, con todo y equipos antimotines, finalmente levantó las manos en señal de armisticio.
Previo al informe de Manuel Velasco, trabajadores de Salud y maestros interinos protestaban con pancartas fuera del Congreso del Estado ante la presencia de policías que se mantenían al margen de una valla.
El grupo de desplazados del ejido Puebla, de Chenalhó -entre ellos, niños, mujeres, adultos mayores y hombres, que venían de los Altos de Chiapas- intentaron aproximarse para que sus demandas fueran escuchadas, sin embargo, fueron increpados con violencia por los agentes.
Como respuesta a esta agresión, los normalistas salieron de hasta debajo de las piedras. Estacionaron sus camiones en el lado norte y después llegaron más refuerzos.
En verdad, los bombazos sonaban como cuando abren las montañas con dinamita para una nueva carretera. El zócalo era un caos. El gobernador huyó en su camioneta a buen recaudo, pero antes de irse instruyó al secretario de Seguridad Pública, Octavio Lozoya, replegar a los manifestantes para que él, sus funcionarios e invitados, salieran por la puerta accesoria.
Ante los medios de comunicación, un normalista no pudo callar la agresión que sufrieron sus hermanos indígenas de Chenalhó, la falta de medicinas en los hospitales, escuelas y la agitación que viven los distintos sectores sociales.
Cuando los policías huyeron a la zona sur de la ciudad, los normalistas tenían el dominio absoluto de la plaza central, rompieron los cristales de palacio , lanzaron petardos en el balcón donde Manuel Velasco sonó las campanas durante seis años en cada Grito de Independencia.
Los jóvenes, sin playeras y algunos con el rostro tapado, celebraron la victoria como cuando se conquista un nuevo territorio, como aquella jauría gregaria que demuestra su dominio en la esquina, pues ya nada hay que hacer. Al fin la guerra había terminado. Regresaron a sus camiones y se fueron.
A dos semanas de la transición de gobierno, Manuel Velasco dejá un Chiapas con estallidos sociales y esta fue su despedida, o quizá haya otra.
Lo triste del asunto es que mientras los chiapanecos sufren estas calamidades, seguramente Manuel Velasco y Andrés Manuel López Obrador, en las altas esferas del poder, volverán a estrecharse la mano, como si nada hubiera pasado. |