En esa asamblea volvió a darse uno de los debates que había atravesado el 19O de octubre 2016, cuando se realizaron paros simbólicos, algunos paros parciales y acciones de protesta, como una forma de expresar la bronca por la violencia machista.
Una feminista ítalo-americana, Cinzia Arruzza, decía a comienzos de 2017 (antes del 8M) que al recuperar la idea de la huelga se volvía de alguna forma al origen del 8 de marzo, y volvía a conectar las luchas de las mujeres con las de la clase trabajadora. Algo que estaba unido en su origen, pero se fue separando por el lugar (nulo) que le da la burocracia sindical a la agenda de las mujeres y también por el discurso feminista liberal, que aceptó la idea irrealizable de que puede haber igualdad de género en una sociedad como la nuestra, que es capitalista, y se apoya en una desigualdad “de origen”: una minoría que tiene todo vive del trabajo de la mayoría que no tiene nada.
¿De dónde sale esta idea del paro de mujeres?
En 2016, cuando se conoció el femicidio de Lucía Pérez, se convocó el 19 de octubre una movilización (que fue masiva a pesar de la lluvia) y se convocó a un “paro de mujeres” con la consigna “Si mi vida no vale, produzcan sin mí”.
Ese año hubo muchos debates en el movimiento de mujeres, desde qué lugar ocupaban la tareas de cuidados y el trabajo no remunerado asignado históricamente a las mujeres, hasta el rol de los sindicatos. Las organizaciones sindicales, aunque apoyaron de palabra la medida, no paralizaron ninguna rama de la economía, ni siquiera impulsaron asambleas en los lugares de trabajo, para que las trabajadoras y los trabajadores pudieran decidir qué hacer. Las centrales sindicales, en el mejor de los casos “permitieron” o avalaron que las trabajadoras realizaran paros parciales. La acción fue simbólicamente significativa pero no fue un paro.
No se trata de un capricho o de hacer definiciones estrictas. Se trata de no dejar de exigir a los sindicatos ni dejarles pasar a las direcciones sindicales que no muevan un dedo por las demandas de la mitad de quienes integran sus organizaciones. Si las acciones del movimiento de mujeres tienen el impacto que tienen, imagínense lo que sería si los sindicatos apoyaran de verdad. Imaginemos un paro nacional contra la violencia machista o una marcha de todos los sindicatos en apoyo al derecho democrático elemental de decidir sobre nuestro cuerpo y para que se acabe el aborto clandestino.
La imagen del “paro de mujeres” es muy poderosa, pero también hace necesarias muchas discusiones en el movimiento de mujeres y también en las organizaciones sindicales. En 2016, no por casualidad los pocos lugares donde hubo paros que se sintieron fue en lugares donde el sindicalismo combativo y la izquierda tienen peso.
Uno de esos lugares, casi el único en la industria, fue Pepsico que paralizó la planta de Buenos Aires. La comisión interna combativa e independiente del sindicato organizó el paro y se hicieron asambleas. Por el impacto de esa acción, en otras plantas como la de Mondelez- Victoria, trabajadoras y trabajadores realizaron paros y asambleas también. Más tarde, en junio de 2017, la empresa cerraría sus puertas, no sin tener que enfrentar una gran resistencia de sus trabajadoras y trabajadores. Para esto contaría con la ayuda imprescindible del gobierno de María Eugenia Vidal, que no dudó en reprimir a las trabajadoras que serían conocidas como “las leonas” de Pepsico.
¿Hay lugar para nosotras en los sindicatos?
Ni en 2016, ni en 2017 ni ahora, ninguno de los grandes sindicatos ni las centrales sindicales, empezando por la CGT, organizaron huelgas ni paros. ¿Por qué? Empecemos por algo elemental: si las mujeres somos más del 40 % de los trabajadores, ¿cuántas dirigentes sindicales creen que ocupan cargos directivos en la CGT?
Según el último relevamiento disponible (Ministerio de Trabajo, 2008), de los 1448 cargos directivos, solo 80 (5%) están ocupados por mujeres. A su vez, en la principal central sindical, la CGT, solo 2 secretarías (de 37) están encabezadas por mujeres. La Secretaría de Salud, encabezada por Sandra Maiorana (de la Asociación de Médicos de la República Argentina) y la de Igualdad y género, encabezada por Noemí Ruiz (del Sindicato de Modelos Argentinos). Demás está decir que ninguna de estas dos secretaría juega un rol clave en las negociaciones paritarias o en las decisiones de medidas de fuerza (que han sido más una excepción en los años de gobierno macrista).
En Argentina, existe una ley de cupo femenino en los sindicatos 25.674 (2002), que dice que el 30 % de los puestos electivos y representativos deben ser ocupados por mujeres, pero esto no sucede. Es algo que sucede con muchas leyes de cupos, que tienen un aspecto positivo, visibilizar una desigualdad o una discriminación pero, al mismo tiempo, no suelen cambiar las asimetrías en la representación. Y esas asimetrías son, a su vez, expresión de otras desigualdades, como las tareas de cuidados -una verdadera doble jornada- que dificulta muchas veces la participación de las mujeres en actividades sindicales fuera del horario laboral, hasta prejuicios sobre cómo deben comportarse las mujeres, si son demasiado “sensibles” o deben encargarse de tareas relacionadas con su “rol”, como la salud, la educación o, a lo sumo, ocupar secretarías de género. Sin cuestionar todos estos obstáculos, las mujeres se transforman en relleno de listas u ocupan lugares donde se toman pocas decisiones (o ninguna).
Y esto dispara la pregunta: ¿Es posible que las demandas de las mujeres tengan un lugar más importante con algunas mujeres en cargos directivos en una estructura sindical que perpetúa dirigentes sindicales, cuyos métodos burocráticos afectan a trabajadores y trabajadoras, incluso silencia a las oposiciones y propician negociaciones que benefician a las empresas o dejan pasar ataques de los gobiernos como la reforma jubilatoria?
Recientemente se publicó La marea sindical, mujeres y gremios en la nueva era feminista, de la periodista Tali Goldman, que recorre algunas historias de mujeres que son dirigentes sindicales. El movimiento de mujeres en Argentina visibilizó muchas desigualdades y los prejuicios machistas, puso en discusión en lugar de las mujeres en muchísimos lugares y los sindicatos no son la excepción.
El libro muestra algo valioso, que es la lucha que varias mujeres (muchas de ellas parte de la burocracia sindical) dieron en un lugar que hasta hace pocos años era exclusivo para los varones. Pero también muestra un problema: aunque varias de ellas están en la estructura sindical hace años, no pudieron cambiar mucho. Las mujeres siguen siendo una excepción en las cúpulas sindicales.
Están extrañamente ausentes historias como las de Catalina Balaguer, trabajadora de Pepsico, cuya defensa de las obreras contratadas de la alimentación a fines de los años ‘90 instaló el precedente de los "delegados y delegadas de hecho". Cuando los sindicatos, como el de la alimentación dirigido por Héctor Daer, le dan la espalda a los precarios, donde las mujeres son la mayoría, esos cuestionamientos se vuelven clave para pelear por los derechos de las trabajadoras. Luchas como las de Caty, parte de las trabajadoras conocidas como las “leonas” de Pepsico por su resistencia a los despidos, hablan de una experiencia en la clase trabajadora muy diferente y también mucho más cercana a los reclamos de las mujeres. No por casualidad, la lucha de las leonas de Pepsico recibió el apoyo del movimiento de mujeres y se identificó con su lucha.
En el prólogo de La marea sindical, mujeres y gremios en la nueva era feminista, Ana Natalucci se pregunta si llegó la hora de las mujeres trabajadoras, y es una pregunta más que interesante. Es difícil arriesgar una respuesta, lo que es seguro es que el movimiento y los debates que se multiplican en las calles, se tienen que llevar puestas esas estructuras de la burocracia sindical que siempre le dieron la espalda a las demandas de las mujeres, que son casi la mitad de la clase trabajadora. Más sillas en la mesa sindical no son suficientes, porque la mesa hace mucho tiempo que nos quedó chica. Hay que hacer una nueva y para construirla no estamos solas. |