Este breve ensayo historiográfico pretende entregar a les lectores un trozo, tal vez un breve retazo de lo que fue la historia de las arpilleras chilenas en la dictadura cívico-militar encabezada por Pinochet. Historias de perdida, desaparición forzosa y dolor, pero que, en plena abundancia de ausencia de seres queridos, de justicia y de pan, la presencia en cuerpos femeninos marcó el camino que buscaba gritar lo perdido, las manos y trozos que tejían historias silenciadas se transformaron en la negación del silencio, en el habla desde el desecho como soporte material pero también humano, desde la desesperación, desde el harapo se iba elaborando relaciones colectivas y un arte de resistencia que contaba la miseria, la tortura, las desapariciones y brillaba para contar también la lucha y resistencia, un testimonio vivo hecho de trapos se transformó en protesta.
Así, contradictoriamente, en pleno caos y desgarro, las mujeres, quienes históricamente hemos cargado con el silencio impuesto por una sociedad patriarcal, en la cara de la contrarrevolción capitalista feroz que fue el golpe y la dictadura, se vieron empujadas a buscar a sus seres queridos, a alimentar a los suyos, y a hacer de las “actividades femeninas” el habla de quienes no podían hablar convirtiéndose activamente en productoras de una cultura de resistencia, en agentes de memoria desde el desecho de ser relegadas a lo marginal, del desecho de la sociedad asediada por la desaparición, asesinato y tortura, hicieron emerger con sus manos y cuerpos, con cada puntada tejida una narrativa que transformó el desecho en arte, lo marginal en habla y la ausencia en presencia del no olvido.
Las arpilleras crearon así miles de vehículos de memoria, cada una de sus obras es uno y tal vez más, la complejidad de su simpleza no salta a primera vista. Vehículos que entrecruzan la vivencia personal y la social, vehículos que sin duda han trascendido y que hasta el día de hoy sigue incentivando elaboraciones culturales y artísticas, como es el caso de este poemario, “Hilo azul”, escrito por mi querida amiga y camarada Alejandra Decap.
Tradición arpillera en Chile, continuidad y ruptura
Antes de las conocidas arpilleras del periodo de la dictadura en Chile, había una tradición sobre esta técnica que lleva el nombre arpillera por la pieza sobre la que se trabaja: un tejido generalmente de estopa, que es fuerte y áspero; el que se utiliza sobre todo para hacer sacos y cubrir bultos en almacenes o transportes.
La conocida cantautora chilena Violeta Parra dijo que “las arpilleras son como canciones que se pintan” al referirse a la técnica que utilizó al bordar con hilo y lana sobre tela cuando cayó enferma en cama en los años sesenta. Esta tradición fue continuada por las bordadoras de Isla Negra, mujeres que motivadas por problemas económicos se dedican a bordar escenas cotidianas para venderlas y obtener recursos. Pablo Neruda se refirió a estos bordados en su libro “Para nacer he nacido”:
En este último invierno comenzaron a florecer las bordadoras de la Isla Negra. Cada casa de las que conocí desde hace treinta años sacó hacia afuera un bordado como una flor. Estas casas eran antes oscuras y calladas; de pronto se llenaron de hilos de colores, de inocencia celeste, de profundidad violenta de roja claridad. Las bordadoras eran pueblo puro y por eso bordaron con el color del coraz6n. Nada más bello que estos bordados, insignes en su pureza, radiantes en su alegría, que sobrepasó muchos padecimientos (Neruda, 1978)
El trabajo manual permite expresar experiencias que son difíciles o imposibles de comunicar en palabras (Bacic, 2008), lo que es común en las arpilleras, un arte de lo femenino y marginal, del silencio de las palabras, pero del tanto que decir del cuerpo, de la experiencia, de lo social. Es justamente ahí donde surge un cambio en la tradición el año 1973, tomando sus hilos de continuidad hay una ruptura, como lo hubo en la sociedad de conjunto y por tanto también en las percepciones.
Este cambio se expresó tanto en términos narrativos como en la técnica. Las isleñas retrataban en sus piezas escenas bucólicas, imágenes costumbristas de la vida rural y cuestiones referentes a su entorno. Las obras de la cantautora chilena aluden a memorias de la infancia, pasajes de la historia colectiva y elementos de la cosmología mapuche. En cuanto al aspecto manual, en ambos casos se trata de lanigrafías: bordados con lanas realizados directamente sobre la arpillera base, que se caracterizan por las texturas y matices alcanzados gracias al manejo de las hebras (Sastre, 2011).
Desde la dictadura la obra de las arpilleras adopta un contenido testimonial y de denuncia, en ella centra una protesta, no solo busca retratar, sino que expresa y es producto de un contexto fuertemente represivo, donde se transmitía por medio de la obra lo que no podía ser transmitido por la palabra. También se crear un lenguaje artístico distinto al de las predecesoras, donde el bordado ya no es la labor preponderante sino un elemento más puesto en uso, ya que por medio de la técnica del appliqué en una arpillera se genera una especie de mosaico de retrasos por el cual se le da vida al relato contenido en cada obra, destacando en ellas la libertad creativa en su desarrollo y en su materialidad. La poca rigidez de los materiales a utilizar, el despliegue de la creatividad, también se transformaban en una forma de negarse a un qué hacer de lo impuesto.
Dictadura y la destrucción de la familia trabajadora y militante. Las mujeres y la lucha por la sobrevivencia
Es indispensable entregar una pincelada del contexto político, social y económico, los fundamentos del golpe militar y las bases que trastocaron profundamente dinámicas sociales en las que subyacen en parte elementos explicativos de los hilos de continuidad y de ruptura de la tradición arpillera, y del nuevo carácter que tomó en dictadura.
El golpe se realiza por los militares en Chile apoyado por EE.UU, la derecha y sectores de la DC, el 11 de septiembre de 1973. El objetivo de la dictadura era mucho más profundo que solo echar por tierra todos los avances democráticos y redistributivos de la riqueza conquistados, era principalmente ahogar los profundos cuestionamientos a la propiedad capitalista y el avance de conciencia de clase que lo propiciaba, que se habían desarrollado por medio de la autooganización, el control y gestión de la producción en los Cordones Industriales, las relaciones con las JAP´s y los controles comunales. Amplias franjas de masas tenían las perspectivas de terminar con el capitalismo, de transformar la sociedad de raíz y de gobernar su propio destino, la polarización política de aquel entonces mostraba dos caminos posibles: la salida que contenía la consigna expandida el año 73 y que resonó fuerte en la marcha del 4 de septiembre de dicho año “trabajadores al poder” o una dictadura feroz del capital para barrer con todo lo avanzado y extirpar las perspectivas revolucionarias. La dictadura puso a ese proceso revolucionario un freno a punta de bota, fusil, tortura y detenidos desaparecidos, el golpe fue el asentamiento en el poder de la tendencia contrarrevolucionaria en curso y la derrota de la tendencia revolucionaria.
En un principio, y en búsqueda de aliados que abalaban el golpe, pero que eran reacios a una dictadura duradera como sectores de la DC y de la curia eclesiástica, los militares justificaron su alzamiento como una acción en aras de una “restauración democrática” debido al grado de polarización social, mostrándose como los supuestos defensores de la patria contra el comunismo y el marxismo, demagógicamente enfatizaban el respeto a la institucionalidad y el derecho, por lo que dijeron mantenerse en el poder “por el sólo lapso en que las circunstancias lo exijan”.
Sin embargo, este discurso cambió rápidamente hacía 1974, cuando se dio a conocer la “Declaración de Principios del Gobierno de Chile”, donde se desechaba cualquier plazo para la gestión militar, imponiéndose una acción profunda de reconstrucción “moral, institucional y material del país”, rechazando la idea de ser un “gobierno” de mera administración, y dando cuenta también que para cercenar el proceso revolucionario en Chile, en ningún caso bastaba con derrocar al gobierno de la Unidad Popular.
La dictadura adoptó, entonces, un discurso más definido basándose en la doctrina de seguridad nacional, justificando el régimen militar a través de la noción de guerra contra el marxismo, entendiéndolo como un agresor permanente contra la nación. Este concepto de guerra permanente se alzó como uno de los ejes principales de legitimidad del régimen cívico-militar, culpando a la debilidad de la democracia liberal de haber sido incapaz de contener el avance del comunismo.
La concentración del poder e imposibilitar cualquier oposición eran tareas fundamentales del nuevo régimen, por lo cual la Junta Militar mediante decreto ley disolvió el Congreso Nacional, el Tribunal Constitucional, prohibió los partidos políticos que sustentaran doctrinas marxistas, y puso en receso al resto.
Pero para sus objetivos contrarrevolucionarios era insuficiente sólo garantizar la imposibilidad de oposición por medios institucionales, por lo que desarrollaron una línea férrea de represión con torturas, desapariciones y ejecuciones políticas: su flanco principal los dirigentes trabajadores y militantes de izquierda. Buscaban desarticular todos los rasgos de cultura militante de izquierda, también se volvió un imperativo por eso la quema masiva de libros, y la puesta en operación del reino de la fragmentación y desarticulación por medio de la represión y el terror.
Las mujeres militantes y activistas sociales y políticas vivieron en carne propia una cruda represión, donde la violencia política y la violencia sexual estuvieron a la orden del día, el elemento de género se expresó en la propia tortura. Así mismo, la represión directa -que es la más evidente pero solo una de las formas de represión, ya que no se pueden minimizar las otras vividas- de la dictadura cívico-militar tuvo un componente altamente masculino, según los datos entregados por el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de las 3.195 personas asesinadas por la dictadura, 2.992 fueron hombres y 199 mujeres (ICNVR,1996). Según las investigaciones realizadas por la Comisión Nacional de prisión y tortura el 2004, de un universo de 27.255 personas calificadas como víctimas de prisión política y de tortura, 23.856 fueron hombres y 3.399 mujeres.
Esta diferencia expresada en los datos entregados tiene que ver con la brecha de aquella época entre la participación de mujeres y hombres en espacios laborales y políticos, expresión del estado respecto al problema de la emancipación femenina en la izquierda chilena, pero también de la inserción en el mundo laboral de las mujeres y, por tanto, el nivel de dependencia económica y la relación con lo público. Algunos porcentajes de la población económicamente activa antes del golpe arrojan que el 22,8% correspondía a mujeres trabajadoras (asalariadas), mientras el 77,6% restante correspondía a hombres (Muñoz, 1988).
De esta manera, con el encarcelamiento, desaparición y clandestinidad, la dictadura trastocó las bases familiares de las y los sectores populares y militantes, buscando arrancar la humanidad e ideales, de hacer desaparecer sus cuerpos y luchas, generó dolor y traumas profundos en las víctimas directas y en sus familiares, y también modificó materialmente sus vidas. Partiendo de la base del sustento material familiar, que era llevado o complementado por el detenido y/o desaparecido.
Las mujeres en la perdida se vieron forzadas a suplir la necesidad de alimentar a la familia. A la carga de la reproducción familiar (cocinar, planchar, vestir, cuidar) se sumó por medio del despojo de un ser querido, la de la producción (sustento económico), al dolor de esposa, hija, madre, hermana, y la desesperación por saber ¿Dónde están? se sumó la necesidad material de seguir manteniendo a su familia viva en medio del despojo.
A las consecuencias directas de la represión recién mencionadas, se suman las consecuencias estructurales de las transformaciones impulsadas por el régimen, el aumento de la tasa de desempleo que en diciembre de 1982 alcanzó un 25%, para fines de 1983 aumento llegando al 30% (Silva, 1993). Estas cifras ya dramáticas alcanzaban un número superior en los sectores populares llegando a un 50%, así como en la juventud a un 60% (Arriagada, 1998), lo que demuestra que sin duda alguna fueron las y los trabajadores, los sectores más empobrecidos y la juventud quienes sufrieron más fuertemente los costos de la crisis económica desatada en 1983, pero que venía con tasas de desempleo y flexibilidad previa.
En este contexto, los talleres de arpilleras fueron una forma alternativa en la cual mujeres encontraron una vía para generar ingresos para mantener a sus familias, pero también para denunciar, para elaborar sobre el trauma, como expresa el relato de Inelia Hermosilla, arpillerista:
“Las arpilleras eran una fuente de ingreso para aquellas que habíamos tenido que abandonar nuestros trabajos y, al mismo tiempo, era una forma de calmarnos espiritualmente para poder seguir. […] Cuando hacíamos una arpillera, escribíamos nuestras experiencias y dejábamos un testimonio de lo que ocurría en nuestro país” (Sepúlveda,1996).
Como plantea Maryorie Agosín, “la arpillera producida nace de una necesidad vital y urgente: el hambre. Se confecciona y se vende la arpillera para poder alimentar a hijos de padres muertos, desaparecidos o para suplementar la exigua suma de dinero obtenida con el salario mínimo” (Agosín, 1985)
El nacimiento de los primeros talleres de arpilleras en Chile
A partir del año 1974 las arpilleras comienzan a organizarse en talleres auspiciados por el Comité Pro Paz, quien ante la situación de marginalidad, pobreza extrema y vulneración que vivían estas mujeres decide prestarles ayuda facilitando el espacio para que pudieran reunirse y trabajar en la creación de sus arpilleras.
El Comité Pro Paz fue fundado el 9 de octubre 1973, después de la junta de varios grupos ecuménicos. Según sus estatutos, el Comité quería brindar apoyo económico, espiritual y jurídico a todos aquellos chilenos que se encontraban en la miseria personal o económica por la situación política del país. A pesar de que seis de cuarenta obispos estuvieron de acuerdo con el golpe militar, y de que las primeras declaraciones del Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile (CEC) estuvo marcada por la confianza en la integridad de los militares y el carácter transitorio de la intervención militar, y que la primera crítica al régimen se realizó recién 6 meses después del golpe y con un tono muy reservado; el asistencialismo y ayuda samaritana por parte de la Iglesia se puso en pie de inmediato (Strassner, 2006).
El Comité Pro Paz fue disuelto por orden de Pinochet al Cardenal Raúl Silva Enrique, el sucesor de este organismo fue la Vicaría de la Solidaridad creado en 1976, pocas semanas después de la disolución de Pro Paz, por ser acusado por parte del régimen de ser “un medio creado por los marxistas leninistas para crear problemas que perturben la tranquilidad de la gente y la paz necesaria del país, cuyo mantenimiento es el principal deber del gobierno ... nosotros [el régimen] vemos entonces la disolución del comité en cuestión como un paso positivo para evitar males peores” (Agosín, 1987).
La Vicaría de la Solidaridad tenía como centro la defensa de los derechos humanos y defender a los prisioneros políticos, y se organizó de una manera que buscaba no estar al alcance del régimen para no volver a sufrir un cierre. La Vicaría siguió auspiciando los talleres de arpilleras, que no eran los únicos talleres de artesanía que propiciaban a lo largo del país, pero sí fue el de arpilleras el que proporcionaba las imágenes más condenatorias al régimen (Agosín, 1987)
El primer taller de arpilleras fue formado por un miembro de la Asociación de Detenidos Desaparecidos en 1974 con el objetivo de entregar ayuda inmediata a las a las familias devastadas psicológica y económicamente por la desaparición de sus seres queridos, las mujeres empezaron a ver las ventas y compradores, y se organizaron. Los grupos de arpilleras estaban compuestos por aproximadamente veinte mujeres, cada taller contaba con una tesorera que se encarga de distribuir las ganancias obtenidas con la venta de las arpilleras, cada mujer recibía el dinero de su arpillera vendida y contribuía con un porcentaje al fondo común del taller.
Las arpilleras eran anónimas, de esta manera las creadoras se protegían contra la persecución del régimen, quien no quería que estas obras salieran del país porque en ellas llevaban el testimonio de lo que ocurría, porque eran un acto del rebeldía y sedición para el régimen como muestra el hermoso cortometraje “Como alitas de Chincol” en los periódicos, cuando encontraban en la aduana estas piezas, por tanto, su paso para salir fuera de Chile no era fácil. La dedicación a cada arpillera era grande, las mujeres arpilleristas tenían un montón de responsabilidades, no se dedicaban sólo a la arpillería, con dedicación cada pieza tardaba una semana en estar lista, por tanto, el requisamiento en la aduana era un problema no sólo del limite que implicaba a la hora de que estos testimonios se vieran truncados de salir del país, sino también del tiempo invertido y la necesidad de la recaudación material.
Las arpilleras, quienes se reunían en diferentes comunas como Puente Alto, Lo Hermida, La Pincoya, Villa O’Higgins, discutían colectivamente la obra, trabajaban juntas, si bien cada una trabajaba individualmente su propio relato bordado a trozos, los rasgos comunes están presentes, eran sus propias vivencias en escena: la escasez, la represión y la tortura; y si la vivencia de despojo y necesidad unía como ellas unían cada trozo para contar una historia, cada una, como cada trozo tenía su propia historia, y sumergía en el conjunto una particularidad que hacía al conjunto del mensaje, así mismo cada una sumergía su propia humanidad, su propia materialidad, colorido y creatividad y muchas veces personalizaba dentro de su clandestinidad con un pequeño mensaje escrito en un diminuto bolsillo al reverso de la arpillera destinado al ser querido, al desaparecido o simplemente un mensaje a quien lo fuera a leer.
Este trabajo individual, social y colaborativo, de espacio de encuentro y de profundidad en la creación, de trazar con la propia humanidad destrozada, de ir uniendo por medio de hilvanada los trozos, un proceso tan íntimo, pero a la vez en compañía, donde juntas se contaban sus dolores y tristezas, sus deseos y anhelos. Ahí en cada puntada iban dibujando un arte de denuncia y resistencia, un arte del desecho para desechar la inhumanidad, para negar el olvido, para poner en cuerpo la ausencia del cuerpo no encontrado, para narrar y expresar lo no dicho en palabras.
Los desechos de la esperanza, trazando memoria contra el olvido
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“A través de pedazos de género rasgados de vestimentas y objetos sin valor en un mundo imbuido de un nuevo consumismo, estas mujeres lograron expresar escenas prohibidas: tortura, prisiones clandestinas y hambre en sus poblaciones. Para las arpilleristas, las circunstancias políticas del país y de sus vidas cotidianas se volvieron inseparables. A través de su arte ellas representaron su mundo: hogares vacíos e hijos buscando a sus padres. Sin embargo, a pesar de representar un mundo de horror, la arpillera es luminosa, encantadora, y habla de esperanza y del empoderamiento que nace de un trabajo colectivo” (Agosín, 1996)
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Los desechos de la esperanza quedaron estampados en las fábricas, en las poblaciones, en las casas, en los escondites que alojaban a quienes buscaban mantenerse vivos para volver a recobrar la esperanza y desechar la muerte y el asedio. La esperanza de cuántos desapareció con una ráfaga, sin más llegaron los milicos y metieron balas. Desechar la falsa esperanza de que todo cambiará sin que defiendan sus intereses matando a todo lo que luche por real libertad. Lo que busco desechar la dictadura fue lo que los pechos inflados de esperanza, organización y conciencia de clase querían desatar ¡Revolución! ¡trabajadores al poder! ¡tomemos el cielo por asalto!
Para los dueños de Chile no era más que ¡basura! Las y los esclavos con esperanza de cambiar su orden, la esperanza amenazaba su propia existencia, sus fortunas y propiedades. Ahí empezó la carrera de desechos y esperanzas, que al igual que la memoria y la historia no son una definición pura y universal, lo que para ellos era triunfo para nosotros derrota, los que para ellos eran desecho, para nosotros eran hombres y mujeres llenos de esperanza.
Las arpilleras unieron harapos, lo que es desecho para muchos, para ella era un trozo de vestimenta de su ser amado, era el pedazo que unido a otro daría el sustento a un hogar destrozado, la hilvanada unía los desechos para transformarlos en un canto pintado como diría Violeta Parra, pero un canto para poder cantar, para poder recordar, para que la ausencia no tragara toda la verdad. En el reino de la reacción, que alzaran la voz de protesta contra la miseria y el régimen quienes habían estado relagadas a la friegas era un acto de rebeldía, y en el relato de la miseria, con colore, bordados y la vida misma, aparecía la resistencia a ser el desecho que quieren despojar de todo, cuando ya lo han quitado casi todo, la humanidad y creación aparecen para mostrar lo que no es mostrado, lo indecible, el testimonio y en ese acto, en esa puesta tan intima para hablar hicieron hablar a todos con un relato contado con harapos para decir la verdad: se tortura, se mata, ¿dónde están?…
Memoria contra el olvido, las arpilleras trazaron con sus propias manos y materiales memoria de las y los vencidos, si se sigue uniendo esos trozos y trazos trabajados, podemos empezar a trazar otra capa olvidada, algo que la dictadura y la democracia pactada buscaron desechar: miles y millones militaron por la esperanza de cambiar esta sociedad. |