El pasado 15 de marzo cientos de miles de jóvenes tomaron las calles en distintas ciudades del mundo en el marco de una huelga estudiantil contra el cambio climático. En Madrid, Berlín, Viena, Roma y otras ciudades, las manifestaciones fueron masivas.
El movimiento nació el 20 de agosto de 2018, cuando la joven activista climática sueca Greta Thunberg se plantó frente a la sede del parlamento sueco con una pancarta que decía “Huelga estudiantil por el clima”. Inspirado por esta acción, desde entonces el movimiento “Fridays for Future” y los “viernes verdes” en ciudades de Europa, en los que los estudiantes faltan a clases y se manifiestan contra la crisis ambiental global bajo la consigna “No tenemos un planeta B”, ha sumado cada vez más adhesiones. Especialmente tras conocerse el contundente discurso de Thunberg en la última Reunión Cumbre del Clima (COP 24) en Katowice, Polonia.
“Nuestra civilización está siendo sacrificada para que un pequeño número de personas tengan la oportunidad de seguir haciendo enormes cantidades de dinero. Nuestra biósfera está siendo sacrificada para que gente rica en países como el mío pueda vivir con lujo. Es el sufrimiento de muchos el que paga los lujos de pocos […] Necesitamos mantener los combustibles fósiles en el suelo y debemos centrarnos en la equidad. Y si las soluciones dentro del sistema son tan imposibles de encontrar, tal vez deberíamos cambiar el sistema en sí mismo”, dijo la joven sueca, de tan solo 15 años, ante la mirada condescendiente de los representantes políticos asistentes a la cumbre.
El fenómeno, que ya se ha replicado en el Estado español a través de la plataforma Juventud por el Clima, tiene como claros protagonistas a la llamada ‘generación Z’, jóvenes de entre 13 y 20 años, junto con los ‘millennials’. Su programa es limitado. Tan solo se propone exigir a las autoridades que tomen medidas urgentes contra el cambio climático. Sin embargo, su incidencia social y política ha abierto un amplio debate entre la juventud y la izquierda europea y mundial, sobre cuáles son las vías para enfrentar la crisis ambiental global que nos amenaza, su relación con las dinámicas intrínsecamente ecodestructivas del capitalismo y los Estados capitalistas, y qué medidas son necesarias para evitar la catástrofe. Y, sobre todo, ha puesto de manifiesto la percepción que existe entre amplias capas de las nuevas generaciones, especialmente las más jóvenes, sobre la crisis ambiental: sin una transformación radical del modo de producción capitalista, no hay futuro.
Mientras tanto, el establishment mundial se divide entre el negacionismo del cambio climático, las reformas cosméticas promotoras de un “capitalismo verde” adoptadas en las cumbres y las apuestas socialdemócratas por un “Green New Deal” entre los Estados y las grandes corporaciones para poner freno el deterioro ambiental y la depredación de los recursos.
En este contexto, la movilización masiva de la juventud, que no le debe nada al capitalismo más que desigualdad, precariedad y degradación del planeta, abre la posibilidad de debatir sobre una estrategia revolucionaria para terminar con la causa del cambio climático y la devastación ambiental: el sistema capitalista.
I. Un fenómeno catastrófico llamado “cambio climático”
“Los próximos años son probablemente los más importantes de nuestra historia”. La frase es de Debra Roberts, copresidenta del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) [1] tras presentar el informe especial sobre calentamiento global de 1,5 ºC el pasado 8 de octubre.
En la actualidad, la amplia mayoría de los científicos en el mundo consideran el cambio climático una realidad tan tangible como inevitable. Pero, ¿qué es exactamente el cambio climático y qué lo ha generado?
El clima terrestre se halla regulado por un proceso natural denominado “efecto invernadero”, por el cual ciertos gases que se hallan en las capas bajas de la atmósfera (dióxido de carbono, metano, óxido nitroso, hidrofluorocarbonos, etc.), absorben parte de la radiación solar que la tierra remite en forma de calor, formando un verdadero “invernadero global”. En el caso del planeta Tierra, el equilibrio natural de este fenómeno es el que ha permitido el desarrollo de la vida tal como la conocemos. Pero cuando la concentración de los gases de “efecto invernadero” asciende en la atmósfera, este equilibrio se ve alterado dando lugar a lo que se ha denominado “cambio climático”.
Existe un consenso entre la mayoría de los científicos en que este cambio se relaciona principalmente con el aumento vertiginoso de los niveles de emisiones de los gases de “efecto invernadero” en la atmósfera, producidos por actividades antrópicas, es decir, por la acción humana. Sin embargo, esta no es una acción humana “en general”, abstracta. Sino una actividad generada en el marco de un modo de producción determinado, el capitalismo.
En efecto, desde la revolución industrial, la superconcentración de estos gases en la atmósfera, especialmente por la quema de combustibles fósiles (petróleo, carbón, gas), pero también por la deforestación (que eliminó gradualmente enormes sumideros de carbono) y otras actividades productivas capitalistas como la ganadería intensiva, ha tendido a elevar la temperatura media global –que hoy se halla cerca de los 15 ºC–, generando consecuencias insospechadas (y catastróficas) en el ambiente y la biodiversidad. Esta dinámica ha tendido a incrementarse exponencialmente con el desarrollo del capitalismo moderno, especialmente durante su última etapa neoliberal.
Aunque las diversas Cumbres climáticas han dado la “señal de alarma” sobre el cambio climático, importantes organizaciones científicas alertan sobre estos cambios desde hace décadas. Desde el IPCC hasta prestigiosas revistas científicas como Science han presentado investigaciones que plantean verdaderos escenarios de catástrofe, sosteniendo que si continúan los niveles actuales de emisión de CO2, “el mundo afrontará el índice más rápido de cambio climático en los últimos 10 mil años, alterando la circulación de las corrientes oceánicas y las pautas climáticas” [2].
Las proyecciones del IPCC indican que la temperatura media global en la superficie de la Tierra podría incrementarse entre 2 y 5 grados centígrados [3] y el nivel del océano podría aumentar entre 18 a 59 centímetros en las próximas décadas, mientras advierten que las emisiones pasadas y futuras de dióxido de carbono (CO2) seguirán contribuyendo al calentamiento durante más de un milenio. Al mismo tiempo, recientemente se ha conocido que los niveles de CO2 atmosférico han rebasado las 400 partículas por millón (ppm), pudiendo incluso alcanzar en las próximas décadas cifras superiores a los 500 ppm, niveles nunca antes vistos en la historia de la humanidad.
Para cualquier persona estas estimaciones pueden parecer irrelevantes o una mera abstracción estadística. Sin embargo, toman cuerpo cuando se advierten sus consecuencias: la ampliación de los fenómenos climáticos extremos, como tormentas, ciclones tropicales, tifones y huracanes; el calor excesivo, desplazando las zonas climáticas hacia los polos y reduciendo la humedad del suelo; así como la elevación del nivel del mar por el derretimiento de los glaciares o la fundición parcial de placas de hielo polar, con la consiguiente inundación de tierras cultivables y salinización de la capa freática costera.
Desde 1880 la temperatura media de la superficie terrestre ha subido 1 °C según el IPCC. Un cambio drástico que ya tiene consecuencias devastadoras, con la potenciación de todos los fenómenos catastróficos relativos al clima, su permanencia en el tiempo y la aceleración de sus ritmos. Entre ellos se encuentra la recurrencia de huracanes y tornados cada vez más virulentos en la zona de Centroamérica, como el que devastó Puerto Rico y otros países del Caribe hace algunos meses, o el ciclón que dejó más de 1.000 muertos en Mozambique hace pocos días. También la multiplicación de incendios incontrolables que han arrasado ciudades completas en todo el globo, la propagación de olas de calor extremas (que ya golpean al 30 % de la población mundial), inundaciones masivas -que ya afectan a 41 millones de personas en Asia Meridional- o sequías catastróficas -como las que han generado el desplazamiento forzoso de 760 mil personas en Somalia-.
Según las Naciones Unidas, en la actualidad existen más refugiados por causas climáticas que por guerras: más de 20 millones de personas. Pero incluso comienza a hablarse de “guerras climáticas”, un término acuñado por el psicólogo social alemán Herald Welzer para referirse a los conflictos bélicos detonados por modificaciones en el medio ambiente, particularmente provocados por el calentamiento global. Por ejemplo, la guerra en Siria, donde según un estudio [4] la sequía que tuvo lugar entre 2006 y 2010 colaboró en precipitar la crisis que estalló en la primavera de 2011.
Como reconoció recientemente la Organización Mundial de la Salud (OMS), si la tendencia actual continúa, las consecuencias del cambio climático podrían llevar a 250.000 muertes adicionales cada año entre 2030 y 2050, en una estimación conservadora [5].
Estos efectos recaen principalmente sobre los pueblos más pobres del mundo, expoliados por las potencias imperialistas. Pero no solo en ellos. Incluso en la poderosa e industrializada Norteamérica, los efectos del cambio climático han generado desastres incalculables, como los recientes incendios en el Oeste americano o las inundaciones masivas en Carolina del Norte y del Sur, o la devastación generada por huracanes como Andrew (1992), Katrina (2004) o Michael (2018), este último calificado de “monstruoso”. En todos estos casos, las catástrofes ambientales han afectado principalmente a los sectores más explotados y oprimidos. La amplia disponibilidad de “recursos”, tecnología, maquinaria, dinero, etc., subsumidos por el capital y la desidia imperialista, no han servido de nada.
La necesidad de combatir el cambio climático con medidas drásticas es innegable. Según el último informe del IPCC, las emisiones de gases contaminantes tendrían que reducirse en un 45 % para 2030 -en menos de 12 años- para evitar superar el umbral crítico de calentamiento de 1,5 grados centígrados, por encima del cual se generalizaría el aumento del nivel del mar, los fenómenos meteorológicos extremos y la escasez de alimentos.
Un escenario que no deja lugar para medidas parciales ni “reformistas”. El calentamiento global es solo una manifestación, quizá una de las más devastadoras, de la naturaleza destructiva del sistema capitalista.
II. Negacionismo y “capitalismo verde”: de la farsa de Kyoto a la Cumbre de París
Frente a la crisis global que supone el cambio climático, el capitalismo oscila entre dos estrategias: por un lado, una campaña de negación de las evidencias científicas tendiente a presentarlos como una “ideología” más que como un hecho fáctico; por el otro, una estrategia de promoción de un “capitalismo verde” o “sostenible”, que promueve acuerdos internacionales y brega por una reconversión parcial y limitada de los sistemas productivos, mientras preserva y fortalece el modelo de acumulación y explotación capitalista.
El campo del negacionismo es muy amplio. En sus filas militan desde Trump, el Partido Republicano y el Tea Party en Estados Unidos, hasta sectores minoritarios de científicos. Pero su núcleo está en las grandes corporaciones. Como explica Luciano Andrés Valencia [6], la “industria de la negación” tiene como principales impulsores a corporaciones petroleras, automotrices, metalúrgicas y empresas de servicios públicos, que son las principales responsables de las emisiones de gases contaminantes que generan el aumento de temperatura.
Estas megacorporaciones, como la petrolera británica Exxon Mobil o Koch Industries -propiedad de los hermanos Charles y David Koch-, gastan anualmente miles de millones de dólares en campañas negadoras del cambio climático. Incluso han creados grupos de presión como la Global Climate Coalition, contratando científicos y especialistas en relaciones públicas para convencer a periodistas, Gobiernos y al público en general de que las alarmas sobre el cambio climático son inexactas y exageradas como para justificar políticas de regulación sobre las emisiones.
Esta es la base de sustentación del posicionamiento de la administración Trump. Obviamente que viniendo de los inventores de la “verdad alternativa” (alternative truth) la negación del cambio climático no es extraña. En resumen, el posicionamiento es que “el cambio climático no existe… y si existe, no es culpa nuestra, sino un fenómeno natural”. Toda la evidencia científica, así como las manifestaciones catastróficas del cambio climático, serían pura “ideología”.
Ciertamente, “la historia geológica de la Tierra es la historia de cambios climáticos”, sostiene Gilson Dantas [7]. “Hace más de 3 millones de años la Tierra tenía 3 °C más que antes de nuestra era industrial. Y ciertamente tuvimos eras de hielo e interglaciares”. La diferencia es que la última era interglaciar duró en torno a los 30 mil años, y si la humanidad se encuentra transitando una nueva era interglaciar, esta no llega aún a los 10 mil años. En ese contexto, el calentamiento global actual no solo no es esperado, sino que se encuentra fuera del patrón geológico-temporal de la Tierra. Y no hubo ningún cambio sustancial en los rayos que llegan de afuera de la Tierra y ni en el comportamiento del Sol, ambos determinantes para entender el calentamiento terrestre. Los cambios han sido producidos por otro factor: la industria capitalista.
La ciencia no es ajena a los intereses económicos ni a la lucha de clases. Bajo el imperio del capital y los grandes monopolios no puede existir una ciencia neutral. Aun así, la mayoría aplastante de la comunidad científica -e incluso, cínicamente, gran parte del establishment capitalista mundial-, coincide en que si la temperatura en la Tierra sube más de 2 °C tendremos una catástrofe planetaria. En ese marco, la ideología -en el sentido marxista de “falsa conciencia”- está del lado de quienes niegan la devastación ambiental y social que la economía capitalista está generando, mientras promueven la vulgata de que el cambio climático solo son “veranos más calurosos”.
Como contraparte del negacionismo, el bando del “capitalismo verde” no es menos variopinto. Desde el Partido Demócrata norteamericano, Angela Merkel, Emmanuel Macron, pasando por diversas y pujantes corporaciones capitalistas, organismos internacionales, hasta ambientalistas y ONGs, alegan lo contrario. En un ejercicio de sincretismo entre neoliberalismo, neokeynesianismo y “economía verde”, denuncian el calentamiento global y acuerdan en costosas cumbres climáticas medidas de protección ambiental, controles y grandes objetivos de reducción de emisiones, que en todos los casos no han sido más que documentos diplomáticos sin mayores consecuencias prácticas.
Aunque consideran el cambio climático como un hecho demostrado científicamente, su estrategia es incapaz de proponer una solución, porque para hacerle necesariamente deberían traspasar los marcos del sistema de producción capitalista. Por ello, la política para combatir el calentamiento global se ha reducido principalmente a promover medidas de “mitigación” y “adaptación”, es decir, la atenuación de la emisión de gases contaminantes y la contención de sus consecuencias devastadoras.
Como parte de estas medidas la estrategia mundial más destacada fue el Protocolo de Kyoto, ratificado luego de varios años de su adopción en diciembre de 2004, luego de su ratificación por parte de la Federación Rusa [8]. Considerado en su momento como un gran paso adelante, incluso a pesar de la política de EE. UU. y el gobierno de George Bush de rechazar su ratificación -siendo EE. UU. entonces el responsable del 36 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero-, el Protocolo de Kyoto no hizo más que “recomendar” reducciones insignificantes en las emisiones de CO2 de las 34 naciones industrializadas.
Aun así, el Protocolo generó un sistema que permitía evadir los intrascendentes objetivos de reducciones gracias a “mecanismos de flexibilidad”, que permitían ganar el derecho a emitir todavía más dióxido de carbono mediante la compra y venta de “bonos de carbono”. Sí, el capitalismo imperialista se las ingenió para crear un nuevo mercado: una bolsa mundial de gases de decenas de miles de millones de dólares.
A la cumbre de Kyoto (COP3, 1997) le siguieron otras que fueron un fracaso (COP15 Copenhague, 2009) o solo revelaron el estancamiento (COP19 Varsovia, 2013). La última gran cumbre fue la COP21, reunida en París. En 2015, los representantes de 195 países llegaron a lo que el entonces presidente francés, François Hollande, calificó como el primer pacto “universal de la historia de las negociaciones climáticas”.
Sin embargo, “las cumbres mundiales sobre el calentamiento global no son realmente efectivas sino más bien ejercicios de diplomacia teatral”, como dijo el filósofo y ecologista Jorge Riechmann [9]. Y la Cumbre de Paris fue exactamente eso, una nueva puesta en escena orquestada por los principales contaminadores del planeta.
El texto del acuerdo adoptó como límite el aumento de la temperatura global en 2 °C con respecto a los niveles preindustriales, dejando abierta la posibilidad de reducir el objetivo a 1,5 °C. Sin embargo, la previsión de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero son determinadas “por el nivel nacional”, es decir por los Estados. El acuerdo no implica ningún compromiso, ni planificación, ni mecanismos de revisión o sanciones en caso de no respetarse.
Además, para que el acuerdo entre en vigencia en 2020, deberá ser ratificado, aceptado o aprobado por al menos 55 países que representen al menos el 55 % de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero. Sin embargo, cualquier país podrá retirarse, previa notificación “en cualquier momento después de un período de 3 años a partir de la entrada en vigencia del acuerdo”.
Al igual que Kyoto, una farsa. Quizá la mayor prueba de ello hayan sido las declaraciones de uno de los principales climatólogos del mundo, el excientífico de la NASA, James Hansen, que en una entrevista a The Guardian dijo: “Esto realmente es un fraude, una mentira. Para ellos, ya no significa nada decir ‘Nuestros objetivos son los 2 °C de calentamiento y trataremos de hacerlo mejor cada 5 años’. Son palabras sin valor. Sin acciones, simplemente son promesas. Mientras que las energías fósiles sigan siendo las más baratas, se continuarán utilizando”.
A pesar de que el Acuerdo de París es por su propia naturaleza completamente impotente para conseguir la reducción de emisiones de carbono, el gobierno de Donald Trump -al igual que Bush en Kyoto- ni siquiera aceptó esa tasa de reducción. La decisión, sin embargo, tiene lógica. Mediante un documento diplomático la COP21 intenta poner un límite a las emisiones de gases de efecto invernadero, pero los límites son absolutamente incompatibles con el funcionamiento del sistema capitalista.
La esencia del capitalismo es la ampliación de la ganancia y la acumulación a cualquier costo. Incluso si este costo implica la destrucción material del planeta. Cuando China y Estados Unidos, junto a la Unión Europea, producen la mayor parte de los gases de efecto invernadero que aniquilan la tropósfera, y los capitalistas se dirimen entre posturas negadoras o cumbres impotentes de gestión de la crisis ambiental, el resto del mundo sigue sufriendo los efectos del cambio climático.
Por ello la idea de un “capitalismo verde”, que elimine de forma íntegra y efectiva las causas que están en la base de la catástrofe ambiental global que nos amenaza y promueva un “desarrollo sostenible” de la humanidad y el conjunto de las especies que pueblan el planeta, es una quimera. La solución a la crisis climática global no puede nacer en ningún caso de las entrañas del mismo sistema que la produjo.
III. Crisis ambiental, “Green New Deal” y “capitalismo sostenible”
Karl Marx y Friedrich Engels escribieron en el Manifiesto Comunista que “las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros.” Si estas palabras fueron y son certeras para explicar las contradicciones entre el capital y el trabajo, también lo son para explicar la contradicción entre el capital y la naturaleza.
El cambio climático, entre otros fenómenos pavorosos de la crisis ambiental global, es una muestra de las “potencias infernales” que el capitalismo ha engendrado y cuyas primeras y devastadoras consecuencias hoy resultan a todas luces inevitables.
Este fenómeno no es ni mucho menos la única expresión del poder destructivo del capital. A la alteración del clima se suman la crisis en el ciclo del carbono, del agua, del fósforo y del nitrógeno, la acidificación de ríos y océanos, la pérdida creciente y acelerada de los bosques y la biodiversidad, la extinción masiva de especies, la pérdida de la fertilidad del suelo y los cambios en los patrones en el uso de la tierra, la contaminación química y el agotamiento generalizado de los recursos. A esta dinámica ecodestructiva se relaciona directamente la degradación social y material de cientos de millones de personas que sufren la miseria, el desempleo y la precariedad laboral, mediante los cuales el capitalismo asegura su rentabilidad y reproducción.
Esta situación, completamente inédita para la historia de la humanidad, es el resultado lógico, no meramente accidental, de un sistema económico cuyo motor es la sed de ganancias de las clases dominantes. Aunque saciarla implique la destrucción del ambiente y las fuerzas vitales de trabajadores y campesinos de todo el mundo.
Desde sus orígenes, el capitalismo tuvo una actitud de desprecio y saqueo hacia la Naturaleza, como si los recursos que esta provee a la humanidad fueran infinitos y, sobre todo, sin costo. "No nos envanezcamos demasiado de nuestra victoria sobre la Naturaleza, porque esta se venga de cada una de nuestras victorias... A cada momento se nos recuerda que no dominamos la Naturaleza como un conquistador a un pueblo extranjero sojuzgado, que no la dominamos como quien es extraña a ella, sino que le pertenecemos en carne y sangre y cerebro y vivimos en su regazo", escribía Engels en su Dialéctica de la Naturaleza.
En su teoría de la “fractura metabólica” [10] en la relación entre la ciudad y el campo, entre los seres humanos y la tierra, Marx reconoce de manera nítida y crítica el poder destructivo del capital, argumentando que la fractura en el metabolismo universal de la naturaleza conlleva inevitablemente la degradación de las condiciones materiales para un desarrollo verdaderamente libre y sostenible del ser humano. Como asegura Kohei Saito, profesor asociado de política económica de la Universidad de Osaka, “Marx entendió que básicamente no importa si una gran parte del planeta se vuelve inapropiado para la vida mientras la acumulación de capital sea posible” [11].
Pero lo que en la época de los fundadores del marxismo revolucionario aún constituía un horizonte teórico, en nuestro tiempo se ha transformado en una realidad patente. La irracionalidad del sistema de producción capitalista-imperialista y sus patrones de consumo ha llegado al punto de poner seriamente en riesgo el equilibrio natural del planeta y, con ello, la propia existencia de inmensas porciones de la especie humana y millones de otras especies que habitan el planeta.
Las y los impulsores del movimiento “Firdays for Future” contra el cambio climático que se multiplican por Europa y el mundo son cada vez más conscientes de esta realidad. Por ello denuncian al sistema capitalista como causante de la actual crisis ecológica. Hasta intuyen que detrás de las declaraciones de intenciones de las cubres climáticas no hay más que demagogia. Sin embargo, carecen aún de una estrategia para superarlo. Su perspectiva se reduce a una vigorosa denuncia y exigencia a los representantes políticos capitalistas para que tomen medidas urgentes. En el mejor de los casos, abrazan la perspectiva de una “Green New Deal” (GND), como lo hace un amplio sector de activistas medioambientales en Estados Unidos y Europa.
En EE. UU. esta política es defendida por algunos aspirantes a la presidencia del Partido Demócrata norteamericano, como Bernie Sanders, Elizabeth Warren o la autodenominada “socialista democrática” Alexandria Ocasio-Cortez. El GND, sostiene esta última, permitiría a los Estados Unidos una transición hacia el 100 % de energías renovables en un plazo de 10 años, a la vez que promete crear millones de empleos ligados a la construcción de una red eléctrica eficiente en todo el país basada sobre energías renovables, entre otras medidas.
Esta perspectiva, sin embargo, no trasciende en ningún terreno los márgenes del capitalismo norteamericano. Al contrario, promueve que las mega corporaciones milmillonarias, responsables de la crisis ecológica actual, sean las que desarrollen la infraestructura para salir del desastre. Y que para ello cuenten con cuantiosas subvenciones públicas [12].
La idea que subyace detrás de las perspectiva del “New Green Deal” o iniciativas similares como como la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible impulsada por las Naciones Unidas es que, si los Gobiernos de los principales países industrializados del mundo toman consciencia de la situación, serían capaces junto con las empresas de adoptar medidas drásticas en favor de la preservación del ambiente. De este modo podría alcanzarse un verdadero “desarrollo sostenible”.
El uso recurrente de este concepto resulta interesante. Hace décadas que esta idea se ha instalado en la literatura política, económica y ambiental. Incluso es utilizado por sectores de la izquierda que se reivindica anticapitalista. Aunque hay muchas definiciones del concepto, la más característica fue formulada por primera vez en 1987 y dice: “Es el desarrollo que satisface las necesidades actuales de las personas sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las suyas” [13].
Sin embargo, en el capitalismo ni las “necesidades actuales” son satisfechas ni mucho menos es esperable que lo sean las de las generaciones futuras. Tanto el “Green New Deal” como la Agenda 2030, que son hoy referentes para buena parte de las fuerzas políticas “progresistas”, se fundamentan en la idea de que es posible un “capitalismo sostenible” y que las corporaciones que han generado la crisis actual pueden reconvertirse en las salvadoras del planeta. Como se ve, la idea misma es una contradicto in adiecto (una contradicción en sus términos).
Por el contrario, de acuerdo con su propia lógica depredadora, el capital puede beneficiarse incluso de la catástrofe ecológica. Y de hecho lo hace. Como sostiene Saito desde una perspectiva ecosocialista, “el capital puede seguir sacando beneficio de la actual crisis económica inventando nuevas oportunidades empresariales, como la geoingeniería, los OMG, el mercado de carbón y los seguros por desastres naturales. Así que los límites naturales no llevan al colapso del sistema capitalista. Puede seguir incluso sobrepasando estos límites, pero el actual nivel de civilización no puede existir sobre ciertos límites. Por eso un serio compromiso con el calentamiento climático requiere simultáneamente una lucha consciente contra el capitalismo” [14].
Para Saito “el cambio climático no pone fin al régimen del capital”. En cualquier caso, “el capitalismo es mucho más elástico en ello, este sistema social es probable que sobreviva y continúe acumulando capital incluso si una crisis ecológica aumenta la destrucción del planeta y produce una masa ecológica proletaria por todo el mundo. La gente rica probablemente sobreviviría, mientras que los pobres son mucho más vulnerables al cambio climático, a pesar de ser mucho menos responsables de la crisis que los ricos. Los pobres no poseen medios tecnológicos y financieros para protegerse a ellos mismos de las catastróficas consecuencias que derivarán del cambio climático. Luchar por la justicia climática claramente incluye un componente de lucha de clases, como fue el caso del colonialismo británico en Irlanda e India”.
IV. Estrategia revolucionaria, hegemonía obrera y perspectiva socialista
Frente a una perspectiva absolutamente irracional a la que nos aboca el capitalismo, es evidente la necesidad de medidas drásticas y urgentes. Pero estas no pueden depender de la buena voluntad de los Gobiernos de las potencias imperialistas que son las principales responsables del desastre actual, ni de las “nuevas agendas progresistas y verdes” impulsadas por las grandes corporaciones del “capitalismo verde”.
Es necesario tomar el presente y el futuro en nuestras manos mediante una planificación racional de la economía mundial. O como diría Marx, mediante “la introducción de la razón en la esfera de las relaciones económicas”. Y esta solo puede ser posible si la planificación de la economía se encuentra en manos de la única clase que por su situación objetiva y sus intereses materiales tiene interés en evitar la catástrofe: la clase trabajadora.
Frente a la farsa de las cumbres climáticas y las promesas de un “capitalismo verde” dirigido por las corporaciones imperialistas, es necesario desplegar un programa transicional orientado hacia una completa reorganización racional y ecológica de la producción, la distribución y el consumo.
Para ello es necesario en primer lugar reorganizar radicalmente el sector de la industria energética, expropiando a las grandes corporaciones para poner las empresas bajo la gestión democrática de las y los trabajadores, bajo supervisión de comités de consumidores. De este modo, el sector energético podría avanzar hacia una reestructuración completa que permita una rápida transición hacia el uso exclusivo de fuentes de energía renovables y esté orientado a satisfacer las necesidades de la población.
Al mismo tiempo es necesario nacionalizar sin indemnización y bajo control obrero todas las empresas de transporte, así como las grandes empresas automovilísticas, para alcanzar una reducción masiva de la producción automotriz y del transporte privado, mientras se desarrolla el desarrollo de transporte público en todos sus niveles.
La nacionalización bajo gestión directa de las y los trabajadores de sectores como estos, sería solo el primer paso hacia la nacionalización del conjunto de los sectores económicos estratégicos de las ciudades y el campo, con el objetivo de establecer un plan general verdaderamente sustentable.
Este programa, junto a otras medidas de imperiosa necesidad, son obviamente imposibles de alcanzar en los marcos del capitalismo. Para llevarlo a cabo hace falta una estrategia revolucionaria que enfrente decididamente a los responsables del desastre. La juventud que hoy sale a las calles en todo el mundo para luchar por la “justicia climática” tiene el desafío de avanzar en la radicalización de su programa para plantear la única perspectiva realista para enfrentar la catástrofe: impulsar la lucha de clases para terminar con el sistema capitalista y poner todos los resortes de la economía mundial en manos de la clase trabajadora.
Al mismo tiempo, la clase trabajadora debe ubicarse como sujeto hegemónico de este combate, tomando estas demandas no solo como parte de la lucha por mejorar sus condiciones de vida, sino por dar una salida progresiva a la crisis civilizatoria que prepara el capitalismo.
Esta es la precondición indispensable para instaurar un sistema basado en la solidaridad, que restaure el metabolismo natural entre los seres humanos y la naturaleza, que reorganice la producción social respetando los ciclos naturales sin agotar nuestros recursos, terminando al mismo tiempo con la pobreza y las desigualdades sociales. Ese sistema no tiene otro nombre que socialismo.
Ante la catástrofe ambiental que nos amenaza, la disyuntiva planteada por Rosa Luxemburg, “socialismo o barbarie”, adquiere una renovada significación. En la víspera de la carnicería imperialista que fue la primera guerra mundial, la gran revolucionaria polaca advertía que “si el proletariado fracasa en cumplir sus tareas como clase, si fracasa en la realización del socialismo, nos estrellaremos todos juntos en la catástrofe”. Para Luxemburg, el socialismo no era un destino predeterminado por la historia; lo único “inevitable” era el colapso al que llevaba el capitalismo y las calamidades que acompañarían este proceso si la clase obrera no lograba impedirlo.
En nuestro siglo, las condiciones de la época de las crisis las guerras y las revoluciones se reactualizan, enfrentando a la clase obrera y los pueblos del mundo no solo a la barbarie de la guerra y la miseria, sino de la potencial destrucción del planeta. Un proyecto verdaderamente ecológico que conjure la catástrofe ambiental a la que nos conduce el capitalismo solo pude serlo en tanto sea anticapitalista y la clase trabajadora se disponga subjetivamente a la vanguardia de imponerlo mediante la lucha revolucionaria. |