Los días han dado paso, del impacto inicial, a un infinito desprecio por aquellas hipócritas e insultantes muestras de tristeza falsa por parte del Gobierno y los empresarios de un país imperialista que fueron incapaces de cuidar y mantener siquiera uno de sus más llamativos íconos.
Pero acá no se trata solamente de un debate histórico o de museo. Es un debate vivo, de presente y de futuro. La actitud hacia la herencia cultural muestra no solamente la emotividad individual, sino y sobre todo los proyectos y deseos hacia la entera humanidad y su porvenir.
Sin lugar a dudas, la Catedral de Notre Dame no solamente encierra valiosos tesoros, sino que una contradicción histórica y simbólica enorme: es expresiva de cuestiones opuestas. Por un lado, el oscurantismo más aberrante de la institución del cristianismo. Por otro, uno de los puntos más altos de la creación humana. ¿Qué hacemos con ambas cosas?
Es notorio que la alegría iluminada que el primer momento causó en algunas personas, cuando el fuego libre conquistaba tabla tras tabla milenaria, era una alegría que se sustentaba enteramente en la cuestión del símbolo opresivo. “Que arda la iglesia” era un deseo vivo, un sentimiento genuino. Y sin embargo, tan elemental, tan prosaico, tan arcaico. Y es que, igualar un símbolo con aquello que representa es acaso un tipo de pensamiento más atrasado que el cristianismo mismo, un pensamiento anterior al famoso nacimiento en Nazaret, anterior incluso a los famosos griegos. La persona de esos tiempos antiguos escribía el símbolo de un mal en una piedra y la arrojaba a un pozo, pensando que el mal se iba con la piedra. Por supuesto, el símbolo desaparecía, pero el mal no. La persona que arrojaba la piedra, por su parte, se alegraba mucho de haberse deshecho de las desgracias. Pero nunca resultó, claramente.
Y es que la iglesia católica no se sustenta solamente en símbolos. Eso es lo que sus sacerdotes quieren hacer creer, como si fuesen representaciones de lo divino en la mundana tierra. Por el contrario, la iglesia católica manejó durante siglos los destinos de medio mundo gracias a los Estados, los ejércitos, sus hordas de guardianes de la fe y demases agentes. Experta en camuflaje, cuando las universidades le ganaron terreno también abrieron universidades, también quisieron argumentar las historias de su libro con ciencia, y así podemos verla hoy, educando las futuras generaciones.
Y todo esto no puede derribarse con palitos de fósforo. Es demasiada grande la tarea que tenemos por delante como para dejársela a las simples fórmulas químicas. Por lo demás, una vez apagado el fuego, lo que queda en pie es una cofradía aún más convencida, con más fe, más organizada y decidida, seguros de que con o sin catedral son los defensores del bien.
La iglesia católica ha conocido y sustentado todas las formas de explotación y opresión de clase, de género y étnica. Hundió a las mujeres en la desgracia bíblica. Apretó con su mano el látigo del amo contra el esclavo. Estuvo sobre el caballo del señor pisoteando al siervo. Ha bendecido toda la ganancia que los capitalistas le arrebatan al obrero.
¿Qué hacemos las clases explotadas y oprimidas?
El sentimiento es fuerte, la iglesia católica nos ha hecho demasiado mal. Salieron a invadir, robar y destruir al mundo. Estuvieron junto a todos los dictadores que defendieron la explotación. Se han metido en todos los aspectos de nuestras vidas, nuestras emociones, decisiones, percepciones de la realidad y hasta nuestros cuerpos. Quieren que su decisión sea nuestra decisión, imponiéndonos a la fuerza el sufrimiento en esta Tierra, con la promesa de que una vez muertos conoceríamos el paraíso.
Pero la emoción no basta.
El sentimiento ciego es insuficiente. Puede haber odio, puede haber rabia, puede haber indiferencia o simplemente un deseo de que ya no se metan en lo que no les importa. Esos sentimientos pueden mover a tanta gente que ya no sea un asunto individual, sino colectivo. De masas. El hastío con un régimen opresivo es el germen de todo cambio. El asco y desprecio por todo aquello que nos oprimió una vida entera son la fuerza que puede hacer temblar hasta lo más sólido. Pero no basta.
Llega un momento en que surge la pregunta: ¿destruimos todo?
La revoluciones de explotados y oprimidos a lo largo de la historia ya han respondido esta pregunta: incluso hasta para destruirlo todo necesitamos aprender del pasado. ¿Nuestros antepasados, lo destruyeron todo? Y si acaso lo hicieron, ¿no tuvieron que aprender a hacerlo científicamente?
Y, así, nuestros antepasados llegaron a la conclusión de que todo aquello cuanto construyeron les pertenecía, era creación suya, era esfuerzo suyo, incluso si no podían usarlo o disfrutarlo. Y por todas partes se lanzaron a una lucha por recuperarlo, por volverlo a nuestro lado, por hacerlo parte de nuestra historia. La educación, la ciencia, los edificios, las fábricas y la naturaleza misma: todo es nuestro, de las clases explotadas y oprimidas. Y cuando nuestros antepasados, explotados y oprimidos, se dieron cuenta de la inmensa libertad que significaba disfrutar del ocio y del descanso, pudieron no sólo disfrutar del arte que heredaron, sino que desarrollarlo como nunca antes. Porque es nuestro derecho a hacerlo.
Y como el mundo nos pertenecía, llegaron a la conclusión de que había que aprender a manejarlo. No como los explotadores de antes, que pensaban en ellos mismos, sino pensando en la entera humanidad, el planeta y su futuro. Y para ello, de nuevo, se dieron cuenta que había que aprender de las creaciones del pasado. Porque los explotadores, en su afán por mejor explotarnos, habían desarrollado la ciencia y la técnica a un nivel que ni nos imaginábamos. Nos hicieron construir las salas de clases, y una vez terminadas nos dejaron afuera y entraron sólo sus hijos.
Pero cada revolución de explotados y oprimidos llegó a la conclusión de que no bastaba el puro odio destructivo. Había que aprender, había que formarse, había que hacer propio todo el conocimiento del pasado, no sólo porque se construyó sobre nuestras espaldas, sino porque sin ese conocimiento íbamos a volver a la época de las cavernas. Es más, sin ese conocimiento era probable que nuestra revolución fuese derrotada. Tenemos que aprender de lo que fuimos capaces de hacer, y también de nuestros errores y de quienes nos llevaron al desastre, para no tener que volver a empezar siempre de cero. Esa conclusión, acaso más valiosa que los tesoros del Vaticano, es la que más iluminó al mundo con el fuego de París.
Por ello es necesario recuperar todo aquello que construimos. Una revolución es progresiva en tanto resuelve los dramas sociales de una entera época. Eso sólo podemos hacerlo explotados y oprimidos. Por el contrario, si nuestra guía de acción lleva a la pura ruina y ceniza, haciéndonos regresar a la época de las piedras en los pozos, esa revolución termina como tal y se vuelve en su exacto contrario, en un fenómeno regresivo para la humanidad. Ya lo han demostrado demasiado dolorosamente todos los imperios saqueadores de tesoros y destructores de culturas.
Preocuparse por esto no es lo mismo que preocuparse únicamente por la comentada catedral. Quienes luchamos por un futuro sin explotación y opresión no miramos solamente a Europa. Todos los días luchamos contra la destrucción del planeta, contra la hambruna que causan los mismos gobiernos que hoy se lamentan, contra el sufrimiento de miles de millones de personas que no tienen asegurado ni el día de hoy. No hay la más mínima separación entre Notre Dame, Al-Aqsa, los bosques milenarios, los niños desnutridos o los países convertidos en escombros. Todo tiene un mismo origen y explicación, y una misma salida: liquidar esta sociedad dividida en clases sociales, bendita por manos pedófilas.
Sorpresa, entonces. Ya sea si queremos destruirlo todo, o recuperarlo todo, tendremos que aprender no sólo del pasado, sino directamente de nuestros opresores, a desarrollar el milenario arte de la guerra, acaso el arte más violento y opresivo jamás practicado. Y si queremos vencer, hay que aprender el arte de la insurrección. ¿Es eso del pasado? Ocurrió en el pasado, y es inevitable que vuelva a ocurrir, a menos que nos quedemos mirando en paz cómo los multimillonarios nos insultan con sus donaciones.
El pasado, el presente, el futuro, la tierra, el mar, el cielo, las paredes y las esculturas no pueden seguir el destino de la Catedral de Notre Dame. En sus manos sólo esperan la ruina. En nuestras manos, podemos decidir en qué las convertiremos. |