Hace algunas semanas el papa emérito Benedicto XVI publicó en la revista alemana Klerusblatt un artículo titulado “La Iglesia y el escándalo del abuso sexual”, con una extensión de dieciocho páginas y media. El texto inmediatamente fue reproducido por portales de todo el mundo.
Allí el predecesor de Francisco realiza una serie de reflexiones relacionadas al escándalo permanente e imparable a nivel mundial que sumerge a la Iglesia católica en una de sus crisis históricas más relevantes: la pedofilia eclesiástica.
La prensa católica afirma que el texto del jubilado sumo pontífice estuvo “inspirado en la reunión de febrero pasado sobre la protección de los menores en la Iglesia promovida por el papa Francisco” y que él solo pretende “ayudar en esta hora difícil”.
En rigor, esa reunión fue una cumbre vaticana para acordar criterios comunes sobre cómo reaccionar ante las denuncias que no cesan, siempre buscando que la Santa Iglesia quede lo mejor parada posible. Cumbre que, dicho sea de paso, se hizo a espaldas de las cientos de organizaciones de sobrevivientes de abuso sexual eclesiástico dispersas por todo el mundo.
Échale la culpa a París
La protoencíclica de Joseph Rantzinger (o, mejor dicho, encíclica camuflada de artículo periodístico) se divide en tres partes. Una donde analiza el desarrollo de “la revolución sexual” iniciada en los 60. Otra en la que habla de las consecuencias de ese proceso en la formación y la vida de los sacerdotes, en lo que llama “el colapso de las vocaciones sacerdotales”. Y una tercera parte donde se pregunta qué debe hacer la Iglesia hoy y se responde a sí mismo.
Pero de fondo, el artículo de Benedicto XVI tiene un objetivo muy preciso, más allá de las volteretas discursivas que utiliza. Su idea fuerza es que la Iglesia repita en todo el mundo que la culpa de toda la pedofilia cometida dentro de la institución la tiene el Mayo Francés de 1968. Y, por añadidura, el marxismo y todos sus derivados.
El papa emérito dice esto pese a que es de público conocimiento que en los años 80 surgieron con fuerza los primeros denunciantes de abusos sexual eclesiástico, que eran ya adultos y relataban horrendas vejaciones cometidas en los años 40 y 50, bastante tiempo antes de que obreros y estudiantes desafiaran al poder llenando de fuego y rebeldía las calles parisinas.
Algunos pasajes del artículo de Ratzinger son más que ilustrativos del combate que asume como personal a la vez que épico. Dice que “el asunto (de la pedofilia en la Iglesia, NdR) comienza con la introducción de los niños y jóvenes en la naturaleza de la sexualidad, algo prescrita y apoyado por el Estado”.
O sea, el germen de responsabilidad de que haya curas y obispos violadores es que se haya avanzado en la educación sexual de niños, niñas y adolescentes. “Lo que al principio se buscaba que fuera solo para la educación sexual de los jóvenes, se aceptó luego como una opción factible”, afirma plantando bandera.
Para él la proliferación, en los 60 y 70, de cines en las grandes ciudades europeas donde se pasaban películas pornográficas a toda hora del día es un ícono de esa explosión de decadencia moral universal. Todo inspirado, asegura, en “las libertades por las que la Revolución de 1968 peleó”, de entre las cuales “la libertad sexual total, una que ya no tuviera normas”, era la más importante.
El papa incluso afirma que esa libertad sexual se relaciona directamente con “la voluntad de usar la violencia que caracterizó esos años”. Se refiere, naturalmente, a las estrategias combativas abrazadas por millones de jóvenes en todo el mundo, inspirados en la revolución cubana, el Mayo Francés y la resistencia vietnamita. No al Napalm estadounidense, a las dictaduras latinoamericanas y africanas y las bandas parapoliciales y ultracatólicas. A no confundir.
En algo Benedicto XVI no falla. Si bien la relación entre el Mayo Francés y el surgimiento del activismo de liberación sexual en Francia no fue lineal, las perspectivas de “revolución sexual” en aquellos años estuvieron inscriptas en el marco general de la lucha de clases abierta en el período.
Las barricadas de París diseminaron por el mundo la idea de que la imaginación, el placer, el goce y la libertad plena del ser humano como horizontes posibles se dan de patadas con el sistema de explotación y opresión capitalista y con el corpus moral sostenido por la doctrina eclesiástica. Y eso es lo que siempre inquietó (¡y nunca deja de inquietar!) a los jerarcas de la Iglesia católica.
En el colmo de su operación ideológica, Benedicto sentencia que “parte de la fisionomía de la Revolución del 68 fue que la pedofilia también se diagnosticó como permitida y apropiada”. Así, como una satánica y antihumana regla de tres simple.
Piel de cordero
Era lógico que, luego de semejante razonamiento, Ratzinger concluyera en que “para los jóvenes de la Iglesia ese fue un tiempo muy difícil” y que “el extenso colapso de las siguientes generaciones de sacerdotes en aquellos años y el gran número de laicizaciones fueron una consecuencia de todos estos desarrollos”.
Luego de esas definiciones, el antecesor de Bergoglio en el Vaticano se lanzó a analizar en profundidad las transformaciones que la (por él llamada) “Revolución del 68” produjo al interior de los monasterios y conventos formadores de curas. Obviamente, todo mal. Tanto se dejaron contaminar, según él, por los homosexuales-porno-pedófilo-revolucionarios, que terminaron por hacer colapsar a “la teología moral católica”, dejando “a la Iglesia indefensa ante estos cambios en la sociedad”.
Sí, así como se lee. Ahora resulta que en esta historia la Iglesia católica vendría a ser, según la óptica ratzingeriana, una verdadera víctima del accionar de fuerzas diabólicas externas, encarnadas en millones de jóvenes con ideas libertarias y anticapitalistas. Fuerzas que se apoderarían impiadosamente de malformados curitas que, trágicamente, terminan sucumbiendo ante la tentación y cometiendo los más horrendos crímenes contra quienes, supuestamente, debían proteger y educar.
El papa emérito es categórico al incorporar otro elemento causante de la llamada “degeneración” y “decadencia moral” de la Iglesia: la existencia en las filas eclesiásticas de curas homosexuales. “En varios seminarios se establecieron grupos homosexuales que actuaban más o menos abiertamente, con lo que cambiaron significativamente el clima que se vivía en ellos”, destaca. Obviamente los homosexuales integran, para Ratzinger, esa despreciable parte de la sociedad que no tiene a Dios como supremo todopoderoso.
Sin embargo a Ratzinger no le interesa en lo más mínimo la pedofilia de sus clérigos. A él lo que realmente le importa es los alcances del escándalo. Y lo dice claramente: “el asunto de la pedofilia, según recuerdo, no fue agudo sino hasta la segunda mitad de la década de 1980”. Es decir, mientras no fuera agudo, mucho problema no había. Eso sí, ahora que el asunto se hizo “agudo”, cuestiona que la Iglesia no supo reaccionar. Ahora, dice, “las malas hierbas en el campo de Dios son excesivamente visibles”.
Contra las víctimas, con el Estado
Es interesante un pasaje del texto de Ratzinger que, pese a la maniobra discursiva “antipedofilia”, desnuda completamente su preocupación y su pensamiento (en última instancia) político.
El papa emérito propone una ley canónica (la “constitución” de la Iglesia) “balanceada que se corresponda con todo el mensaje de Jesús”, que no solo tenga “que proporcionar una garantía para el acusado, para quien el respeto es un bien legal, sino que también tiene que proteger la fe que también es un importante bien legal. Una ley canónica adecuadamente formada tiene que contener entonces una doble garantía: la protección legal del acusado y la protección legal del bien que está en juego”.
Garantías y resguardo tanto para los clérigos acusados como para la fe… ¿Y las víctimas de la pedofilia, santo padre? Bien, gracias.
Pero además es tan demagogo que sugiere sancionar a los curas pedófilos con “la pena máxima, es decir la expulsión del estado clerical”, algo que nunca llevó adelante siendo papa pero que tampoco le impone hacer a Francisco desde marzo de 2013. Un farsante.
En las dieciocho páginas y media de artículo Ratzinger omite un elemento central. La pedofilia, en el caso de los curas agravada por ser alguien que debería resguardar doblemente la seguridad y la salud de quienes eligen como víctimas, es un delito muy grave en todas partes del mundo.
Sin embargo, al papa emérito ni habla de llevar a los estrados judiciales a los victimarios denunciados en sedes canónicas. Algo que, como se demuestra en la Argentina del papa Francisco, parece ser una ley no escrita para las jerarquías eclesiásticas, toda vez que lo que procuran siempre, siempre, es proteger a los violadores y desalentar a los denunciantes, llegando incluso a atacar mafiosamente a querellas y testigos.
Por útimo, el exsanto padre refunfuña porque en los últimos setenta años en muchos países europeos y de otros continentes se produjeron no pocos procesos de laicización de los estados, dejando a la Iglesia de lado como fuente doctrinaria de constituciones y legislaciones.
El enojo del exjoven militante de las SS alemanas es comprensible. De llevarse adelante en todo el mundo un proceso real de separación de la Iglesia del Estado, la Iglesia contaría con muchas menos herramientas legales, con mucha menor capacidad de lobby y con mucho menos dinero para mantener un verdadero aparato institucional en pos de garantizar la impunidad para los clérigos abusadores (muchos de ellos miembros de redes de pederastia y pornografía infantil).
La sola idea de mantener a la Iglesia y a los Estados como “asuntos separados” pone muy nervioso a Ratzinger. Y no es para menos.
Papa caliente
“Al final de mis reflexiones me gustaría agradecer al papa Francisco por todo lo que hace para mostrarnos siempre la luz de Dios”, sentencia al pie de su artículo el reaccionario, homofóbico, misógino y encubridor de pedófilos Josehp Ratzinger.
Según algunos medios cercanos al Vaticano, el texto de Benedicto no es del 11 de abril (cuando se publicó en Alemania), sino que el propio papa emérito se lo había enviado ya en febrero a Francisco, para que este lo compartiera con los jefes de las conferencias episcopales que se reunirían en la Cumbre sobre pedofilia. Pero el texto, aseguran, no llegó a ningún obispo en ese momento.
El documento de Ratzinger, en cierta medida, “choca” de frente contra el espíritu que Bergoglio quiso transmitir desde la Cumbre, donde buscó (tardía, fallida e hipócritamente) tender “puentes” con la feligresía (y con el mundo) que cada vez mira con más desconfianza las maniobras vaticanas para garantizarle impunidad a sus “ovejas descarriadas”.
Mientras Francisco procura surfear de la mejor manera posible la oleada de denuncias que dejan en jaque cada nuevo intento de mostrar a los abusos sexuales como “excepciones” y “casos aislados”, Benedicto reaparece con sus arengas teológicas.
Tal vez se propone ser un ruidoso vocero del ala (más) conservadora de la Iglesia. Para ello cuenta, nada menos, con el “pergamino” de haber sido durante un cuarto de siglo (1981-2005) el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la oficina dedicada a decir “lo que está bien” y “lo que está mal” para el Vaticano y ante la que siempre rindió pleitesía Jorge Mario Bergoglio.
Más allá de la interna teológico-política fue el propio Francisco quien, en mayo de 2018, escribió el prefacio al segundo volumen de los textos escogidos de Ratzinger donde valoró mucho que el papa emérito propusiera “una visión cristiana de los derechos humanos capaz de debatir a nivel teórico y práctico con la pretensión totalitaria del Estado marxista y de la ideología atea”. |