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La Izquierda Diario
24 de mayo de 2019 Twitter Faceboock

Libros
Pasiones terrenas o las letras del amor
Paula Puebla

No es tarea sencilla devolverle humanidad a grandes personalidades afirma la escritora Paula Puebla en su reseña del libro de Maximiliano Crespi sobre las pasiones terrenas. Ensayos sobre el amor, la literatura y la lucha.

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“Como el amor, la literatura se afirma cuando dice una verdad, pero también cuando elabora una mentira”, escribe Maximiliano Crespi en la antesala de su libro Pasiones Terrenas. Amor y literatura en tiempos de lucha revolucionaria (Taurus, 2019) para anunciarle al lector, como lo haría un ilusionista, que lo que le siguen no son páginas íntegramente ensayísticas ni tampoco biográficas. Dosis justas de verdades y retazos ficcionales, suposiciones, alquimias que se engranan para darle vida a siete grandes mitos de la revolución: Karl Marx, Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci, Walter Benjamin, André Gorz, Louis Althusser y Vladimir Lenin.

No es tarea sencilla devolverle humanidad a aquellos que, por la grandeza de sus actos, lo soberbio de sus obras y lo ambicioso de sus proyectos, quedan más cerca de los dioses y del cielo que del pueblo y la tierra: Crespi se vale del detalle, de la minucia, de los secretos ―esas verdades gritadas en voz baja―, para caracterizar a grandes intelectuales de la izquierda. Por eso podemos saber que a Marx no le gustaba que nadie se metiese en su estudio y que trabajaba, la mayor parte del tiempo de pie debido a que “desde 1865 sufría lo que él mismo definía como una enfermedad de clase: unos forúnculos purulentos (unos carbúnculos verdaderamente proletarios) [que] afectaban sus zonas pudendas”. Por eso es posible caracterizar a Luxemburgo como una mujer a la que le gustaban los hombres más jóvenes que ella, una mujer que, pese a cargar con una renguera crónica en un metro cincuenta de estatura coronado por una cabeza desproporcionada, era envidiada entre sus congéneres debido a “su retórica afilada y su histrionismo casi pendenciero”. Por eso sabemos también que Antonio Gramsci, gravemente enfermo, trabajaba entre dieciséis y dieciocho horas diarias confinado en su celda y sólo cuando encontraba en su pensamiento la frase adecuada “apoyaba la rodilla en la banqueta y, un poco encorvado sobre la mesa, la escribía de un tirón”. Miserias, celos, amantazgos, tragedias, hijos no reconocidos, exilios y pobreza: Maximiliano Crespi consigna dimensión a través de lo mínimo, en un ejercicio hiperbólico arriesgado donde los vacíos en el conocimiento no se interponen como un problema del ejercicio biográfico sino más bien como una oportunidad para depositar ahí, de manera plástica y sin quebrar el verosímil, lo más literario de su prosa. Con intención o sin ella, el autor resignifica y juega con aquello que entendemos por memoria. No la reviste de moralismos pero tampoco la deshonra. Convierte al dato ―y a la falta de dato― en anécdota porque así operan los influjos de la literatura.

Pero detrás de estas concesiones y licencias, hay un trabajo exhaustivo de lectura que se codea con la obsesión. Crespi aborda la recuperación histórica no sólo a través de manuales y manifiestos, de biografías y documentales sino que se mete de lleno en lo íntimo a través de la frondosa actividad epistolar que sostenían estos rockstars del marxismo. Crespi lee el puño y letra para examinar qué determinaba realmente los días de los personajes entre los amores y las revueltas, entre lo clandestino y lo declarado. Hay ahí no sólo un recorte de corpus sino una decisión política. ¿Por qué aproximarse a Vladimir Lenin no sólo con la lectura de ¿Qué hacer? o de La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo sino a través de su fluido ir y venir de cartas con la feminista bolchevique Inessa, su amante vitalicia? Si el autor se aferró a lo ínfimo para darle una nueva dimensión al coloso revolucionario, es en este punto donde reitera la maniobra para transformar el sintagma “lo personal es político” en su opuesto exacto. Es en los intersticios de la intimidad, en lo inexplicable e incoherente de los vaivenes personales, donde puede explicarse también la contundencia y la verdad de las pasiones públicas e intelectuales. Contenido por su esposa Nadia Krúpskaya y desbordado de amor por Inessa Armand, el propio Lenin ponía en segundo lugar su sed y su deseo. No sólo porque aquello “podía ser usado por adversarios de otras facciones para hacer campaña en su contra” sino porque para él el Partido era “más importante que cualquier relación. En él se jugaba el destino del movimiento obrero y la revolución”. Lenin amaba a sus dos mujeres “pero a ninguna por encima de su obsesión”. Del mismo modo, Crespi subraya que el autor de Le traîte, André Gorz, considera al amor “asocial y peligroso” y lo retrata como un soldado fiel al mandato izquierdista, que “muestra cierta resistencia a atribuir importancia a las experiencias amorosas en el desarrollo de los proyectos intelectuales”. Para estos revolucionarios, lo político se consagra no sólo pasión y razón de sus vidas sino también de sus muertes. Así lo considera Crespi y así también lo consigna María Moreno en su aclamado libro Oración: “Hacerse revolucionario exige una transformación de la vida entera y no de uno de sus aspectos”.

En Pasiones terrenas el deseo se explica a través de la palabra, de la lectura, de la escritura, razón por la cual la literatura es un elemento no menor en estos siete retratos de vida. Las cartas no constituyen meros mensajes. Se postulan como bitácora sentimental, amorosa y sexual, como herramienta clave a partir de donde pueden reconstituirse los momentos más sórdidos, más felices, más esperanzadores y dolorosos de cualquier camino. Como no hay intelectualidad posible sin la palabra, tampoco en estos vínculos hay amor sin ella. Cuando Walter Benjamin se vio embelesado por la “revolucionaria en la práctica” y directora de teatro letona Asja Lācis, “intercambiaron preferencias y opiniones sobre lecturas y autores. Benjamin le leyó fragmentos de su traducción de Baudelaire y le contó el núcleo de su tesis sobre Trauerspiel”. También en el caso de Althusser, femicida confeso de su esposa Hélène, que mantiene con Franca Madonia un amantazgo de encuentros fogosos y misivas melodramáticas. “Mi amor, estoy roto de amarte, con las piernas cortadas esta noche como para no caminar más y, sin embargo, ¿qué otra cosa hago hoy sino pensar en tí, perseguirte y amarte? [...] Digo esto, mi amor, digo esto que es cierto, pero lo digo también para combatir el deseo de ti, de tu presencia, el deseo de verte, de hablarte, de tocarte. Si te escribo es también por eso, lo entendiste bien: por la escritura estamos presentes, en cierto modo; es una lucha contra la ausencia”. Nadie mejor que Ricardo Piglia, arriesgo, para explicar el valor y el peso específico de lo epistolario: “La correspondencia es la forma utópica de la conversación porque anula el presente y hace del futuro el único lugar posible del diálogo”. La literatura no irrumpe junto al amor sino que el amor es posible gracias a ella.

En tiempos de quiebres en los paradigmas culturales y de feminismos robustecidos, Pasiones terrenas actualiza la discusión sobre el amor burgués para enmarcarla en lo que hoy se designa “amor romántico”. En este sentido, el libro de Maximiliano Crespi no sólo conforma un texto de historización con pequeños giros novelísticos sino que también se postula como una intervención sobre los nuevos discursos amorosos, su nueva doxa, sus límites y limitaciones, frente a un capitalismo que antagoniza y apuesta a destruir todo aquello que no puede transformar en consumo. No hay indicios en la vida de estas siete grandes personas y personalidades de la izquierda que indiquen que el amor ―con su imperfecto imaginario― no sea una de las experiencias más revolucionarias y transformadoras de la realidad. Es por eso que, hoy, amarse conforma el primer y más grande acto subversivo.

 
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