Un domingo, en Paris, Gaudio y Coria jugaron el partido de sus vidas. Fue un duelo lleno de paratextos: hubo tensión, rasgos novelescos, giros en el marcador. Vilas los miraba desde la tribuna, sonriendo.
Están arriba de un auto caro, descapotable. Van por París, por el asfalto de sus boulevares. El viento parece primaveral porque las hojas de los árboles se hamacan en un vaivén lento. Podrían ser padre e hijo, tal vez en algo así lo sientan.
Son millonarios. Es el 2014 y están filmando una roadmovie, que es lo mismo que decir que están usando esas butacas para confesarse cosas, para develar y evocar sus pliegues triunfales.
El semáforo está en rojo, mientras mira el atardecer G, dice: No hay futuro.
V lo mira desconfiado, el semáforo se pone en verde y avanzan: ¿No hay futuro?
G aprieta el acelerador: ¡No! Ya no hay más nada, lo mejor ya pasó.
Y se ríe abriendo ancha la boca, subiéndole el volumen al stereo: suena “Like a Rolling Stone”. La cantan juntos.
Esa respuesta es una declaración de principios, una manera de asumir la cotidianeidad, y sobre todo, resquebrajar la fórmula optimista de la época que te dice que la felicidad es la zanahoria que vas a encontrar mañana y mañana te dice que pasado.
G es Gastón Gaudio, V es Guillermo Vilas. Los dos -podemos decir- le ganaron al tiempo, son los únicos argentinos en ganar Roland Garros. Ese trofeo nadie se los sacará. Gloria forever. Sin embargo, para Gaudio -siempre genuino, nunca con el casette puesto- no hay futuro. ¿Cómo se convive con la idea de que lo mejor ya pasó, Gastón? Hasta Mick Jagger te lo pregunta en el estribillo: ¿cómo se siente?
El 6 de junio del 2004 en un partido cargado de paratextos Gastón Gaudio ganó el Roland Garros. De ese domingo al mediodía me acuerdo poco, seguro mi hermana estaba haciendo pochoclos en la cocina y mi mamá atrás, en piyama y con el pucho en la mano, diciéndole que se deje de joder, que la casa queda con un olor a maíz quemado insoportable. Que ya está grande para usar la pochoclera.
A mí el tenis no me provocaba nada, lo única referencia que tenía era que perdíamos la Davis todos los años.Y aparte, por esos días, Boca se jugaba el pase en la Libertadores contra el Sao Caetano y a mí las cosas que estaban fuera del Boca de Bianchi y de las matiné me tenían sin cuidado. Pero la tele estaba prendida, en mí casa siempre lo estaba, y un domingo al mediodía no había mucho más para hacer que estar pendiente de la pantalla. A esa altura del 2004 todavía la voz de Paulo Londra no se había reproducido millones de veces en Youtube, Messi no había debutado y la Argentina era un país con pibas sin glitter.
Hasta las dos de la tarde argentina Gastón Gaudio todavía no era Gastón Gaudio, sino aún era ese pibe alborotado de Temperley, cancherito, que llegó al Grand Slam en el puesto 44 del ranking para ser punto en todas las series que enfrentó. Estaba solo en el campo de batalla, en el Phillip Chatrer no estaban sus padres, tampoco su pareja, ni sus amigos. Lo acompañaba sí Franco Davín, su entrenador. El estadio era testigo de un partido desparejo porque Coria le estaba pegando un baile histórico, el 6-0 / 6-3 evidenciaban que el juego de Gaudio se mostraba pálido y estéril. Coria, número tres del mundo, se empezaba a aflojar la corbata, a desabrochar la bragueta y Gaudio lo sabía. Hasta que de repente: la ola, ese simpático movimiento que se empieza a expandir a lo largo y ancho de la tribuna.
Gaudio, con el saque a su favor, lo contempla y se ríe. Por primera vez en la tarde disfruta de estar en ese rectángulo naranja y sale de la caverna. La mirada del otro, en este caso colectiva, funciona como respaldo y contención. Gaudio aplaude, se mete al público en el bolsillo y entiende en ese momento que ya no está tan solo. Los rasgos de su cara cobran flexibilidad, se estimula. Ese registro del contexto, esa mirada documentalista y sociológica es la que lo pone en partido.
El gato se empieza a lamer la herida, construye su nueva piel. La ola fue el disparo para que empiece la carrera hacia la épica y el guión cambia de manos, la trama pega un volantazo, se tensiona. Lo que parecía un relato breve y contundente se convierte en el principio de una novela.
Arrancan los puntos largos. Gaudio gana el tercer set, Coria empieza a ver la pelotita como una brasa ardiente. Se cambia la remera, le tiemblan los labios, le quema la ansiedad y eso le provoca un supuesto tirón. Gaudio, incrédulo porque la letra de esa canción ya se la sabía de Hamburgo, siguió con el cuchillo entre los dientes y ganó el cuarto set. Serie igualada. En casi tres horas de partido y con 24 puntos de rating por América 2 Gaudio parece decir: ¿acaso el domingo no es un día de resurrección?
En esta historia Franco Davín es ese personaje silencioso que carga el arma y la pone arriba de la mesa. Años antes de ser el entrenador de Gaudio, lo fue del Mago Coria. Esas vueltas paradójicas que tiene el deporte, que te ponen hoy en una vereda y mañana en la contraria, ubicaron a Davín no solo entrenando a Gaudio sino también siendo el encargado tapar sus agujeros existenciales, levantándolo cada vez que su estado anímico era secuestrado por la tristeza. Que quede claro: Coria, en parte era Coria por su ex entrenador. Davín era el padre de la criatura, y ahí, en ese momento, estaba parado en la orilla contraria, contándole sus fisuras a su peor villano.
En entrevistas post Roland Garros, Gaudio confesó que durante las noches le costaba dormir. Era un tipo que daba vueltas sobre sábanas de hilado egipcio, ni siquiera podía soñar. Tenía la pesadumbre de los personajes rusos de Tolstoi. Era Davín quien lo entretenía jugando al backgammon o saliendo a caminar como un flaneur por el empedrado de París. Esas escenas de los dos en silencio, de madrugada, bordeando el Sena, en la vigilia de las instancias más importantes de sus vidas, me conmueven en absoluto. Contradicen al relato de la virilidad en el deporte, cultivan su humanización.
La última vez que Coria y Gaudio se habían cruzado en un partido había sido en mayo del 2003, en Hamburgo. Ese partido lo ganó Coria y terminó casi a las piñas en el vestuario. Gaudio antes de irse y con el raquetero colgando del hombro le dijo: “Nos vamos a volver a ver”. Esta frase puede tomarse como una amenaza, o una advertencia, también como una predicción. Un año después, los oráculos conspiraron y los dos se volvieron a encontrar. Bajo el cielo de París y con veintipico de grados de térmica, Coria tenía saque para ganar. En todo el año solo había perdido un partido en polvo de ladrillo, contra Federer, el ya jefe de la tribu.
Su papá le puso Guillermo por Vilas, en sus manos tenía la chance de cumplir con la talla de su nombre. Gaudio había sido alumno de Vilas en el hoy Racket Club hasta que tuvieron un cruce y lo echó por insolente, por sobrador. Ese día el king of the kings estaba en la tribuna con su pareja tailandesa, viendo cómo esos dos pibes de veintipico intentaban recoger su herencia o, según el cristal con que se lo mire, matarlo.
Hace cien años Gregory Lukacs en su teoría de la novela, dijo que toda novela es la historia de un buscador. Una persona que sale a la “aventura”, que se embarca en un viaje dificultoso para moverse de lugar. Lo que se enfrentaban esa tarde eran dos voluntades, dos estados de ánimo, dos estéticas, dos experiencias sacrificadas por ganar un lugar hacia la trascendencia. El crítico húngaro agrega “la novela es la expresión artística de la madurez viril”. Y lo novelesco en ese partido justamente está ahí: dos personas pujan por su emancipación emocional, por escapar de sus prisiones, esa son sus urgencias. Están en la fatigosa búsqueda de correrse del lugar en el que la mirada ajena los categorizó. Coria juega contra su padre, que le puso Guillermo, y su único destino es ser campeón. Y Gaudio juega contra todos los que le dijeron canchero, indisciplinado, sobrador. Es como si todos esos elementos que los perturbaron a través del tiempo se hubiesen reunido en un mismo lugar. Jugaban contra su propia historia, contra la mirada de los otros y sus expectativas. Los dos jugaban contra Vilas.
En la roadmovie que produjo Peugeot, Vilas le dice a Gaudio que “el que se banca todas es el que se lleva la copa”. Gaudio dio muestras de que se la bancó un poco más y pudo bajar a ese monstruo de dos cabezas llamado Guillermo. Escribir una novela seguramente tenga que ver con la resignación de que nada se puede cambiar, es decir(se) “a pesar de todo acá estoy”. La novela muestra un tránsito, un devenir. Al tirar la raqueta al cielo apenas ganado el partido Gaudio devino en un nuevo Gaudio. Tira la raqueta, se la saca de encima. La mirada de los otros sobre él no la puede cambiar, pero sí su modo de convivir con eso. Gana. Su revolución sí fue televisada y se corona de obrero. Porque Vilas, confiado en sus dotes, sabía que más tarde o más temprano iba a ser campeón de un Grand Slam, Gaudio no. Gaudio se comprueba que ante todo es un trabajador.
En aquella tarde parisina, antes de entrar a la cancha, Gaudio y Coria compartieron vestuario. Uno grande, con bancos de madera y duchas sofisticadas. Estaban ellos solos, ni se saludaron. Gaudio agarró su reproductor de música y puso un tema de Johnny Cash: “We’ll meet again”. La voz del country rebotaba contra los azulejos blancos. Se lo había anticipado un año antes: nos vamos a volver a ver.
Me gusta imaginarlos vestidos de civil, con jeans y zapatillas. Siendo dos personas comunes y corrientes antes de cambiarse con la ropa del trabajo. Es difícil saber en qué pensó cada uno en ese momento. Seguro se pusieron sus remeras dri fit sin demostrarse el nerviosismo tamaño kingsize que los invadía. Una vez cambiados, cada uno por su lado se habrá mirado al espejo. ¿Qué habrán visto? Luego, se ajustaron los cordones y enfilaron para la cancha con sus raqueteros colgando del hombro. Afuera estaba la infernal mirada de los otros, la ola. También la gloria, eso que tiene carácter transitivo, efímero.
En el tiebreack lo que sabemos: el mago fue Gaudio. A Coria el calambre mental le duró varios meses más, rápido abandonó el top tres y su carrera poco a poco se perdió en la estepa de algún campo de Rufino.
Al ganar Roland Garros Gaudio se recibió de buscador, entró en las primeras filas del tenis pero después perdió la brújula y terminó autoflagelándose rompiendo raquetas. Su juego se fue derritiendo como un helado de palito a la hora de la siesta. Eso sí: le quedaron las regalías emocionales de ese hito, logró soltura, ya no había fantasmas ni sombras. Tampoco futuro.