¿Qué hay de cierto en las promesas de las neurociencias de explicar finalmente la mente, de darle un fundamento científico a la psiquiatría y hasta guiar la pedagogía? ¿Y cuánto en las de las de medicina regenerativa basada en células madre? ¿Cuáles son las posibilidades de la genómica con la “edición genética” y qué dilemas plantea la cantidad de bebés prácticamente arios producto de fecundación in vitro y “alquiler de vientres” que vemos desfilar por la TV y las revistas de la farándula? ¿De qué se tratan los numerosos biobancos de información genética –como el que agitó recientemente la ministra de seguridad Patricia Bullrich– desarrollados en las últimas décadas bajo la promesa de una “medicina personalizada”? Tales preguntas circulan tanto como los nuevos desarrollos que producen las “ciencias de la vida”. En Genes, células y cerebros [1], primer volumen de la colección Ciencia y Marxismo de Ediciones IPS, Hilary y Steven Rose analizan la anatomía actual de este campo, para lo cual recorren el desarrollo de la biología en el capitalismo desde Darwin hasta hoy, con la pregunta de Marx qui bono? –¿Quién se beneficia?– como guía.
Mary Shelley se inspiró en el mito de Prometeo, el Titán castigado por los dioses por crear la primera persona de arcilla y darle a la humanidad el fuego robado a los dioses, para describir a su personaje Víctor Frankenstein. Este ya no era un dios, sino un científico, incapaz de procurar amor y de responsabilizarse por su creación “monstruosa”. Los autores utilizan la obra de Shelley como metáfora para dar cuenta de la mercantilización de la biología, de sus constantes y publicitadas “promesas prometeicas” de logros y beneficios, pero también de su rostro oscuro: el de la sed de ganancias capitalista, las ideologías conservadoras que la conducen y que alimentan, y los mecanismos de control social que posibilitan.
Una crítica “desde adentro”
El libro condensa las reflexiones y estudios de dos investigadores que desde hace décadas vienen problematizando, desde un punto de vista anticapitalista y socialista, las relaciones entre ciencia y sociedad [2]. Y tiene la virtud de estar escrito “desde adentro”: socióloga feminista de la ciencia, Hilary Rose, es una de las fundadoras de la Sociedad Británica para la Responsabilidad Social de la Ciencia, movimiento fundado en 1968 en oposición a la investigación en armamentos; Steven Rose, reconocido mundialmente en neurobiología del aprendizaje y la memoria, es una figura central de la neurociencia (y fundador de la actual Asociación Británica de Neurociencia). A su vez, ambos son parte de una generación de científicos y científicas que participaron de la crítica antiimperialista y anticapitalista, así como de las luchas obreras y populares en los años ‘60 y ‘70 del siglo pasado en lo que se conoció como Nueva Izquierda (antiestalinista). Esta generación cuestionó desde los usos bélicos de la ciencia hasta su mercantilización y producción de ideología conservadora. Otra virtud del libro, en efecto, es reponer la historia de esta crítica desde Marx y Engels en adelante, clave para actualizarla en el marco de un proyecto revolucionario.
La verdadera cara de la biología moderna
El libro analiza el proyecto de una “economía política de la ciencia en el capitalismo contemporáneo” [3], lo cual implica concretamente, tal como lo planteaban los Rose en una de sus primeras obras, abordar [...] la proletarización de los trabajadores científicos, la cuestión de la ciencia natural como un generador de ideología, y de la ideología de la ciencia con su devaluación de todo el conocimiento no “científico”, su elitismo y las sutilezas de su particular forma de sexismo y racismo [...] la cuestión de la ciencia en el movimiento marxista revolucionario [4]." Este es el programa que llevan adelante en el libro, develando, al modo del Dorian Gray de Oscar Wilde, el cuadro de las tendencias reduccionistas y deterministas, los sesgos teóricos y los intereses económicos y sociales que motivaron el desarrollo del campo. Parten de la contraposición entre el materialismo mecanicista de Darwin y el de Marx y Engels, lo que les permite calibrar el aporte científico de Darwin y su teoría de la evolución, cuya apropiación crítica por parte de los autores del Manifiesto implicaba separar el conocimiento científico de los prejuicios sociales, raciales y sexuales propios del autor de El origen de las especies, en lo que los autores consideran el origen de su perspectiva de análisis sobre las relaciones entre ciencia y sociedad. De ahí en adelante –plantean– se tendió a dejar de lado el concepto mismo de evolución, profundizando en el reduccionismo mecanicista propio del materialismo de los seguidores de Darwin. Desde allí los autores analizan el desarrollo de la genética moderna (junto a su “hermana gemela”, la eugenesia), y el reduccionismo genético de la “síntesis evolutiva moderna”, recorriendo el camino desde la “pequeña ciencia” genética –con baja proporción de capital–, y el descubrimiento de la estructura de la doble hélice del ADN, hasta el nacimiento de la “gran ciencia” de la genómica, producto de “la fusión de la genética humana y la biología molecular, solo posible gracias a la nueva ciencia informática”, lo que invirtió la relación capital-trabajo, prometiendo una medicina personalizada y buscando realizar ganancias. El proceso vertiginoso de la secuenciación del Proyecto Genoma Humano aparece como una carrera alocada: “Su programa, centrado en el ADN, ganó la batalla entre los científicos y, a través de ellos los políticos y los capitalistas de riesgo, las fundaciones de investigación y la gran industria farmacéutica, quienes brindaron los recursos cruciales para reducir la vida a las moléculas” [p. 70]. Esto generó incluso su propia bioética “tercerizada” y las promesas de encontrar el “santo grial” genético del ser humano. Pero las expectativas fueron frustradas al comprobar que los aproximadamente 20.000 genes (casi tantos como los de la mosca de la fruta, mucho menos de lo esperado) del ser humano no explican su complejidad, como creía el enfoque teórico reduccionista. El mismo que inflaría otra burbuja de expectativas mercantilizadas: la de las neurociencias, también destinada a fracasar al no contar con un enfoque dialéctico.
Dialéctica y ciencia
El libro repone las figuras claves de una lectura de la teoría darwiniana desde la crítica social. Éstas parten desde conclusiones similares, pero desde el socialismo y el protofeminismo de Alfred Wallace; la clave en la mutualidad (y no la competencia) para la evolución de Kropotkin; o las observaciones etológicas de Jane Goodal (contra las conclusiones a partir de simios en cautiverio). Pero sobre todo muestran la potencia de un abordaje teórico dialéctico marxista como guía metodológica para hacer ciencia. El caso más palmario es del grupo de biólogos del desarrollo “antirreduccionistas” o “de sistemas”, autoproclamados “dialécticos a partir de la lectura de Dialéctica de la naturaleza de Engels, entre los que estaban el embriólogo e historiador Joseph Needham, el matemático Lancelot Hogben, el biólogo matemático J.H. Woodger y el biólogo del desarrollo C.H. Waddington, quienes aún sin las herramientas moleculares adecuadas adelantaron un enfoque teórico que hoy se está revalorizando “aunque despojadas del marco filosófico más amplio [marxista] al que ellos adherían” [p. 81]. Este último desarrolló el concepto dialéctico de epigenética, a partir del cual “ya no se piensa que los genes actúan de forma independiente, sino que interactúan constantemente entre sí y con los múltiples niveles del entorno en el que están integrados” [p. 88]. Interpretar lo que algunos llaman el “epigenoma” representa así un retorno al programa de investigación dialéctica, pero ahora con los recursos de la biología molecular y los escaneos celulares. En este marco teórico, “la atención ha pasado una vez más de los genes al organismo en desarrollo” (y a los ciclos de vida completos). Además, “la información es generada por los procesos de desarrollo mismos y durante su transcurso”: es la teoría de los sistemas de desarrollo de Susan Oyama, o la autopoiesis de H. Maturana y F. Varela. Otros desarrollos dialécticos retomados son la teoría del equilibrio puntuado de Stephen Jay Gould y el concepto de exaptación (junto a Elizabeth Vrba), y la del enjutas evolutivas de Gould y Lewontin, frente al que llamaron “paradigma panglossiano” del adaptacionismo rígido de autores como Dawkins o Wilson. Cada uno de estos desarrollos es repuesto en sus debates originales frente al determinismo mecanicista, rescatando la pluralidad del propio Darwin. Es que la dialéctica marxista, lejos de la caricatura apriorística estalinista, constituye una posición filosófica superadora de dualismos y reduccionismos, una “dialéctica de lo concreto”, que permite desarrollar –como se ve– métodos, teorías y conceptos específicos en cada disciplina, que den cuenta de la complejidad y posibilidades de totalidades concretas “abiertas”, de los fenómenos estudiados en cada campo, con sus respectivas herramientas metodológicas [5].
El papel de la crítica feminista en ciencia
La crítica feminista en ciencia recorre todo el libro, desde la crítica de la estadounidense Antoinette Brown Blackwell cuestionando el androcentrismo de Darwin, retomada un siglo después por biólogas como Ruth Hubbard; la de etnógrafas feministas como Patricia Draper o Adrienne Zihlman, quienes cuestionaron la visión del hombre como único proveedor y consiguieron el consenso de sociedades nómadas como cazadoras-recolectoras: “Es un logro que estas mujeres hayan hecho avanzar el proyecto feminista de descentrar la ciencia, logrando que las mujeres no humanas y humanas formaran parte de la historia” [p. 84]. Asimismo visibilizan la obra de las neurocientíficas feministas Rebecca Jordan-Young y Cordelia Fine contra el esencialismo masculinista de la “teoría de la organización cerebral” (Simon Baron-Cohen) y el binarismo hormonal. Como muestra el feminismo, la crítica en ciencia no es solo interna, sino motorizada por las luchas sociales en las calles.
El ascenso irresistible de las neurotecnociencias
Luego del desinfle de la burbuja genética siguió la cerebral. A la “década del cerebro” en los ‘90 le siguió la de la mente, con un aumento masivo de financiación estatal imperialista, de la industria farmacéutica, los militares y las fundaciones. Para entender de dónde viene el impulso de figuras como Facundo Manes, es clave tener en cuenta que es una disciplina global con una facturación estimada en 10.200 millones de dólares para 2014. Teóricamente significó una vuelta al materialismo reduccionista de la vieja frenología, para el cual la mente es un epifenómeno del cerebro y la psicología popular debe ser reemplazada por la neurocomputación, motorizado por la neurofarmacología y la neurotecnología. La psiquiatrización creciente de las conductas encontraría un nuevo sustento cerebral, aunque la teoría de la neurotransmisión como causa de trastornos mentales no tiene evidencia alguna, y –al contrario– “el aumento en los diagnósticos psiquiátricos puede ser, en parte, consecuencia del uso a largo plazo de tales medicamentos” [p. 260]. Los autores recorren los impresionantes avances en inteligencia artificial, implantes biónicos y otros proyectos militares que motorizan este campo (como por ejemplo la ambición de manipular la memoria), así como el interés en retomar el proyecto lombrosiano de control social mediante la normalización farmacológica y la concepción de la neuroeducación como mero entrenamiento de competencias o incluso de “estimulación transcraneal”. Y reconocen la existencia de una neurociencia crítica, que parte de rechazar el reduccionismo biologicista y de situar histórica y socialmente los procesos cerebrales.
Recrear la tradición marxista en ciencia
El libro está escrito en un lenguaje accesible aunque sin perder profundidad. El tono es necesariamente polémico e invita –esperamos– al debate. Las sensaciones distópicas a lo Black Mirror recorren las páginas, pero se eclipsan con las luchas sociales y el eje en recuperar la crítica y las experiencias de colectivos y programas anticapitalistas que permitan vislumbrar la potencialidad de una ciencia no alienada, que recupere su sentido social humano. Se trata de una lectura fundamental para apropiarnos críticamente de la tradición marxista en ciencia y de la lucha de movimientos sociales por una ciencia libre de las ataduras que le impone el capitalismo. |