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La Izquierda Diario
12 de julio de 2019 Twitter Faceboock

OPINIÓN
Moriré en Buenos Aires… será de madrugada
Raquel Barbieri Vidal | Lingüista y Régisseur @RaquelaGabriela

Cuando en pleno siglo XXI, los parias de la tierra mueren de frío a la vista del consumidor

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“Hoy que Dios me deja de soñar,
a mi olvido iré por Santa Fe,
sé que en nuestra esquina vos ya estás
toda de tristeza, hasta los pies.
Abrazame fuerte que por dentro
me oigo muertes, viejas muertes,
agrediendo lo que amé.
Alma mía, vamos yendo,
llega el día, no llorés.”

Fragmento de “Balada para mi muerte”, poesía de Horacio Ferrer y música de Astor Piazzolla)

Vivir a la intemperie es algo inimaginable para quien siempre tuvo un techo sobre su cabeza, comida cotidiana, dinero para pagar los servicios de luz, gas, agua, internet, cargar la tarjeta SUBE, combustible para el coche, elegir algo. Luego de lo básico vienen las membresías en clubes, cursos, comidas afuera, el cine, el teatro, un concierto, ir a casa de amigos, cantar, conversar, compartir y reírse, acostarse a mirar una serie, descansar, escuchar música, lavar la ropa en una máquina y poder tenderla, luego plancharla… y que el agua nos recorra el cuerpo, nos relaje, lavarnos los dientes usando pasta dentífrica; tener papel higiénico, perfume, jabón, shampoo, acondicionador… tantas cosas que se dan por sentadas.

Para quienes la abundancia es su aliada y compañera de viaje, no siempre es tan fácil ponerse en el lugar del prójimo; ya ni digo en los “zapatos” del otro porque mucha gente anda descalza por ahí, sobreviviendo, hasta llegar a desarrollar una piel más dura, como un cuero, una suerte de reacción del cuerpo ante los fenómenos climáticos y de exposición. Esa misma piel engrosada es la que no permite poner una inyección con facilidad, llegado el caso de que la persona acceda a una vacuna o a algún medicamento necesario.

Esa gente duerme incómoda en colchones descartados por otras personas, colchones orinados por los perros y los gatos, o sin colchón siquiera, y sufren de artritis, en parte por la falta de calcio, vitaminas y aminoácidos esenciales, así como por las circunstancias dadas: la carencia de ese confort que a otros sobra.

Aunque llegase a ser imaginable la vida a la intemperie para quien ha tenido siempre sus necesidades básicas cubiertas, el hecho de no haber padecido la precariedad del vivir sin privacidad, sin intimidad, absorbiendo el pavimento candente en verano, luchando por sobrevivir a un invierno cruel como éste, hace que se tome distancia y en muchos casos, se juzgue a la víctima y no al Estado culpable de la multiplicación de la pobreza.

Y a gobernar llegan por el voto descuidado de quienes ponen sus prioridades en las privatizaciones, en el empresariado, en el bienestar de quienes se llevan su dinero y el nuestro a los paraísos fiscales, mientras seres de su misma especie se extinguen tristemente sobre las veredas de una Buenos Aires tan bella como sórdida.

Y este frío que ya nos cala los huesos a quienes tenemos con qué abrigarnos, qué comer, una cama cómoda y caliente, estufa, nuestras pertenencias guardadas detrás de una puerta bajo llave, la posibilidad de bañarnos, de abrir un grifo y que el agua salga inmediatamente… este frío, cómo ha de romper esos cuerpos mal nutridos, mal queridos, maltratados; porque el ninguneo es destrato, y de éste al maltrato, no hay sino un milímetro de distancia.

Nosotros todavía tenemos hasta el lujo de llorar a solas—que no es poco—porque hasta el llanto le está vedado a quien vive a la vista del resto; la falta de privacidad de la que hablaba antes, ésa que lleva a la alienación.
Y este frío ideal para un guiso de lentejas, un puchero, una carne al horno con papas, una cazuela de pollo, una flor de milanesa con puré o una de esas sopas sustanciosas que tanto confortan cuando llegamos al hogar… ¿qué hogar? ¿De qué hogar hablamos?

Esas comidas les están vedadas a la mayoría que habita el planeta.

Para tantas personas el hogar es sólo un lugar imaginario, algo inexistente, un sueño al que no llegarán, una fantasía en el universo de los deseos adormecidos por la desgracia, esos sueños que matamos cada vez que pensamos en que la prioridad es pagar la deuda externa, cuando las personas caen desfallecientes como piezas de un dominó delante de nuestra vista.

Y no falta quien en un comentario en las redes sociales culpa al joven que murió por las emanaciones de monóxido de carbono de su brasero, como si fuera suya la culpa de pasar frío, como si se tratara de un inconsciente que no fue tan inteligente como el comentarista descuidado que opina desde la comodidad de una vida materialmente resuelta. Uno en particular llamó mi atención días pasados con un comentario que hizo en el Twitter luego de la muerte del muchacho, que una estufa eléctrica no gasta casi nada, que para qué la gente encendía braseros; ni lamentó siquiera la muerte del chico, qué va. Esa persona indiferente no pensó en que tal vez, en esa casa no había, no hay servicio eléctrico, y si lo hubo alguna vez, es altamente probable que lo hayan cortado por falta de pago.

Tenemos un enorme problema como sociedad. Hay que despertar y hacerlo rápido porque no es posible que sigamos sosteniendo esta mentira tan grande, de que la culpa es del pobre, del que no tiene trabajo, de quien no puede estudiar porque tiene hambre. Mientras se siga responsabilizando al más débil de la cadena por su desgracia, nunca saldremos de la ceguera voluntaria en la que hemos caído por comodidad, por resignación o por ignorancia.

Todo puede revertirse, pero hay que participar para que las cosas se den vuelta y las prioridades empiecen a ser otras, de una vez por todas.

Todo lo que suele darse por sentado, no es así para miles de personas que viven en Buenos Aires, la húmeda y fría Buenos Aires que se vuelve implacable en invierno por su posición geográfica, y más gélida aún a causa de un gobierno neoliberal que desatiende las necesidades de sus habitantes en situación de calle, nuestros iguales, aunque les moleste a muchos. Porque no es un apellido, ni una nacionalidad, o cuanto poseamos materialmente lo que nos hará iguales, sino la condición humana en sí la que nos une, el hecho de que no exista alguien que, sin alimento, sin ropa adecuada, sin zapatos y comiendo de la basura, pueda relajar su cuerpo cansado un momento, y así sentir que posee algún grado de dignidad por el que conserve las fuerzas para seguir. Seguir subsistiendo con el viento en contra, y con la lluvia que empapa no sólo las pocas pertenencias que se pueda tener, sino también su propia humanidad maltratada por una sociedad infectada de ideas erróneas y un alto grado de hipocresía.

Nos igualan las necesidades del cuerpo y del espíritu, haber nacido… y que un día también moriremos. Sin embargo, pareciera que toda humanidad se escurre en un abrir y cerrar de ojos, perdiéndose, hasta dibujar esas miradas despectivas de quienes se creen superiores, de quienes piensan que por mérito propio es que tienen lo que tienen, y que los pobres son culpables de su hambre, de su sed, de su falta de medicamentos, del frío que pasan y de la tristeza de no ser siquiera mirados a los ojos y considerados personas.

El pobre se convierte entonces en idiota, en vago de mierda, en fiaca, en alguien que no supo gestionarse una vida… “que vayan a laburar”, dicen las voces rápidas de quienes por suerte tienen fuerza para hablar de los demás porque comen todos los días, se abrigan y desdeñan a ese prójimo que en teoría creen respetar, cuando mañana podría ser cualquiera de nosotros quien esté tirado en la calle… porque todo es posible.
El pobre que a duras penas come hidratos de carbono cuando quizás sea celíaco, y azúcar cuando tal vez sea diabético, o se duerma por un hipotiroidismo que no sabe que padece, ese pobre es de inmediato tildado de “gordo” y de “vago” porque está hinchado a causa de las harinas que su cuerpo ingiere y rechaza, produciendo también problemas en la piel.

Quizás haya alguien que pretenda exterminar a la gente en situación de calle, a los sin abrigo, sin techo, así como quien no quiere la cosa, despacito, que vayan cayendo como los diez indiecitos hasta que no quede nadie en la calle, no por haber hallado la solución feliz al problema, sino por muerte.

Porque la solidaridad de las personas que reparten comida, remedios y algo calentito para tomar no alcanza, porque es el Estado quien debe proveer de lo necesario a quienes han tenido la mala fortuna de no conseguir trabajo, no sólo porque no hay fuentes de trabajo y el poco que existe es precarizado y, además, sin un certificado de domicilio, no se le brinda trabajo a nadie. Sólo queda tomar algún trabajo esclavo, que lo hay y vastamente, un tumor maligno que existe en nuestra sociedad y que debemos extirpar.

¿Qué fuerza física, psicológica e intelectual puede tener quien se queda dormido a causa de la malnutrición, subnutrición o desnutrición? Eso más el frío y el calor extremos van socavando a la persona que va apagándose hasta llegar a la muerte, como ha pasado este invierno más que en otros porque la inflación creciente ha tocado más vidas aún que el año pasado.

Hoy, estudiando este tango de Piazzolla y Ferrer, y aunque el contenido hable de alguien que se va a suicidar por amor, no pude sino pensar que, en Buenos Aires, morir de madrugada no es nada extraño, y no por suicidio sino por un Estado ausente.

“llegará, tangamente, mi muerte enamorada,
yo estaré muerto, en punto, cuando sean las seis”

 
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