Constanza Rossi
| Redacción Ciencia y Tecnología. Licenciada en Biología (UBA).
Rosario Escobar
| Dra. en Enseñanza de las Ciencias | Redacción de Ciencia y Tecnología |@mrosario.escobar
En “Genes, células y cerebros”, publicado recientemente por ediciones IPS, Hilary y Steven Rose desarrollan una profunda revisión crítica sobre las ciencias biológicas en el marco del capitalismo. Tomando como referencia esta obra criticamos el abordaje que dan algunos libros de texto escolares a determinados temas de agenda actual en cuanto a la relación entre biotecnología, ética y capitalismo.
La edición en castellano de la obra de los Rose, Genes, células y cerebros. La verdadera cara de la genética, la biomedicina y las neurociencias [1] recientemente publicado en versión castellana por Ediciones IPS, nos invita a conocer el lado B de las ciencias de la vida en la era genómica. Desplegando una amplia cantidad de datos históricos, relatos y cronologías, muestran cómo los enfoques reduccionistas, deterministas y mecanicistas (que condensan la complejidad humana en unos pocos aspectos biológicos) sirven a los intereses económicos y políticos de los sectores dominantes. Les autores ponen el foco de su crítica en lo que llaman “promesas prometeicas”: emprendimientos científicos multimillonarios con amplia repercusión mediática que auguran un futuro en donde las afecciones altamente complejas, el aprendizaje o las inequidades sociales quedan reducidas a alguna parte de nuestro cerebro o de nuestro mapa genético. Al igual que con el mito de Prometeo (o con el “Prometeo moderno” de Mary Shelley, Frankenstein) la historia termina mal: las promesas no se cumplen y la ciencia muestra su cara oscura, el mercado marca la agenda y el conocimiento se transforma en producto a publicitar y vender. El backstage de la ciencia queda expuesto en esta obra: cómo gracias a presiones políticas y económicas de grandes laboratorios, las ciencias naturales y la medicina se posicionan como generadoras de sentidos comunes, tomando un lugar de autoridad difícil de cuestionar, barriendo con cualquier restricción ética y homologando así desigualdades sociales que son consecuencia de la misma lógica capitalista. En este artículo nos preguntamos cómo se ven reflejadas estas cuestiones en la ciencia que se enseña en las escuelas.
El mito prometeico de las biotecnociencias está presente en las aulas
La mayoría de los manuales escolares de biología –de importantes editoriales– presentan los enfoques cuestionados por los Rose. Por ejemplo, tienden a mostrar una visión de ciencia en donde no solo la complejidad humana se reduce a aspectos meramente biológicos, sino también se omite la historia completa de emprendimientos burgueses multimillonarios, los cuales aparecen triunfantes, presentados –únicamente– como grandes avances de la humanidad. La mercantilización es un hecho tan científicamente demostrado –desde Marx en adelante– como tantos otros, y sus efectos sobre la ciencia, la salud, educación, etcétera, deberían ser parte del currículum escolar. Pero, si bien muchos docentes llevan a las escuelas debates sobre agrotóxicos, la pobreza como principal agente etiológico, biología con perspectiva de género o la histórica lucha por la tierra de los pueblos originarios [2] –que tratan de abordar estos temas en su complejidad–, la bibliografía con perspectiva crítica es escasa. En el mejor de los casos lo que podemos encontrar son libros en donde conviven diversidad de enfoques, evidenciando la lucha que dan diferentes sectores del feminismo, activistas ambientalistas y científicos críticos y que se refleja en la disputa entre los autores y las líneas editoriales. Veamos ejemplos de lo dicho hasta acá, tomando por caso algunos libros escolares de Editorial Santillana, Kapeluz-Norma y Puerto de Palos.
El proyecto Genoma Humano (PGH)
En el manual para segundo año de la editorial Santillana (2016) [3] hay un apartado sobre el PGH que reza: “En 2003 se logró descifrar por completo el genoma humano, y se abrió la posibilidad de impresionantes beneficios para nuestra especie”. Luego cuentan que se supo que poseemos unos 28.000 genes, que la mayor parte del ADN es no codificante y que no hay relación entre cantidad de ADN y complejidad del organismo. Entonces, ¿cuáles serían los grandes beneficios que se desprenden de este descubrimiento? ¿Es el genoma representativo de nuestra especie en términos evolutivos? ¿Qué hay de los derechos de los pueblos originarios utilizados para obtener material de investigación? Por ejemplo, el Proyecto de Diversidad del Genoma Humano (HGDP) pretendió contar una historia sobre las poblaciones aborígenes americanas que nada tiene que ver con la historia de lucha y sometimiento por parte de los colonos que robaron sus tierras y masacraron su gente. El libro no abre la discusión sobre nada de esto. Por otro lado, tampoco menciona que los supuestos beneficios de la terapia génica o de la medicina basada en información genética nunca han sido probados ni se han podido demostrar [4]]. Por el contrario, “los escándalos que rodean los ensayos de terapia génica han generado un agudo debate” [5].
En relación a las investigaciones en terapia génica, la muerte del joven estadounidense Gelsinger en 1999 con una afección hepática puede servir para debatir sobre los protocolos de consentimiento informado y sobre quiénes regulan estas investigaciones y cuáles intereses los guían. En el caso mencionado, el laboratorio había olvidado informar efectos secundarios en pacientes anteriores y la muerte de algunos monos en tratamientos similares [6]. A partir del 2011 comenzaron a aparecer algunos resultados alentadores con estas terapias, que solamente sirven para afecciones provocadas por alteraciones en un único gen y, como se pregunta el filósofo Allen Buchanan, ¿cómo podemos garantizar que los beneficios del mejoramiento se distribuyan de la manera más equitativa y no solo privilegien a los ricos? [7].
Las neurociencias
El mismo manual [8] propone al finalizar cada capítulo una noticia bajo el título “Hecho 100% en Argentina”. Una de ellas, por ejemplo, dice:
“El laboratorio que dirige la doctora Bouzat estudia unos receptores denominados Cys-loop, unas proteínas de membrana fundamentales para las neuronas [...] Ella y su equipo de colaboradores intentan averiguar cómo determinadas drogas y compuestos pueden modificar el funcionamiento de estos receptores y normalizar su función en enfermedades humanas en los que están alterados. [...] Los estudios de Bouzat son muy relevantes y originales y en el futuro podrían tener repercusiones en terapias para enfermedades humanas como los tratamientos de desórdenes neuromusculares y neurológicos, en patologías como el Alzheimer, la depresión y los comportamientos adictivos.” [9]
La realidad es –como se desarrolla en Genes, células y cerebros– que no hay evidencias de que las personas diagnosticadas con trastornos psiquiátricos tengan afectada la función neurotransmisora del cerebro, es solamente una inferencia hecha a partir de los efectos que les producen los mismos fármacos. Lo único seguro son las ganancias millonarias de la industria farmacéutica: la prescripción de antidepresivos aumentaron en 28 % en el Reino Unido entre 2008 y 2011, de 34 a 43,2 millones de recetas; las de ansiolíticos se incrementaron de 6 a 6,5 millones y las pastillas para dormir subieron de 9,9 a 102 millones. En el caso de medicación para TDAH se pasó de 2000 recetas en 1990 a 600.000 en el 2010. Ese año el mercado mundial de medicamentos relacionados con la salud mental generó una facturación de alrededor de 75.000 millones de dólares. [10]
Biología para pensar de editorial Kapeluz-Norma [11] es un libro frecuente en nuestras bibliotecas, ya que fue parte de la última entrega de libros por el Ministerio de Educación en el año 2015. Veamos cómo aborda en la siguiente cita la cuestión de las células madre:
“Luego de varios años de investigación, ya se están utilizando células madre para reemplazar células dañadas por ciertas enfermedades [...] Con el uso de esta técnica se podrá llegar a curar enfermedades del sistema nervioso y de la sangre, reparar zonas dañadas del corazón o pulmones, así como disminuir el rechazo de transplantes de órganos [...] En México, en 2004, se implantaron células madre a 75 pacientes con insuficiencia cardíaca grave y sin otra solución. [...] Hasta ahora los pacientes, con edades entre 30 y 70 años, gozan de buena salud.” [12].
Los autores del libro editado por Ediciones IPS [13] nos cuentan sobre una investigación en México que comienza en 1987 con un trasplante de células propias logrando mejorar los síntomas del Parkinson. Seis meses después el científico mexicano Ignacio Madrazo, quien lideró la investigación, aseguró que también obtuvo similares resultados utilizando células de un feto abortado. En diferentes hospitales de Suecia, Estados Unidos y Reino Unido intentaron replicarlo con resultados negativos. En poco tiempo las operaciones se suspendieron y los científicos volvieron a las preguntas más generales que aún no tienen respuestas: ¿Cómo garantizar que células embrionarias sobrevivan, crezcan, reemplacen a las células muertas y generen conexiones cerebrales sin invadir regiones no deseadas? ¿Qué lugar ocupan los debates éticos sobre la utilización de embriones para investigación y tratamientos?
En 1997 nació la oveja Dolly, hecho que profundizó los debates sobre clonación humana, y en 2011 un grupo de investigación asiático aseguró haber creado “células madre pluripotentes inducidas”. Desde entonces, las compañías que prometen tratamientos con células madre se multiplican, no así sus resultados.
Democratización de las tecnociencias
El libro escolar de Santillana [14] acerca a las aulas una interesante nota sobre un trabajo de investigación realizado en una escuela agrotécnica de Formosa con la que lograron mejorar la obtención de harina de algarroba. La nota finaliza destacando que: “El proyecto de la harina de algarroba favorece las economías regionales y el cuidado del medio ambiente”. El solo hecho de mencionar “cuidado del medioambiente” pone de manifiesto que hay prácticas agrícolas en donde esto no sucede. Ahora bien, en ningún lado el libro ¬–que naturaliza el consumo de psicofármacos contra la depresión o el alcoholismo– informa sobre el negocio de los agrotóxicos ni la intoxicación de comunidades y consumidores, o la contaminación del medio ambiente debido a su uso.
En relación también a los agronegocios, la editorial Puerto de Palos [15] se anima a mencionar a los alimentos transgénicos. Menciona que en Argentina se produce algodón, maíz y soja transgénica. Al intentar poner el tema en debate se limitan a decir: “(…) si un alimento no es idéntico en composición y valor nutricional al alimento convencional, no será aprobado para su comercialización y consumo…” Otra vez, se quedan a mitad de camino. ¿Quién controla y regula su aprobación? ¿Qué pasa si la empresa soborna a ese ente regulador? Hay estudiantes cuyas familias viven a diario y en su cuerpo la fumigación con glifosato. Ellos entienden perfectamente que nadie regula esto porque sus escuelas están en zonas sojeras y son rociados frecuentemente. ¿Qué pasa con el glifosato y el riesgo de cáncer? ¿Qué efectos tienen los pesticidas sobre la Tierra y el medioambiente? ¿Qué sucede con las comunidades que son expulsadas de sus tierras para plantar soja? Se trata de crímenes que los chicos viven muy de cerca y su libro escolar solo se anima a decir “(...) no se puede generalizar sobre ‘inocencia’ o el perjuicio de todos los alimentos con estas características”.
Cuestionar la mercantilización y el reduccionismo científico en las aulas
La ciencia no está exenta de los intereses del sistema capitalista. La omisión de datos y la presentación de una visión de ciencia triunfal, movida siempre por fines altruistas, representa una tendencia despolitizadora propia de la ideología burguesa dominante. Esta idea de ciencia “aséptica” aparece implícita no solo en la biología, sino en el contenido a enseñar de todas las áreas disciplinares. Desde esta perspectiva de supuesta neutralidad, en donde el conocimiento es construido por individuos aislados de cualquier contexto social e histórico, la ciencia ocupa un lugar jerárquico por sobre el resto del conocimiento. La realidad se presenta fragmentada, y se crea la ilusión de que es posible tener una comprensión acabada de una unidad compleja –por ejemplo, el ser humano– a partir del estudio de alguna parte de él: su cerebro, sus genes, sus células, la clave del pensamiento reduccionista (o “falacia mereológica” [16] Lo cierto es que la vida humana se halla en relación e interacción constante con el resto de la naturaleza, en un ida y vuelta dialéctico sin fin. En este movimiento constante y complejo, todos formamos parte del mismo organismo, la naturaleza en su conjunto, la cual es transformada por nuestros actos, y a la vez, esa transformación también nos transforma a nosotros. La realidad no es algo que ocurre ahí afuera, no estamos aislados de ella, las cosas no ocurren fortuitamente. Para transformar la realidad es necesario comprenderla y la ciencia está para eso: para comprender la realidad y actuar en consecuencia en pos de su transformación. Eso es hacer política. Nuestra tarea en las aulas deberá apuntar entonces a despertar conciencia, propiciando el debate y la reflexión sobre el lugar social de aquello que se nos presenta como grandes logros y promesas. La omisión de un análisis científico del núcleo del sistema social en el que vivimos es congruente con la promoción de una ciencia mercantilizada.