Me llega una invitación a una fiestita infantil para festejar mi primera hiperinflación.
Es muy simpática y me da gracia. La comparto entre amigos de mi edad, nos reímos, recordamos nuestra primera hiperinflación, la televisión a determinado horario, los cortes de luz programados, nos consolamos con que algunas técnicas de supervivencia urbana debemos haber aprendido, nos reímos otra vez y a dormir.
Y recuerdo más íntimamente mi primera hiperinflación. Casi todos los recuerdos de esa época son aislados, fotografías de un momento puntual o, mejor dicho, microanimaciones, como si fueran GIFs. Sólo que estos pertenecen a los ’80s y sólo están guardados en mi memoria. Mi viejo puteando por algo, mi viejo deprimido, mi vieja cocinando, mi hermano encerrado en nuestra pieza estudiando, mi hermano cortando el pasto en alguna casa para bancarse la facultad y la charla de todos los días, todo el día: aumentó esto, aumentó aquello, aumentó todo.
Yo no tenía edad como para preocuparme por el dinero o los aumentos. Pero sí tenía edad para quedarme girando en falso ante la angustia de los adultos.
Una tarde del invierno de la hiper nos visitó mi tío, el hermano de mi viejo. Era zapatero y tenía más laburo en ese tiempo, porque se usaban más zapatos y porque nadie compraba pares nuevos. Paradójicamente, o no tanto, tener más laburo no significaba tener más plata.
Ahí estaba mi tío, agarrando el mate de lata con las dos manos, como para darse calor, los hombros caídos hacia adelante, la cara sin expresión, contando a mi viejo que había cobrado un laburo por 80 australes. Que sabía que tenía que cobrar ese arreglo y desde la mañana se relamía por las milanesas que iba a comprar. Tanto se relamía le había prometido a mi abuela pasar al mediodía con un kilo de milanesas y papas para hacer puré. Los 80 pesos me quedaban fuera de comprensión, pero las milanesas sí podía imaginarlas, calientes y doradas en un plato con una montaña de puré blanco y cremoso.
Mi tío dijo entonces que había ido a la carnicería para comprar un kilo de milanesas, pero ya había subido a 120. Que entonces tuvo que comprar unas pocas y que lo que más pena le daba era que le había prometido a mi abuela muchas milanesas con puré.
—Tengo 40 años y no puedo comprarle a mi vieja todas las milanesas que quiera. ¿A vos te parece?
Él tenía la costumbre de agarrarse la cabeza y hablar a los gritos; me impresionó que no tuviera ni fuerza para levantar las manos ni la voz.
Parece un capricho infantil en un hombre adulto, o la torpe declamación de un Edipo porteño de los ’80s.
Para el niño que era yo fue otra cosa. Fue la imagen de la derrota, de la frustración, de la debilidad. Fue ver a un hombre que no era mi padre, pero yo suponía tan fuerte como mi padre, abatido por una fuerza invisible que caía sobre todos nosotros. Mi barrio estaba lleno de perdedores aplastados: Walter, el uruguayo que era chambón y se escapó del ejército uruguayo, Pajarito, que vivía en un auto abandonado y un invierno amaneció muerto de frío, Marta, que cosía en un taller y a la salida se metía a seguir cosiendo para redondear una miseria, mi viejo mismo, con la espalda rota por trabajar hombreando bolsas desde los ocho años. Y así.
Los libros que me regalaban mis viejos en ese momento no me ayudaban demasiado a entender, porque Verne o Salgari o Dafoe hablaban de aventuras donde el hombre vencía, en última instancia, a la naturaleza.
Tuve que esperar a conseguirme mis propios libros, en particular a leer El Eternauta y su nieve mortal para ponerle nombre a la mano invisible (Los Manos eran el enemigo, oh casualidad). Y terminar de entender con Los Vengadores de la Patagonia Trágica que la mano no era tan invisible y, sobre todo, no era anónima. Pero para ese momento ya estaba en el menemismo y la pelea era otra.
Así las cosas, está vivo el recuerdo de mi tío y de los aplastados.
La diferencia es que mi tío no sabía bien cómo venía la mano, ni de dónde, ni hacia dónde. Solo sabía que él tenía que aguantar. Yo la tengo un poco más clara. Por lo menos sé dónde pegar la piña y con quiénes pegarla. Y que nada de aguantar lo insoportable.
Nunca con las manos que aplastan, siempre con los aplastados, porque estos son los que cuando se organizan y se rebelan son capaces de dar vuelta todo. |