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La Izquierda Diario
22 de agosto de 2019 Twitter Faceboock

120 ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE BORGES
Sueños circulares: del cine a un capitalismo voraz
Walter Guzmán | docente

“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche” inicia uno de los más conocidos relatos del escritor de Buenos Aires.

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Un hombre taciturno y gris, nos dice, ha llegado hasta el templo del fuego con un secreto propósito: soñar a un hombre e imponerlo a la realidad. Así, las únicas tareas que lo dominan son las de comer y la de dormir. Cuando por fin lo logra, cuando la sustancia de su sueño se materializa y viene a habitar el mundo de los hombres, el mago saborea la satisfacción. Soñarlo ha sido un arduo trabajo, sólo que su hijo, “una mera apariencia”, puede traspasar el fuego sin quemarse. Esa virtud imposible puede revelarle su verdadera matriz: la de ser el sueño de otro.

Qué pesadilla, “qué humillación”, piensa el mago: ser la proyección de un deseo ajeno. Hasta que descubre, cuando su templo se incendia y el fuego viene a buscarlo, que él también puede atravesarlo, y esa vergüenza que presentía para su hijo es ahora un destino cíclico que también lo involucra a él.

Aunque es una tarea sobrenatural, ese sueño que viene a habitar el mundo material de los seres humanos es algo que los humanos ya se han ocupado de concretar: ese hijo que el mago taciturno intenta parir tiene todas las improntas que todos los personajes de ficción han heredado de sus padres, los escritores: más allá de ser criaturas de hábitos recurrentes y destinos ciertos, su existencia es tan real como la de cualquier hombre. A veces, incluso, poseen una dimensión más rica que la de algunos desdichados; pero todos, sin excepción, están condenados a una existencia más prolongada que la nuestra y a una trascendencia que, seguramente, no buscaron y que nunca sabrán que adquirieron.

Esa grandeza que Borges le confiere al mago de la “unánime noche” no reside en la jerarquía de lo soñado sino, y por sobre todo, en la capacidad de soñar.

De la potestad del sueño de la que nace un ser cuyo origen desconoce, también germina, precisamente El Origen (Inception), la película de Christopher Nolan (2010) cuyos personajes husmean y manipulan el sueño de los otros, todos los sueños, hasta dudar de los propios y de la propia existencia: un espía corporativo tiene una extraña habilidad: puede irrumpir en los sueños ajenos y robar sus secretos. Pero... si saquear las ficciones de otros, violar sus datos en el lugar en que los creemos más seguros parece no ser suficiente; y si la moral empresaria lo financia, ¿será capaz de ir más allá? Al fin y al cabo, ser el bueno de la película, el portador de la ética y el libre albedrío solo es una cuestión de postura. Sí. Asaltará el sueño de alguien y le plantará una idea, clavará un espejismo para que crezca como un recuerdo verdadero: el asaltado vivirá creyendo que ese recuerdo que ciñe sus decisiones es auténtico. Recordará, dispondrá y elegirá condicionado por una falsedad.

Esta idea que, como yuyo malo, crece en la ficción de Nolan, abreva sin dudas en la fuente de Borges, del cual el genial director, se sabe, es asiduo lector y que ha confesado, por otra parte, la gran fuente de inspiración que el escritor argentino ha significado siempre. Pero lo particularmente interesante en Inception es esta noción, que hace unos años creíamos vagamente realizable: la de manipular los sueños y las pretensiones, la posibilidad de implantar deseos, gustos y recuerdos y manosear, a discreción, la humana voluntad. Sin ir más lejos, si no fuera porque la voracidad empresarial ya lo ha convertido en mercancía, diríamos que sería una excelente idea para un guión de Black Mirror, serie de la que ya hemos hablado en esta sección. Pero lo que parecía una quimera, un desvarío de la imaginación, ya se ha consumado.

No hace mucho, apenas algunos años, emergió en el mundo de las corporaciones una firma de asociados que ofrecían, sin ningún tipo de decoro, la posibilidad de manipular la voluntad de potenciales electores de acuerdo a la necesidad del cliente. Esta empresa se llamó Cambridge Analytica. Se presentaba como una compañía que combinaba la minería de datos y la comunicación estratégica para el proceso electoral. Desde el 2015, luego de trabajar para las campañas electorales de Ted Cruz y Donald Trump, Cambridge Analytica dejó de ser un proyecto de análisis de datos y pasó a consolidarse como una entidad que manipuló la conciencia de los votantes, sobre todo de los indecisos, bombardeándolos con fake news y toda clase de videos en sus redes sociales, todo con el fin de influir en campañas electorales, exitosamente como en el caso de Trump y de Macri, y también en procesos sociales más complejos como fue el Brexit, la consulta popular en el Reino Unido para decidir si prolongaba su permanencia en la Unión Europea. Por supuesto que esta macabra manipulación de los electores sólo pudo llevarse adelante luego de que Facebook vendiera, sin ningún tipo de decoro (¿acaso el capitalismo alguna vez lo ha tenido?) los datos personales recolectados de sus millones de usuarios: recordemos que esta mega corporación no sólo posee los datos personales que toda persona ingresa al momento de asociarse, sino también todos los demás secretos que, sin precaución, subimos allí y que le ha permitido a Mark Zuckerberg, a través de complicados algoritmos, armar un perfil de la personalidad de cada uno de sus usuarios. Escalofriante, ¿no?

Lo trágicamente fascinante de la manipulación de Cambridge Analytica es que los sueños que Borges le adjudicó a su personaje o que Nolan le regaló al suyo terminaron convirtiéndose en una pesadilla que el capitalismo empresarial le ha regalado al mundo.

En su cuento, Borges describe muy descarnadamente el discernimiento del mago: “(...) con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”. En algún momento de la vigilia, la conciencia se deja envolver por la niebla de la ensoñación. Si este sacerdote en el templo circular del dios del fuego ha permitido que el sueño abandonara su voluntad sólo por un acto de fe, entonces ¿toda creencia puede venir a alterar el tejido de nuestra existencia? De hecho, la religión ocupaba, hasta no hace mucho, el altar de las creencias mágicas. Sólo que el malestar ontológico que en esta etapa de la historia hace vibrar a la humanidad, parece que se ha contentado, en gran parte, con la tecnología digital, esta nueva religión que también se esparce a fuerza de fe o de irreflexión humana. Mc Luhan, teórico canadiense de medios, consideraba que la velocidad de adopción de un nuevo medio era superior a la velocidad de reflexión sobre sus efectos. Si esto no es “fe digital” admitamos, al menos, que se le parece bastante.

Tal vez, en algún momento, hemos sentido la presencia cerca de P. K. Dick. No nos alarmemos. Su paranoia distópica parece haberse encarnado en nuestra realidad. Luego de anoticiarnos de las veleidades de Cambridge Analytica el velo electrónico parece, ahora, más visible. El gnosticismo de Dick, que él atribuía a la voracidad empresarial y a un frenesí desmesurado por desarrollar la tecnología que invadiría nuestras vidas, nunca fue patrimonio ni de la literatura ni del cine, ni del mago que soñó a un hijo ni del espía que se metía en los sueños. Pero este gnosticismo digital del capitalismo actual, que manosea nuestros deseos y esperanzas, nos ha empujado a una relectura del genial escritor argentino. Si alguna vez leímos “Las ruinas circulares” con sincero goce, ahora, este mundo virtual nos trae un estertor frío que nos recorre la espalda.

 
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