Hoy es uno de esos días en que se me viene el mundo encima. Suena el despertador y siento ganas de llorar; lo pospongo un poco y abrazo al gato para robarle unos minutos más de sueño al día. “Me cagué durmiendo!” Me levanto rezongando, entro al baño y abro la ducha. Me baño todavía dormida. No hago tiempo de desayunar. Me seco rápido el pelo, me pinto un poco a las chapas para disimular la cara de orto, cambio las cosas de la mochila y arranco.
No hace tanto frío. Llegando a la Juan B. Justo viene el bondi, cruzo apurada a la mitad de la calle y lo alcanzo justo. Hay un asiento al fondo, me siento y me como una banana, que será todo mi desayuno. Llego al centro y veo al menos 7 u 8 colchones de personas que pernoctan en el zaguán de Radio Nacional. Me cuelgo mirando un bulto bien tapado con colchas y un par de crocs que descansan a su lado. Siento bronca y tristeza, además de sueño, cierro los puños con los ojos llenos de lágrimas y apuro el paso. Voy a la segunda parada, mientras un tipo de voz grave vende alfajores de maicena caseros; le compraría, pero hace años que no me puedo dar ese gusto por mi gastritis crónica.
Por suerte el 50 viene rápido. Para el bondi y baja un montón de gente por adelante: viejitos, viejitas, una piba muy joven con un cochecito y atrás de ella otra con una nena en brazos, de corte rolinga y despeinado. Subo al bondi, paso el BEG y me siento al fondo. Hasta acá todas mis acciones son en piloto automático; me cuelgo en detalles mientras transito la ciudad flotando en la maldita rutina diaria.
Llego al cole: 3 minutos antes. Hasta cuando se me hace tarde llego temprano. Pongo el dedo en el reloj biométrico y me dirijo al aula. No está la profe pero están sus cosas, los chicos gritan. Al rato llega ella cargada de criollos y sanguches de pan francés que les fue a comprar al frente. Entra a las corridas y reparte el botín, disculpándose. Es una mujer cuarentona, muy flaquita, de pelo rojizo y pajoso, con cara de buena y de cansada; se la nota más cansada que de costumbre detrás de su imborrable sonrisa (nunca la vi enojada). Sale del aula y se disculpa de nuevo, le doy un beso y le digo que no hay problema. Me cuenta que tiene grave a su papá y se turnan con sus hermanas para cuidarlo. La abrazo y le deseo suerte. Sé muy bien lo agotador que es física y espiritualmente tener a un familiar enfermo, en las últimas, esa agonía viscosa que parece que no va a terminar más y ese cansancio mezclado con tristeza indisimulable.
Entro por fin al aula, unos 5 minutos bastan para que estén todos parados, gritando y comiendo. Hace más de dos semanas que no nos vemos, hay muchas tareas atrasadas y los chicos que no se callan. “Ehh Jimena no te pongas la gorra! Qué sos?! La D.?!” “Nico del Caño, Nico del Caño fumándose un caño” me cantan. Me río un poco, pero trato de que se ordenen. Son como 30, entre 17 y 20 años, muchos varones grandotes, jetones, mucha testosterona. Me saco la garganta tratando de que se ubiquen porque tengo que devolverles evaluaciones y tienen que hacer el recuperatorio y tengo que dar actividades atrasadas y septiembre es un mes caótico en los coles, pero lo mismo nos piden siempre más.
Logro entregar las evaluaciones; la mitad del curso desaprobado. Lo único que tenían que hacer era leer unas noticias. Les digo que se agrupen por tema, que todos van a rehacer el trabajo, pero en grupo, que los que aprobaron van a ayudar a los que no a comprender en qué se equivocaron. Los que aprobaron protestan. “¿Por qué lo tenemos que hacer nosotros si aprobamos?” me preguntan 1.500 veces. Les digo que parte de la evaluación es el trabajo colaborativo. De mala gana, se ponen en grupo. Obviamente los que aprobaron son los mismos que se ponen a trabajar. Reto mil veces a los mismos porque se paran, gritan, dicen guarangadas, se montan entre ellos, se muestran cosas en el celular. Hablan de una fiesta que tienen mañana, que mañana se termina la semana y no sé quién “la va a poner”. Les pido 1.500 veces que se calmen y colaboren con sus compañeros.
Finalmente llega la hora de la puesta en común. La mayoría aprueba. El que reté mil veces por gritar guarangadas se para al frente y no deja de moverse ni decir guasadas, está nervioso. Lo hago sentar de nuevo. Toca el timbre de salida. Algunos se me acercan a preguntar cosas del trabajo que tienen que hacer sobre la Expocarreras. El retado también. Le pregunto qué le pasa, si él no era así, culpa a otro compañero. Le pregunto si fue a la Expo y me dice que sí, pero que fue “al pedo”, porque él va a ser policía como el padre, que es guardiacárcel. El corazón se me parte un poco cada vez que un alumno me dice que quiere ser policía, el año pasado tuve 3. Pibes de barrios muy periféricos que sueñan con ser del Surrbac o ser policías.
Yo quería ser artista. Nunca quise ser docente, ¡¡YO QUERIA SER ARTISTA!!. Y ya hace 8 años que la docencia me quema la cabeza. Disfruto muchas veces, me vuela la cabeza ver niñes y adolescentes flasheando con el arte, pero la mayoría de los días siento que soy una docente horrible, porque uno entra al sistema a regañadientes, pero pensando que lo puede cambiar. “La Sociedad de los Poetas Muertos no existe” me dijo mi tía, docente jubilada tras más de 30 años de servicio. Yo pienso que todavía me faltan 30 años de esto y me quiero morir.
¡Yo quería ser artista! Hace 8 años doy clases y 5 que trabajo en 4 escuelas. De 3er grado a 6to año, de 8 a 18 años. Este año me cagó a trompadas emocionalmente, todo el tiempo siento que estoy desbordada. Después leo en el libro de Nico del Caño, Rebelde o precarizada, infinidad de relatos de gente que la pasa mucho, mucho peor, pienso que quizás soy una privilegiada y me da culpa. Pero no, no lo soy. Privilegiados son los que viven del trabajo ajeno, a costa de que los pibes en los coles estén cagados de hambre, sucios, tristes, nerviosos, cansados, hartos. Estoy re podrida, pero también convencida de que este mundo de mierda tiene que cambiar. Por cada uno de esos pibes y por cada profe taxi como yo, es que luchamos hasta cuando no podemos más.
P.D.: Unas horas después de publicar esto en mi Facebook, dos docentes que volvían a Comodoro Rivadavia luego de participar de un plenario y manifestarse reclamando su salario en una lucha que ya lleva nueve semanas, fallecieron al volcar el auto en el que viajaban. Jorgelina Ruíz Díaz y María Cristina Aguilar eran docentes secundarias de Comodoro. El mismo día que el gobernador Arcioni planteó aumentarse el sueldo en un 100%. ¡Por ellas, apretando los dientes, luchamos! |