Antes que nada, me gustaría aclarar que esto no es una reivindicación de la adolescencia ni una guía de escritura para estudiantes. Les jóvenes de 15 años nos vienen enseñando -incluso desde antes que la adolescencia exista como rasgo etario- que su poder de transformación de la realidad no necesita de viejos vinagres que les expliquen cómo hay que hacer las cosas.
No. Lejos de ponerme a plantar bandera y dejar enseñanzas, necesito aprovechar el día del estudiante para hacer mi descargo, patético, indigno, de una ignominia detestable e insaciable rencor. Voy a ser sincero: extraño ser adolescente.
Pero si debo ser aún más sincero tengo que decir que no extraño ser adolescente. Extraño vivir como adolescente, transitar el mundo como si fuese mío, de mis amigos, y de nadie más. La inmoralidad y la lejanía del olvido. Extraño ese sentimiento genuino de que las cosas tengan un sentido. Uno innato y sin discusión. La creación como acto instintivo, sin entendimiento ni empirismo. El acto creativo antes de contaminarse de realidad, de moral, de monotributo y de paso de las horas.
Debo decir que el arte fue siempre mi mayor refugio. Los que hacemos LIDteratura hemos hablado -si me permiten la confidencia -de este asunto más de una vez. Tantas veces un libro, un poema, una guitarra… cuánto calor encontramos en esas gemas que brillaban entre tanta mierda gris. Y cómo ansiamos reencontrarnos en ese lugar que el tiempo aleja, pero no altera.
Una vez más digo, no pretendo poner en boca de les jóvenes palabras que no son de ellos. Quiero ponerme a recordar. Alguna constante tiene que haber. Alguna magia debe existir. Quisiera encontrar esa fórmula mágica o química (tal vez sea hormonal) que dota de tanta potencia creativa. Pienso en Charly escribiendo “Confesiones de invierno” antes de los 20 años. Se dice que Fito escribió “Actuar para vivir” a los 17. Ni hablar del dúo Lennon-McCartney partiendo al mundo en dos en la década del 60. Todos componían con rabia y desfachatez. Quizás Rimbaud o Syd Barret sean de los ejemplos más redondos. El mismo fuego que los creó fue el que los consumió.
Nacemos en sociedad y somos un producto de ella. Hay un bagaje heredado que moldea a fuerza de moral y costumbre y nos constituye como sujetos. En un mismo movimiento el sistema nos da libertad y nos la quita. Yo tengo la sensación de que en la adolescencia es donde más nos acercamos a un estado salvaje de las cosas. Al acto creativo -sea ideológico, sea artístico- más puro. Lejos de la madurez mansa y socialmente aceptada de la adultez y alejados también, pero emparentados, con la primera infancia en donde se genera una primera explosión creadora que es producto del goce sin prejuicios.
Si pudiese hablarle a mi yo de los 15 le diría que haga lo que lo haga feliz y que no tome consejos de gente que quiere nuestro bien a costa de que sigamos sus pasos.
Le dicen sublimar, que es algo así como domar la pulsión y volverla socialmente aceptable. Yo quisiera quedarme con la parte en donde transformamos. Una persona de cualquier edad está atravesada por un montón de cosas que necesita purificar. Agarrar esa angustia y transformarla en otra cosa. Limpiar el veneno. Es verdad que recién hablé de genios y, claro está, no todos pueden ser Rimbaud o Picasso, pero lo que en verdad me importa es rescatar al arte como acto transformador de la realidad propia, la más íntima, la que no necesita de aceptación social. Esa producción personal que nació del juego en nuestra habitación, entre un minicomponente viejo con pasa casetes y una criolla a la que siempre le faltaba una cuerda.
Quiero buscar en cada rincón los retazos escritos atrás de un boleto de colectivo y sentir de nuevo que esas palabras que surgieron de la larga rumiación van a ser parte del cambio. Quiero volver a correr a la casa de mi mejor amigo y mostrarle emocionado esa frase que seguro iba a terminar en canción, y algún día, con suerte, sonar en la radio. Quiero volver a sentarme frente a mi amiga y escucharla muy atento mientras me recitaba el poema que había escrito días atrás cuando tuvo que elegir entre el lápiz y la almohada.
Esta es mi declaración: quiero vivir como adolescente y otra vez, sentir que todo tiene un sentido. Por eso mismo, intento preguntarme una y otra vez por qué escribo, para no olvidarme, y para responderme, que escribo para ser adolescente. |