Ser joven sin futuro en la Argentina de los ‘90, contado en modo nouvelle vague. Eso es lo que hace Esteban Sapir en Picado fino, película estrenada en abril de 1998, aunque se había filmado entre 1993 y 1995 con un escaso presupuesto.
El film apela a muy pocas palabras, recurre a los efectos sonoros (y visuales) del videojuego, y articula fragmentos que se suceden con recortes arbitrarios. Así elige Sapir contar la historia de Tomás, un joven de clase media baja, desempleado, ansioso por salir del círculo limitado de la rutina que su vida precaria tiene para ofrecerle. El tránsito rutinario de su vida, alternando entre novia, amante, cerveza, merca y un asfixiante ámbito familiar, se conmociona vertiginosamente cuando se entera de que su novia está embarazada. “Game over”, leeremos en la pantalla entonces.
Tomás inicia una vertiginosa huida de esa perspectiva que avizora como una cárcel irreversible, que sería reproducir el rito de la familia casándose con su novia embarazada. Pugna por conseguir su ansiado “extended play” (en el lenguaje de los videojuegos ochentosos la posibilidad de tener otra “vida” posponiendo el temido final del juego). Sus opciones limitadas, que lo hunden cada vez más en la marginalidad, son una verdadera huída hacia ninguna parte.
La película se sale de los registros acostumbrados en el cine argentino. La historia está allí, es clara y sencilla, pero narrada de tal forma que busca (y logra) descolocar al espectador. A más de veinte años de su estreno, el artificio sigue teniendo efecto.