Es una ficción cuyo excepcional guión ahonda en la relación entre la corrupción y las instituciones de la democracia capitalista en épocas distantes que conviven entre sí. Considerada como la mejor serie coreana de la última década, ha ganado el privilegio de ser una de las ficciones más vistas en formato televisivo.
Un joven analista de la policía coreana, Park Hae-Yoon (Lee Je-Hon), se topa con un desvencijado walkie tolkie. En desuso y sin baterías, el aparato se enciende siempre a la misma hora. Del otro extremo de la línea, llega el rumor de otro detective, la voz de un Lee Jae-Han (Cho Jin-Woong) que ha desaparecido hace quince años. Los enlaces se suceden sin lógicas de frecuencias ni de cronología. Para los emisores, es una señal que llega desde el pasado o el futuro, dependiendo en qué extremo de esta temporalidad estén anclados. Estos diálogos transtemporales ayudarán a ambos a desentrañar no sólo los crímenes de su tiempo sino también, y sobre todo, a influir en el destino de sus propias épocas.
Esta ciencia ficción surcoreana parece calzarse un zapato ya muy gastado. Los vínculos asincrónicos de los protagonistas, estos nexos más allá de todo presente, son un leitmotiv porfiado en este tipo de ficciones. Con demasiada frecuencia, suelen ser un recurso perezoso y el único objeto de interés. Pero en Signal, esa voz lejana en la radio es un subalterno de los conflictos de una profundidad dramática casi agónica. Y no es porque estos personajes sean portadores de un sufrimiento extraordinario. En absoluto. El desconsuelo que los habita es tan mundano como los atroces crímenes que investigan. Sólo que esa amargura es constante. No se extingue. No fallece. A ambos, también a la detective Cha Soo-Hyun (Kim Hye-Soo), la otrora compañera de esa voz del pasado y ahora la jefa de este analista del presente, el dolor es la ausencia de alguien, una vacío lacerante que la acompaña. Y estas penas los han determinado. Los han definido. Los han expuesto.
Los detectives comienzan a colaborar tratando de encontrar, desde el presente, a un asesino en serie que mató hace quince años y cuya identidad jamás fue develada. Estos crímenes acaecidos (inspirados en el verdadero asesino en serie de Hwaseong) sobrevienen con nuevas muertes de idéntico perfil. En el presente, el analista Hae-Yoon y su superior, la detective Soo-Hyun investigan a este asesino que ha resurgido. Pero conforme avanzan, la incompetencia policial parece ser la principal razón del empantanamiento. La corrupción que los rodea– podredumbre en su propio departamento asociada a ese tipo de negociados empresariales que nos son tan familiares en estos días– crímenes que ella entierra, además de pruebas incriminatorias y desprotegidos inocentes, no es otra cosa que la auténtica faz del capitalismo, sin importar en qué parte de la geografía se encuentre.
A mitad de camino entre lo que se considera una ficción policial, cortesana de las normas y propósitos de la industria del cine y lo que, por otro lado, es el listado de hechos reales y reportes financieros¬– el artículo periodístico– se encuentra el genuino relato policial, franco a pesar de algún ocasional conformismo ideológico. En este tipo de fábulas, no existe el logaritmo perfecto del razonamiento analítico porque es la refriega contra el capitalismo lo que moldea a los personajes y a la trama. Son ficciones que siguen las huellas de un sistema social que cincela cada aspecto del mundo. Piglia solía insistir en que: “hay un modo de narrar en la serie negra– policial negro norteameriacano– ligado a un manejo de la realidad que yo llamaría materialista. Basta pensar el lugar que tiene el dinero en estos relatos. Quiero decir, basta pensar en la compleja relación que se establece entre el dinero y la ley (...)”.
Corrupción policial; ambiciones empresariales odiosas y sádicas; funcionarios y políticos carniceros; jueces y fiscales corrompidos y hediondos: por más que se culpe a la naturaleza humana, los eslabones de esta cadena de miserias son siempre de naturaleza económica. La Corea del Sur actual, convertida también en una prolífica meca de producciones televisivas y cinematográficas, muestra perfumada de la prosperidad capitalista y la superación personal, no puede escapar ni de su propia iniquidad ni de su profunda desvergüenza: es el latifundio de una burguesía insaciable; es el liberalismo que aliena hasta el suicidio mientras se muestra con un glamour rosado y luces brillantes.
Signal es capaz de desnudarlo, aunque se trate de un producto televisivo de ese mismo engranaje lucrativo que tanto envenena y bestializa. Y, cuidado. No nos engañemos. Su sinceridad, su honrado virtuosismo, no está determinado por ningún sentimiento de emancipación ni de revolución. No es, siquiera, una queja. Es, solamente, una secuela de esa contradicción tan pigliana: si una ficción de este tipo pretende alguna trascendencia, debe exponer a la propia madre que lo parió.
Sin embargo, su cuna no invalida su virtud así como una falsa moral no invalida su fe. Hay aquí, pese a quien le pese, un verdadero guión genial que sostiene a la serie. En las reiteradas idas y vueltas en una temporalidad omnipresente, los detectives se estrellan contra la institución policial que se alimenta de la corrupción con la misma voracidad con que la gangrena se traga la carne. Aún así, perseveran. Desgastan sus fuerzas pero porfían en sus propósitos. Son reincidentes de una determinación implacable, no porque sus principios sean el dogma que los empuja, sino porque su sufrimiento se los exige: el analista Hae-Yoon, como si de una ilícita sentencia se tratara, intenta revocar la culpa que suicidó a su hermano; la jefa de la sección de Crímenes Irresueltos, Soo-Hyun intenta desentrañar la repentina desaparición de su primer jefe, su paciente mentor, su gran amor, hace quince años, la ausencia sin luto de ese hombre cuya voz resuena en el walkie talkie sin que ella siquiera lo presienta; Jae-Han, el implacable detective del pasado, el que sólo dispone de un par de minutos para comunicarse con el futuro, trata de indemnizarse ante sus errores, acarrear algo de consuelo a las víctimas cuyo sufrimiento no fue capaz de evitar y, de paso, acallar tan sólo un poco su abrumadora soledad.
Nobleza obliga, es necesario reconocer que la excelencia de un guión es visible no sólo en la organización de la trama sino también, y sobre todo, en la encarnadura que un actor le brinda a su personaje. Sin esta transferencia de destinos, la historia se quedaría sin transporte. Y en Signal, las actuaciones son sobresalientes. Más allá de que la exteriorización del sufrimiento, en apariencia muy desmadrada, nos resulte exagerada, podemos entender que es parte de una cultura que se nos aparece lejana. Aún así, creemos en su sufrimiento. Y si creemos en ello, confiamos en la ficción.
Signal fue un suceso en su primera y única temporada. Replicada hasta el cansancio en los blogs de recomendaciones, los derechos para su reproducción han sido vendidos en casi todos los países de Europa. No nos extraña. ¿Cómo podría? Ella es propietaria de una gran virtud, que no es otra que escapar de los lugares comunes y los golpes bajos. En esta enorme feria de producciones audiovisuales, esta serie ha sabido sobresalir con crédito propio. Al fin y al cabo, si vamos a recorrer esta góndola casi interminable de ofertas televisivas, echemos al carro, al menos, a las más sabrosas.