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La Izquierda Diario
29 de noviembre de 2024 Twitter Faceboock

Contrapunto
Dos octubres frente al espejo
Santiago Lupe | @SantiagoLupeBCN

Una comparativa entre los octubre de 2017 y 1934. Reflexiones sobre la clase obrera, los partidos y las direcciones del movimiento democrático catalán para pensar los retos de la izquierda anticapitalista.

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El debate estratégico en el seno de la izquierda independentista y anticapitalista vive un momento de especial florecimiento. No hay semana en que en distintos diarios digitales o revistas teórico-políticas no aparezcan nuevas contribuciones desde muy diversas posiciones. ¿Qué falló en 2017? ¿qué mandato se desprende del 1 y el 3 de octubre? la izquierda ¿estuvo a la altura? Diferentes respuestas a estas preguntas que dibujan también distintas hipótesis sobre cómo continuar y cómo enfrentar los nuevos e inmediatos desafíos.

Quisiera sumar una perspectiva a este rico intercambio, partiendo de una analogía histórica no exenta de riesgo. El octubre de 2017 ¿constituyó un lejano eco del otro gran octubre catalán del siglo XX? Me refiero a los “Fets d’octubre” de 1934, de los que se acaban de cumplir 85 años. Considero sugerente ver qué puntos de contacto y diferencia podemos encontrar sobre cuestiones claves de todo proceso de ruptura y transformación social. ¿Qué clases y desde qué posiciones intervienen? ¿cuál es el rol de sus partidos? y ¿el de la dirección del movimiento?

La clase obrera y el “procés”: de una visión complementaria a otra antagonista.

Sectores de la izquierda han repetido hasta la saciedad que la clase trabajadora era totalmente ajena a la demanda del derecho a decidir. El 3-O respondió con contundencia a este mantra. Amplios sectores de la clase trabajadora tomaron parte en la huelga general con más seguimiento en las últimas décadas. Lo hicieron motorizados por el repudio a la brutal represión del 1-O y en rechazo al régimen que la perpetraba. Un amplio sector lo hizo tomando la demanda de la república independiente como el vehículo con el que se podía materializar ese repudio. Además, por primera vez desde que arrancó el procés, tomó parte con sus propios métodos de lucha: la huelga general. Muchas de esas trabajadoras y trabajadores habían sido también parte de la jornada del 1-O o de las Diadas anteriores, eso sí, en este caso diluidos como parte de la “ciudadanía”.

El 3-O fue sobre todo un “destello” del potencial que se podría desplegar si en el movimiento había un traspaso en relación a qué clase social pasaba a ocupar el centro. Si la clase obrera catalana se sumaba con fuerza, junto a los sectores populares, el Estado temblaba y se abría realmente la posibilidad, como planteaban Laure Vega y Maria Sirvent en un reciente artículo, de impugnar “también el sistema en su conjunto “y abrir “una ventana de oportunidad para trasladar la lucha por la república catalana a un terreno favorable por las aspiraciones sociales que comparten un amplio espectro de la sociedad”. Tal fue así, que desde última hora del 1-O, el Govern, la mediana y pequeña patronal y la burocracia sindical de los sindicatos mayoritarios trabajaron intensamente para intentar reconvertirlo en una “aturada de país” y, sobre todo, que no tuviera continuidad.

Si vamos a 1934 encontramos aquí la principal gran diferencia entre los dos octubres ¿Cómo tomó parte la clase trabajadora en la pugna entre el gobierno del bienio negro y la Generalitat? La proclamación del “Estat català” por Companys había sido precedida de la gran huelga general convocada por la Alianza Obrera. Barcelona estaba paralizada, y al mismo tiempo la Comuna de Asturias empezaba a levantarse. Podríamos decir que no fue solo un “destello”. La clase trabajadora estaba en el centro con sus propios métodos de lucha: la huelga general insurreccional.

Es cierto que la clase trabajadora, sus organizaciones y subjetividad vienen hoy de una derrota sin paliativos fruto de la ofensiva neoliberal de las últimas décadas. Una cuestión que daría, y ha dado, para un extenso debate que excede a este artículo. Aún así, se puede afirmar que las condiciones en que llegó el movimiento obrero al 15M -donde no tomó parte salvo pequeñas y valiosas excepciones- fueron muy malas. Además, en todos los momentos en que amenazaba con entrar en escena -como las huelgas generales de 2012 o la lucha minera-, la burocracia sindical actuó como el bombero social del régimen. Pero lo que nos interesa preguntarnos es, si estas “malas condiciones” debemos considerarlas una condición objetiva insalvable de nuestro tiempo. O por el contrario, si la política, y en particular las organizaciones políticas de la izquierda anticapitalista, todavía pueden ser un sujeto que ayude a revertirla.

Cuando el procés nace, el escepticismo sobre las posibilidades de recuperar una política de clase era el sentido común de época para gran parte de la izquierda. Solo en el último tiempo los debates sobre la clase trabajadora y una política desde y para ella y los sectores populares han comenzado a tener mayor relevancia. Sin embargo, ese escepticismo y una concepción de una “revolución” o transformación por etapas fueron, y siguen siendo a mi parecer, lo hegemónico en el seno de la izquierda catalana.

De ahí que los esfuerzos se dirigieron a ver como se presionaba a los partidos históricos de la burguesía y pequeño burguesía catalana -la extinta CiU y ERC- para que se pusieran a la cabeza del movimiento, y no a una política que no era complementaria sino antagónica. Me refiero, tal y como también plantea Josep María Antentas en su último libro “Espectres d’octubre”, a cómo hacer confluir el ciclo de movilizaciones nacido con el 15M, las mareas, las luchas contra los desahucios u otras defensivas del movimiento obrero, con el movimiento democrático catalán. Y añadimos, como un paso más adelante que permitiera “revolucionar los centros de trabajo” -algo que ni el 15M ni el “procés” consiguieron- para barrer la burocracia sindical, facilitar la organización de los sectores más explotados y conseguir que la clase trabajadora estuviera a la cabeza de esta lucha democrática ligándola indisolublemente a la resolución de los grandes problemas sociales.

La tarea era pues antagónica a conformar un bloque de “un solo pueblo”, y es que en política hay sumas que restan. Si el movimiento seguía en manos de quienes habían sido los virreyes del Régimen del 78 en Catalunya hasta la fecha y los aplicadores de las peores políticas de ajuste y privatización, conseguir que la clase trabajadora se sumara - ya no como ciudadano, sino con sus propias organizaciones, métodos de lucha y demandas - era una tarea imposible. Y al revés, si se lograba ese traspaso de la clase social que ocupaba el centro - que el 3-O mostró en potencia causando temblor de piernas en Palau- la lucha por el derecho a decidir en Catalunya podía convertirse realmente en una fuerza social mucho más difícil de desviar hacia la pared que acabó siendo la DUI del 27-O y facilitar la alianza con los sectores populares del resto del Estado en una lucha común contra el Régimen del 78.

Los “contrapoderes”: condición necesaria pero no suficiente

Se podría responder a todo el apartado anterior que, a pesar del rol de la clase trabajadora en 1934, aquello terminó en una insurrección y una proclamación del “Estat català” que aguantó apenas 10 horas. Un hecho cierto que nos lleva a otro nivel de reflexión ¿basta con que la clase trabajadora y los sectores populares intervengan para garantizar la victoria? Lo cierto es que no. Podríamos decir que la creación de esa fuerza social, lo que hoy muchos llaman “contrapoder” aunque no siempre con una centralidad de clase, es condición necesaria pero no suficiente.

Las dos derrotas que estamos analizando pueden permitirnos seguir tirando del hilo. Hasta ahora hemos visto cuan diferentes fueron los dos octubre, veamos ahora qué dinámicas del 2017 fueron un eco, o una repetición de la historia en forma de farsa, de lo vivido en 1934.

La primera es que los representantes entonces de la pequeña burguesía, la ERC de Companys, demostraron tener más miedo a la revolución desde abajo que a los militares que venían a detenerles. Ninguna de las medidas que se pusieron en marcha en Asturias fueron ni discutidas en Palau. Volvió a actuar igual en 1936, cuando, siguiendo las consignas del gobierno del Frente Popular, llamó a la calma e incluso trató de incautar armas a sindicatos de la CNT a pocas horas de que el golpe llegara a los cuarteles catalanes.

Si esta fue la dirección de Companys ¿qué podíamos esperar de los herederos del pujolismo o de una ERC mucho más ligada a las medianas patronales que a los rabassaires de los 30? Lo que hicieron en el otoño del 2017 era cuanto menos previsible. Es posible que los juegos de malabares para mantenerse a la cabeza del movimiento -que les llevaron nada menos que a convocar un referéndum en contra del Tribunal Constitucional- pudieran nublar lo que pasaba. Pero el Estado seguía siendo Estado, dispondría de los medios necesarios para aplastar todo intento de impugnarlo y quienes estaban a la cabeza de todo aquello, optarían por rendirse sin oponer resistencia, antes que alentar un proceso de ruptura desde abajo que abriera realmente una situación revolucionaria.

El otro gran paralelismo con el 34 está en el rol de las organizaciones de la izquierda y la clase obrera. Entonces las corrientes que dirigían al proletariado catalán estaban divididas en dos grandes bloques. Por un lado quienes sostuvieron una posición a mi entender sectaria y antipolítica, la CNT, que rechazó tomar parte del conflicto democrático catalán y de la insurrección contra el gobierno de la derecha (a diferencia de la CNT asturiana). En el otro, un sector que sí decidió intervenir decididamente, creó la Alianza Obrera y proclamó la huelga general, pero no sostuvo una política de independencia de clase. Me refiero sobre todo al Bloque Obrero y Campesino de Maurín y la Izquierda Comunista de Nin, cuyas consignas en aquellos días se dirigían a presionar al Govern para que se pusiera al frente de la insurrección y quedar a expectativa de sus iniciativas para proseguir la lucha.

En 1934, desde su exilio en Francia, el revolucionario ruso León Trotsky, seguía los acontecimientos ibéricos con sumo interés. Desde 1931 consideraba que en el Estado español se jugaba en gran parte el destino de la revolución internacional. Respecto al resurgir de la cuestión democrática catalana tras la llegada del gobierno de la derecha en 1933 - como recogió en este artículo el historiador Pelai Pagés - Trotsky planteó, en polémica con Maurín y Nin, que en Catalunya la Alianza Obrera tenía la responsabilidad de poner a la cabeza de la lucha por la república catalana a la clase trabajadora, con sus propios métodos revolucionarios. Lo hacía no sólo convencido que de esa manera se podría dar salida a las demandas democrático nacionales, sino que podía además hegemonizar así al resto de sectores populares -en aquel momento liderados por la ERC- y producir una reacción de solidaridad de la clase trabajadora de todo el Estado en defensa de una Catalunya independiente en manos de sus trabajadores y trabajadoras. Esta era para él una de las hipótesis de por dónde podría comenzar la revolución española, algo que sucedería apenas un año y medio después con la reacción contra el golpe fascista.

De vuelta a nuestro pasado reciente, y más allá de que no había en 2012 ninguna organización de la izquierda con el peso e influencia en la clase obrera que el que tenían las organizaciones de los 30 a las que nos hemos referido, la política de “mano extendida” en lo nacional actuó como una trampa para la izquierda independentista. Si esos eran los compañeros de viaje necesarios, se convertía en una traba para desarrollar una política activa e independiente que favoreciera la entrada en escena de la clase trabajadora y los sectores populares. Y además suponía un verdadero “desarme” estratégico para advertir de sus tretas y maniobras, y oponer desde el minuto uno una hoja de ruta independiente a la de la “ley a la ley” o la desobediencia institucional que mostró todo su potencial y todos sus límites en un mismo acto el 27-O. Se podía llegar a proclamar la independencia, pero al Estado – que sigue siendo en última instancia jueces, policías y cárceles- no se le puede derrotar si no se le opone una fuerza social que de la mano de Puigdemont no se podía constituir, tanto desde Catalunya como con la solidaridad del resto del Estado.

David Gómez expresa crudamente en un reciente artículo esta idea de no haber pasado la prueba: “el moment de ruptura de la tardor del 2017 ha generat un context polític que ha posat a prova la capacitat estratègica de les revolucionàries, i les revolucionàries no hem estat a l’altura, i dos anys després seguim sense estar-ho ”.

A modo de conclusión

Hoy no estamos ni en la Catalunya ni en el Estado español de los años 30, pero algunas de las lecciones de entonces consideramos que quedaron actualizadas en el otoño de 2017 para pensar los retos del siglo XXI.

En el seno de la izquierda independentista se debate como volver a fortalecer lo social, a crear “contrapoder”. Una tarea fundamental, que para que pueda llegar a despertar las grandes fuerzas sociales necesarias para tumbar el régimen y acabar con el capitalismo, consideramos hay que desarrollar recuperando la centralidad de clase. El terreno de la organización en los centros de trabajo, la pelea contra la burocracia sindical o los procesos de organización de los precarios, no deben ser un espacio más. Es el lugar desde donde podemos tocar el corazón de la ganancia de los capitalistas y en última instancia podremos dirimir quien controla y dirige el país.

Este retorno a lo social no hay que disociarlo de la necesidad de la intervención política, y en esto coincidimos con Xavi Monge cuando decía, antes incluso de la presentación de la CUP al 10N, que “l’espai polític, ideològic i social que la CUP representa i, per tant, no hauria d’inhibir-se d’intervenir políticament”.

Pero esta intervención debe hacerse partiendo de las lecciones de la historia más inmediata y el resto de las grandes experiencias revolucionarias del siglo XX, de las cuales en Catalunya se desarrollaron algunas de las más profundas. Es necesario redefinir con qué política de clase, es decir de independencia de los partidos de otras clases como lo son JxCAT y ERC. También qué programa capaz de resolver los grandes problemas sociales, que no puede ser otro que uno abiertamente anticapitalista. Por último, como el combate se concibe no como una cuestión exclusiva de quienes sufren la opresión nacional, sino que sin la alianza con el resto de sectores populares y la clase trabajadora del resto del Estado no será posible ni acabar con el régimen ni aún menos avanzar hacia un horizonte de transformación social.

Estos aspectos, volver a lo social y con qué política, quedan ligados profundamente al debate sobre la “estrategia”. Cuál es el plan para imponer nuestra voluntad al enemigo y qué fuerza pelea por que sea este plan -y no los otros planes de quienes trabajan para evitar todo desborde- el que oriente y dirija al movimiento. En última instancia, el debate es qué organización, qué izquierda, necesitamos que se proponga como tarea estratégica forjar la unidad de las filas de la clase trabajadora en alianza con los sectores populares, tanto de Catalunya como del resto del Estado. Se trata de trazar nuestra propia “hoja de ruta”, que no se debería detener en conquistar una república catalana sino, sobre todo, en conquistar gobiernos de las trabajadoras y los trabajadores que empiecen a cambiar el mundo de base y que establezcan los cimientos para hacer posible una libre federación de repúblicas obreras con el resto de los pueblos del Estado.

 
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