Más de 1.000. Exactas 1.023. A ese número ascienden las escuelas rurales de Entre Ríos que, tras la disposición del Tribunal Superior de Justicia de esa provincia, recibirán los venenos que se apliquen a solo una cuadra y media de aulas y mástiles. Con apadrinamiento legal. Para beneplácito de la política predominante en ese territorio.
Lo dispuesto el lunes de esta semana no es más que una versión renovada –y por qué no recargada– de la repetida saga del Estado atentando contra los delantales. Docentes y alumnos siendo víctimas, en este caso, de una voluntad que privilegia el buen humor del financiador de campañas antes que la supervivencia de quien no garantiza caja.
El Estado como maquinaria aceitada y prolífica en recursos a partir del aporte de un actor que, sobre todo en las últimas dos décadas, ha hecho propio el control de maniquíes gubernamentales que ejercen el hobby de la oratoria: el agronegocio.
Pooles, grandes terratenientes, referentes de entidades obesas de monocultivo como Federación Agraria o la Sociedad Rural, funcionarios con herencia de campito. Todos combinados en una cruzada por desterrar la educación pública en el ámbito agrícola. En el marco de una provincia que política y economía pretenden casi despoblada. Porque una persona no genera divisas por exportación –al menos por ahora–, como sí el maíz o la soja. Y escuela mata depósito de glifosato.
En el juego de las conveniencias, el gobernador Gustavo Bordet siempre resultó hábil para distribuir fichas en todos los casilleros. Siembra directo. Su ADN, desde aquellas épocas de ministro de Salud –aunque contador de profesión– de Jorge Busti para acá, está marcado por la manipulación genética para transitar el clima político del momento. Y las resistencias, por supuesto.
Cercano a Fernández, pero más aún del sector que intentó hacer perdurar a Macri, Bordet asume varias propiedades de la primera soja OGM, la RR: compite por recursos y se impone a las malezas –de la interna partidista entrerriana, de Concordia a Paraná– y puede interactuar con un veneno –por ejemplo, la sola presencia de Sergio Urribarri– sin sufrir daño alguno. Es más, la interacción con elementos de semejante toxicidad incluso lo potencia.
Al igual que la oleaginosa, lo preocupante es que ese patrón de conducta, modo de proceder en la práctica entre dirigentes, es exportable.
Su continuidad al frente de la provincia de Entre Ríos es confirmación suficiente de que asistiremos a otro mandato de un gobernador que bien podría haber sido concebido en un laboratorio. Tal vez de Bayer Monsanto. Por qué no de Syngenta, Dow, BASF, DuPont o Chemchina. Con asistencia técnica de más un científico vestido con ropas de la Secretaría de Ciencia o el mismo Conicet.
Desde que el Gobierno de Bordet blanqueó su apoyo a las fumigaciones con agrotóxicos junto a los establecimientos educativos rurales, la provincia promovió al menos media docena de acciones judiciales diseñadas para derribar la conmovedora defensa de la vida que vienen llevando a cabo el sindicato docente AGMER, la coordinadora Basta es Basta y el Foro Ecologista de Paraná, entre otras organizaciones.
En la última, la del lunes, el Estado se salió con la suya. Obtuvo, tras un conveniente cambio de jueces, nueva luz verde –como la banda que aún ostenta en la Argentina el cancerígeno glifosato- para reiterarles a docentes y alumnos que su mera presencia representa una molestia para otra provincia clave en esta Argentina de cosechas récord y emergencia alimentaria.
Hora de devolver favores a los financiadores de la continuidad provincial. Los delantales van y vienen. Ningún avión pulveriza sobre Paraná. Un mosquito ametrallando agrotóxicos en las calles de la capital, por supuesto que no. Más allá de las fichas distribuidas en campaña, la siembra directa de Bordet sí tiene y respeta una frontera agropecuaria: que el veneno, de ser posible, no se vea dentro de los límites de la capital.
El día que docentes y alumnos aporten a las campañas, quién sabe. Tal vez preservar la vida, la salud de todos, hasta se vuelva políticamente conveniente. |