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1ro de diciembre de 2024 Twitter Faceboock

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Colombia: jornada histórica tras décadas de imposición neoliberal y terrorismo de Estado
Milton D’León | Caracas / @MiltonDLeon
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El espectro de Chile ronda Colombia. Sin duda alguna el contagio de las rebeliones latinoamericanas llega al norte del continente sudamericano, en todo ese recorrido que hace por la Cordillera de los Andes, desde el sur en Chile, pasando por Bolivia, Ecuador –Perú no escapa a las tensiones políticas- y ahora entrando a Colombia, una puerta al Caribe, que puede empalmar con lo que ha venido sucediendo en Puerto Rico, Honduras y Haití, donde también se observan enfrentamientos más agudos y la represión con el ejército en las calles.

Esto es lo que explica la dinámica que terminó tomando una convocatoria inicial de un paro nacional de centrales sindicales y movimientos sociales a comienzos de octubre, que para el gobierno en esos momentos no sería sino una más de las que se podían haber vivido en otras situaciones, pero que terminó desembocando en la gran jornada histórica de movilizaciones en todo el país. Por eso cundía la tensión en los días previos en la Casa de Nariño, desde donde se llegaron a tomar medidas tan extremas como el cierre de fronteras con cuatro países vecinos y la alerta máxima con el acuartelamiento del Ejército.

Fue el hartazgo de los trabajadores, los campesinos, la juventud y los sectores populares del país lo que se expresó en el paro nacional y las multitudinarias manifestaciones que recorrieron el país, sobre todo en Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena, Barranquilla, Santa Marta, Pasto, Córdoba, Bucaramanga, en el Cauca y muchos otros lugares de los cuatro puntos cardinales. De esta manera, tuvo su contundente expresión el hastío del pueblo colombiano, acumulado por años de extrema desigualdad social impuesta por una rancia clase dominante que en el plano económico ha sido fiel seguidora del modelo chileno con su neoliberalismo extremo, y un régimen profundamente represivo, siendo uno de los países del mundo con más asesinatos de sindicalistas, dirigentes sociales y defensores de la tierra, ostentado una sangrienta estela de decenas de miles de muertos y desaparecidos.

La jornada del 21N, desde el ángulo de los trabajadores y el pueblo, solamente se compara con el gran paro del 21 de septiembre de 1977 cuando Colombia vivió una de las paralizaciones más fuertes en su historia, que en su momento marcó el declive de la presidencia de Alfonso López Michelsen. Una jornada de protesta, que al igual que la de este 21N fue inicialmente convocada por los movimientos sindicales, a la que se fueron sumando diversos sectores de los distintos estratos sociales producto del hastío de la población con el gobierno y el régimen de entonces.

Los que creían que la histórica jornada del jueves se quedaría allí se equivocaron, un gran cacerolazo esa misma noche cundió en toda Bogotá, extendiéndose rápidamente a nivel nacional, y ha tenido continuidad tanto el viernes como el sábado, al menos en ciudades claves como Bogotá y Cali donde continúan las protestas, sobre todo de la juventud, que el Gobierno, como siempre, intentó darles la imagen de “vándalos que crean disturbios”. No faltó el impresentable alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, para afirmar que “Hay un complot, organizaciones de alto poder y politiqueros interesados en desestabilizar el país”. Nada más alejado de la realidad.

En la propia capital del país, desde muy tempranas horas del viernes centeneras de personas volvieron a intentar manifestarse en la clásica Plaza de Bolívar –centro político del país–, pero fueron reprimidas inmediatamente por los integrantes del Escuadrón Antidisturbios (ESMAD); y hacia el final de la tarde del mismo viernes y por toda la noche, volvieron los cacerolazos tan masivos como contundentes, que desafiaron el toque de queda decretado para Bogotá (sumándose al impuesto en Cali). A la par de todo esto, el despliegue represivo del gobierno ha sido brutal, no solo frente a las protestas durante el día, sino durante la noche, así el viernes mismo a altas horas las fuerzas represoras del Estado se desplegaron acompañadas de la campaña mediática de “robos” para incidir en sectores de las clases medias que se han sumado con los cacerolazos.

Un accionar típico de los gobiernos colombianos, aderezado además con un pérfido operativo llevado a cabo por el gobierno a través de sus cuerpos represivos, consistente en ataques a propiedades o sectores residenciales, incluso detonación de explosivos, para achacárselos al movimiento, deslegitimándolo como mera obra de “grupos terroristas” y autogenerando así la excusa para decretar el “estado de conmoción”. En ese camino de estos días ya llevan en su cuenta varios muertos y decenas de heridos, así como detenidos.

El establishment rápidamente busca salidas

Las contundentes manifestaciones en Colombia no responden solamente a las recientes medidas antipopulares del Gobierno de Duque, las masas han salido por el acumulado de las grandes deudas históricas de una Colombia que, con su “oligarca” clase dominante –aliada servil del imperialismo estadounidense en la región– ha mantenido al pueblo sometido y siendo cada vez más despojado. Y esto no es una expresión metafórica, tras la fachada de la “modernización” de algunas ciudades y una reducida clase media acomodada, esconde un continuo aumento en los niveles de explotación, los ritmos de trabajo y la precarización laboral, así como la condena a la pobreza de amplias franjas de la población, así como con el pretexto del combate a la guerrilla ha llevado a cabo una política brutalmente represiva y persecutoria contra las expresiones de lucha del pueblo, además de cientos de miles de campesinos que fueron despojados de sus tierras a lo largo de décadas.

En Colombia, las leyes laborales son de las más neoliberales posibles, de los 6 millones de personas en edad avanzada 4 millones no tienen una pensión ni medios de supervivencia, y una juventud ha crecido literalmente sin futuro, a no ser mano de obra barata para los capitalistas y en la mayor de las precariedades, situación peor es la que se vive en el campo. Todas esas condiciones del capitalismo colombiano se han impuesto a base del terror de Estado, que como es sabido se vale no solo de la represión judicial, policial y militar oficial, sino también de los grupos paramilitares, verdaderos escuadrones de la muerte. Una política en la que se han involucrado a tal nivel la clase dominante y sus partidos, que hasta hace poco una porción enorme del parlamento estaba investigada por sus vínculos con el paramilitarismo.

Por eso, una expresión que se comienza a hacer común en las manifestaciones, como la de “hemos perdido el miedo”, semejante a la de Chile, no es sin embargo una mera réplica del espíritu del momento, sino que en Colombia tiene un significado más profundo aún.

Pero apenas han pasado tan solo un par de días y en Colombia ha sonado las alarmas para las clases dominantes. De allí que han comenzado a surgir voces desde el establishment político proponiendo cambios en el gobierno, aludiendo a avanzar hacia una especie de gobierno de coalición con otras fuerzas políticas distanciadas del uribismo. Aludiendo a que el gobierno de Duque es preso de Álvaro Uribe, como explicamos más adelante, incitan a Duque a desprenderse de tal influencia. Por ello aducen a que “uno de los factores que más lo ha golpeado [a Duque] es la sombra del expresidente Uribe” así como “también le ha hecho mucho daño el ala radical del Centro Democrático (partido que concentra al uribismo)”.

Pero se trata de un movimiento difícil para un gobierno que ya desde sus inicios se mostró bastante débil, y que en apenas con 15 meses de gestión sufre de las más baja popularidad y se ve sometido a esta gran presión social, sin contar la derrota electoral de su partido en las recientes elecciones regionales en el país. Duque está entre las cuerdas, y lo que le piden, es lo que realizó Juan Manuel Santos hace diez años atrás quien, luego que llegó al poder auspiciado por Uribe y por las tensiones que le generaba a lo interno este personaje, se desligó del mismo para poder gobernar sin cortapisas. Pero Duque no es Santos ni tiene la fuerza política propia con que este contaba, como tampoco la popularidad mínima necesaria para poder gobernar por cuenta propia aún con nuevos aliados, además de estar atrapado en su propia trampa uribista.

Por ello frente al miedo político que Duque caiga por el accionar de las masas, ya empiezan a proponer diversos tipos de salidas, o dicho en sus propias palabras: “Una vez que haya conseguido una coalición de gobierno y haya establecido una interlocución con los sectores inconformes, tendrá que definir cuáles son las reformas por las que tiene que jugarse su puesto en la historia. El problema es que las reformas que el país requiere son precisamente las que justificaron el paro (…) Por lo tanto, es lógico que una reforma busque de alguna manera ayudar a esa mayoría de desprotegidos más que perpetuar la inequidad que beneficia a los privilegiados.” (La Semana 22.11.2019).

Estos sectores de la burguesía colombiana buscan tener una política “audaz” para desactivar el posible desarrollo de una nueva etapa de auge de la lucha de clases de esa Colombia profunda, postergada y humillada durante tanto tiempo. Buscan “reformas estructurales” que puedan conjurar los elementos más disruptivos que pueden tener estos nuevos bríos de lucha.

Esto es Colombia

El país que durante décadas se hizo conocer por la actuación del narcotráfico con célebres nombres como el cartel de Cali y Medellín, así como por la cruenta guerra interna por casi 55 años con la actuación de fuerzas guerrilleras como las FARC o el ELN, ha sido el mayor implementador durante más de 30 años de los planes del neoliberalismo.

Desde los años ochenta se pueden rastrear las políticas neoliberales en Colombia, pero será con el Gobierno de César Gaviria (1990-1994) que tomarán mayor impulso, implementándose en 1991 una Constitución que es conocida como el triunfo del neoliberalismo. Desde entonces, todos los gobiernos que le han precedido han sido continuadores de esta política, más allá del que haya estado de turno, retomando una nueva ofensiva con el gobierno de Duque, sintiendo que disfrutaba de los nuevos aires de las llegadas de los gobiernos que se fueron instalando en el continente tras el fracaso de los llamados gobiernos postneoliberales en el continente.

Si en algo se emparenta Colombia con Chile en cuanto a políticas económica es justamente en ese continuismo ininterrumpido por más de 30 años de un neoliberalismo más abyecto siguiendo los pasos del modelo de los pinochetistas y sus herederos, en esa continuidad también en cuanto al dominio de unas élites conservadoras colombianas que ejercieron su poder, y lo ejercen aún, con regímenes políticos cada uno más reaccionario que otro. Una burguesía que siempre fue fiel también a los dictámenes de Estados Unidos, donde los representantes de Washington en Bogotá se movían como si estuvieran en las propias oficinas del Departamento de Estado.

La descomposición de una burguesía rastrera también se expresaba en sus gobiernos y en el establishment político, tal como se articulaba en la reinante época de los carteles de la droga, como tristemente famosos de Cali y Medellín. Pero incluso aún hoy, parte de ese personal de grupos de poder sobreviven y con gran fuerza actuante en el presente, tal como lo expresa todo el clan de Álvaro Uribe que maneja los hilos de poder del gobierno de Iván Duque.

El avance del neoliberalismo en Colombia cabalgó también con el trasfondo del ambiente de la “guerra” al narcotráfico y el terror que se imponía en las principales ciudades, donde los gobiernos y los grupos económicos dominantes se aprovechaban para avanzar también en sus planes políticos y económicos. Pero también la rancia burguesía colombiana se aprovechó de la sangrienta guerra contra la insurgencia, no solo como una cuestión de polarización interna, sino también para imponer el terrorismo de Estado tanto en la ciudad como en el campo, donde cualquier luchador sindical, dirigentes de movimientos sociales, jóvenes por sus demandas, o campesinos por la tierra, eran identificados como potenciales integrantes o simpatizantes de los grupos insurgentes. De manera tal que bajo esa práctica avanzaron en los mayores ataques y sometimientos a la clase trabajadora, a los campesinos, a la juventud y a las grandes mayorías pobres de las ciudades.

Si en Chile, con Pinochet y la derrota histórica de la clase trabajadora se avanzó en la imposición del neoliberalismo, en Colombia, la guerra contra la insurgencia llevada a cabo por las élites dominantes les permitió llevar a cabo una política de imposición de draconianos planes económicos, donde incluso cualquier lucha sindical para oponerse llevaba a consecuencias siniestras. No por casualidad, como veremos más adelante, Colombia es el país con la mayor cantidad de dirigentes sindicales asesinados en América Latina en las últimas tres décadas.

Más aún, con la “cobertura” de la guerra contra la insurgencia se llevó a cabo uno de los mayores despojos de tierras a todo un campesinado que se haya conocido en el continente en las últimas décadas del siglo XX y los albores del siglo XXI incluso. La clase terrateniente, entrelazada con los altos mandos militares y las élites económicas, en Colombia llevó a cabo aquello que el marxista David Harvey llamaba de “acumulación por desposesión” –un proceso típico de la Inglaterra del siglo XIX. Se despojaron literalmente a millares campesinos de sus tierras, expulsándolas de las mismas con el desplazamiento forzado, para potenciar y engordar aún más no sólo a latifundistas sino también a los “señores de la guerra”. Un despojo que se hacía a sangre y fuego, y que de acuerdo a algunos cálculos se considera en más de 6 millones de hectáreas.

Así, se fue imponiendo durante todo un período histórico en el país reconfiguraciones sociales y territoriales desde los años 80 del siglo pasado hasta el presente, donde las deudas históricas y estructurales no solo se iban acumulando, sino que también se ahondaban cada vez más, llevando a una situación donde a los de abajo se les imponía las normas de sometimiento que se fueron naturalizando.

Si bien este artículo no tiene el objetivo de hacer un recuento histórico de los últimos 30 años en Colombia, sí se hace necesario en líneas gruesas, poner de relieve sobre lo que se asentó en el país y comienza a explotar. Colombia sigue siendo el país con mayores desigualdades de América Latina en todos los terrenos, en una juventud precarizada y a la que se le niega el futuro, donde los trabajadores permanecen en la miseria producto de leyes laborales que favorecen a los grandes empresarios y a los inversores extranjeros, y sobre todo, en cuanto al acceso a la tierra se refiere.

Algunos “números” que muestran una cruda realidad

La tasa de trabajo informal en Colombia, calculado a partir del número de trabajadores sin acceso a los sistemas básicos de seguridad social, tales como salud y pensiones, da cuenta de la severa precariedad laboral que padece la gran mayoría de trabajadores, la cual asciende al 65,7% de los ocupados. Para 2018 había casi 15 millones de trabajadores colombianos que trabajan sin acceso a los sistemas de seguridad social básica, persistiendo una práctica donde los empresarios siguen buscando reducir costos a través de la tercerización y precarización. Duque en este 2019 apuntaba a profundizar esta situación.

Se ha visto centralmente a la juventud en las manifestaciones y las protestas, y no es para menos, la tasa de desempleo de jóvenes es de 18,9% para cálculos del primer trimestre de este año y va en aumento, para las mujeres la tasa de desempleo durante este periodo fue de 25,7% de acuerdo a datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane). La realidad en la que viven los jóvenes colombianos, de cara a las posibilidades de acceder a un empleo formal son lejanas, donde solo les depara sumarse a un ejército de desempleados, obligando a los jóvenes a acceder a trabajos con salarios paupérrimos y en condiciones laborales altamente precarias.

La tasa de sindicalización en Colombia sea sumamente baja, de un 4,6%, pero esto no ha sido producto del poco interés de los trabajadores a aglutinarse en sindicatos. En esta tasa ha incidido la brutal violencia antisindical que nunca ha parado en Colombia, llevada a cabo desde el Estado o con la complacencia del mismo, con la gran cantidad de sindicalistas asesinados, cuando alguien pudiera pensar que esas serían prácticas del pasado. Para solamente hablar de datos más recientes, los 2.975 casos de violencia contra sindicalistas entre 2011 y 2019 que se tienen como registro, ponen a Colombia en cabeza de la lista de los peores países del mundo en cuanto a garantía de sindicales. Unas estadísticas que podrían ser en realidad peores, pues lo que llevan algunas organizaciones vinculadas a las organizaciones sindicales es solo un subregistro.

Pero el drama no termina allí, los asesinatos de líderes sociales continúan siendo una persistencia en la más grande de las impunidades. Entre el 1 de enero de 2016 y 8 de septiembre de 2019, 777 personas, líderes sociales y defensoras de los derechos humanos, han sido asesinadas en Colombia de acuerdo al último informe elaborado por la Escuela Nacional Sindical con el apoyo de centrales sindicales afiliadas. De acuerdo a este informe, la secuencia por año son 132 asesinatos en 2016, 208 en 2017, 282 en 2018 y 155 entre enero y septiembre de 2019. También se expone que desde la firma de los acuerdos de paz entre el Gobierno (2016) y las FARC-EP y el 8 de septiembre del 2019, 151 reincorporados han sido asesinados en el territorio nacional. Sobran las denuncias de alianzas de autoridades del gobierno con grupos armados paraestatales –especialmente paramilitares–, que amparan la impunidad de los asesinatos de civiles mediante ejecuciones extrajudiciales.

La otra cuestión alarmante, y de allí las persistentes luchas campesinas a lo largo de décadas, es la cuestión de la tierra. Según la Encuesta Nacional de Calidad de Vida (ENCV), el 53% de los hogares rurales en actividades agropecuarias no tienen acceso a tierra. La tierra está concentrada en las manos de unos pocos propietarios. Datos oficiales muestran que las unidades agrícolas de menor tamaño representan 70,9% del total, pero solo ocupan 2,4% del territorio colombiano. Mientras que las más extensas, que apenas llegan a 0,2% del número total, tienen 60,1% del área. A toda esta realidad de gran cantidad de campesinos sin acceso a la tierra, se suma la de los jornaleros agrícolas o semiproletarios del campo.

Los acumulados de estas deudas históricas, que se combinan con las políticas de un gobierno que busca revivir los ataques neoliberales, tal como lo hace Piñera en Chile, lo hizo Macri en Argentina, Lenin Moreno en Ecuador, son los que se expresa en esta jornada histórica que vimos este jueves en toda Colombia y que ya abre nuevas sendas de lucha, donde el pueblo colombiano pierde ese miedo que se impuso en base al terror en períodos anteriores.

Duque, el ahijado de Uribe y el neoliberal trasnochado

La llegada de Duque al gobierno no ha sido otra cosa que el retorno de Álvaro Uribe a los entramados del poder estatal, aunque sin ejercer ningún cargo directamente, estableciéndose un gobierno con los grupos económicos más poderosos del país, los sectores más militaristas y con las fuerzas políticas tradicionales, dando predominio, como es lógico, a los sectores más representativos del uribismo.

Catapultado por el peso de Uribe y toda su maquinaria política que se puso en movimiento durante toda la campaña electoral, Duque carece de fuerza propia y es vox populi que incluso no tiene el control sobre su propio entramado ministerial, siendo que una amplia mayoría, sobre todo los de mayor peso, responden a Uribe y es éste el que decide quién se queda o se va. Producto de esta situación es que ya desde su llegada a la presidencia Duque se perfilaba como un gobierno débil, siendo presa también de las propias disputas dentro del partido del Centro Democrático.

Con esta armazón se buscó establecer un núcleo duro del neoliberalismo al frente de la economía, en manos de representantes de las corporaciones económicas, donde Uribe, en los entretelones, buscaba mostrarse como mandadero de los más grandes conglomerados económicos y financieros del país. De allí que Duque ha sido una acentuación del neoliberalismo y la propiedad concentrada de la tierra, las finanzas y los medios.

Pero muy rápidamente Duque irá perdiendo popularidad y apenas con 15 meses de gobierno ha llegado a tener un 69% de rechazo de acuerdo a las últimas encuestas. Es que Duque llegaba con dos grandes objetivos al gobierno e intentando llevaros adelante simultáneamente. A la par que buscaba retomar con todo la agenda neoliberal, atacando aún más a las clases trabajadoras, los sectores populares y a la juventud, también llevaba en su portafolio minar los acuerdos de paz firmados por el gobierno anterior, que ya se prefiguraban como fracaso por el incumplimiento de la mayoría de lo establecido, de allí la presencia del ala más militarista en el gobierno.

Esta situación es la que fue minando su gobierno. A la declaración de guerra a los derechos laborales y sindicales al lanzar una agenda de reformas laborales y pensionales, a la juventud buscando imponer a este sector un salario equivalente al 75% del salario mínimo, así como todo el resto de sus distintas medidas antipopulares, se le sumó el descontento de sectores de las clases medias que no querían saber más del retorno a la situación de guerra, por lo que le cuestionaban a Duque el torpedeo a los acuerdos de paz.

A eso se le fueron sumando los distintos escándalos en su gobierno, como el que se vio sacudido en las últimas semanas por la renuncia del ministro de Defensa, Guillermo Botero, tras quedar en evidencia que ocultó la muerte de varios menores civiles en lo que sería un bombardeo militar contra un campamento de un grupo disidente de las FARC. Esto, con el antecedente de la vuelta de los falsos positivos, como se conoce a las ejecuciones extrajudiciales de civiles que son presentados como bajas de guerrilleros en combate, volvió de nuevo a Colombia el pasado mes de mayo, cuando The New York Times dio a conocer una directriz operacional del Ejército que presionaba a los militares para duplicar las muertes y capturas, tal y como ya se hizo en la década de los 2000 bajo el Gobierno del propio Álvaro Uribe.

Un aliado incondicional del imperialismo en problemas

Un aspecto derivado de esta nueva situación en Colombia, es el debilitamiento de uno de los principales y más abyectos aliados del imperialismo estadounidense en la región, no solo ahora con Duque, sino desde hace décadas ya. Desde la cantidad de bases militares estadounidenses y la práctica subordinación de las FF.AA. colombianas a las directrices del Comando Sur, hasta la reciente actuación como base de operaciones y puntal de lanza de las movidas injerencistas de Trump para intentar derrocar Maduro, incluyendo un operativo que pudo haber dado los motivos para una intervención militar extranjera en Venezuela.

Si la rebelión popular en Chile viene a ser un golpe para el conjunto de la derecha aliada del imperialismo en la región, esta nueva situación que comienza a abrirse en Colombia puede ser un problema mayor para los planes del imperialismo estadounidense, puesto que se trata no solo de un aliado económico y político, sino también militar, que incluso fue incorporada el año pasado a la OTAN, siendo el único país latinoamericano miembro de esa organización.

La salida está de la mano de los trabajadores, campesinos y explotados

Los sectores que se arrogan la inicial convocatoria, entre ellos sectores sindicales, en sus primeros comunicados posteriores han realizado a pedir reunión con el gobierno, o buscar articulaciones en el Congreso. En el mismo sentido avanza la centroizquierda, sobre todo la encabezada por Gustavo Petro y otros, que hablan de “movilización ciudadana”, y que “se trata de un Paro Cívico para cambiar a Colombia”, queriendo desde ya encauzar estas protestas y las que pueden estar por venir, en las reformas cosméticas del régimen, tal como intenta hacer el régimen en Chile con la anuencia de la izquierda reformista del PC y el Frente Amplio. Nada más lejos como solución a los problemas históricos y estructurales de los trabajadores, campesinos, indígenas y demás sectores explotados de Colombia.

En las movilizaciones en Colombia hay demandas económico-sociales muy profundas y es lo que se ha puesto en movimiento. Una vez que se han puesto en la calle las masas colombianas, no le queda otra alternativa que seguir el camino del pueblo chileno que a un mes de iniciada su revuelta aún sigue en pie luchando contra todos esos 30 años del régimen post pinochetista.
El camino estratégico para triunfar es que la clase obrera colombiana junto al campesino y los pobres urbanos intervengan con sus propios métodos de lucha, evitando cualquier desvío de “cambios” para que todo igual. Al reciente paro nacional y las movilizaciones, le debe seguir la convocatoria a una huelga general poniendo en movimiento a toda la clase trabajadora y explotada para derrotar los planes del gobierno y de los grupos económicos dominantes, y hacer realidad esa demanda que se comienza a gritar en las calles: ¡Fuera Duque! La salida de ese gobierno producto de la acción combativa de la clase trabajadora y los sectores populares, sería un triunfo enorme que modificaría sustancialmente la correlación para ir por más.

Desde ya que hay demandas sentidas en el conjunto de la población colombiana contra ese oprobioso régimen antidemocrático y oligárquico existente por décadas en Colombia. Frente a las trampas del régimen y las reformas cosméticas que ya se empiezan a discutir, es necesario imponer una Asamblea Constituyente Libre y Soberana, donde se disuelvan todos los poderes fácticos, empezando por el presidencial y toda esa estructura al servicio de los grupos de poder, como es la Corte Suprema de Justicia, así como todo ese entramado del Congreso, donde sea en esa Asamblea que se discutan los grandes problemas de fondo y estructurales del país, tirando por tierra todo ese régimen impuesto con la Constitución de 1991. Es claro que una Asamblea Constituyente de estas características solo se podría imponer con la movilización obrera y popular combativa.

Al gobierno y al régimen colombiano no hay que darle tregua. Al calor de la pelea por una huelga general que paralice todo el país y por una Asamblea Constituyente Libre y Soberana, los trabajadores, campesinos y pobres urbanos en Colombia pueden crear nuevos organismos de lucha o extender los que existan, en un sentido de autoorganización, con democracia directa desde las bases, tomando cada decisión en sus propias manos. En ese sentido están hoy los ejemplos de Chile con la constitución de coordinadoras como se aprecia en Antofagasta. En Colombia se plantea desplegar la fuerza social capaz de derrotar a los enemigos de las masas y las fuerzas de represión del Estado al calor de las rebeliones que se viven en el continente.

 
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