No soy Pasolini pidiendo explicaciones
No soy Ginsberg expulsado de Cuba
No soy un marica disfrazado de poeta
No necesito disfraz
Comienza Lemebel su Manifiesto (hablo por mi diferencia). Nadie va a decirle a Lemebel cómo empezar su poema. Tan solo se me ocurre que en esa enumeración podríamos incluir a Wilde.
Oscar Fingal O`Flafertie Wills Wilde nació en Dublín en 1854, hijo de un médico especialista en ojos y oídos y de una madre poeta. En una ciudad y un país empobrecidos la suya era una familia de buen pasar económico. Pudo leer y estudiar tempranamente y encontrar su lugar en el mundo en las letras clásicas y en toda manifestación estética que cayó en sus manos.
Temprano clasicista (le gustaban los griegos) desde pequeño quiso ser poeta como sus amados Ruskin y Pater. Y en su derrotero artístico encontró que además de la poesía también le quedaba cómoda la prosa de todo tipo: fue cuentista, dramaturgo y escribió una novela, El retrato de Dorian Gray, donde pudo dar cuenta en forma más completa de sus ideas sobre la belleza, el arte y la decadencia.
“Los clásicos arbsorbieron casi por entero su atención en sus últimos tiempos escolares y la belleza de sus traducciones orales en clase era algo que no se olvidaba fácilmente”, dijo uno de sus maestros.
Cualquier manifestación de la escritura le sirvió para defender la importancia del arte por el arte mismo. La suya era, al principio, una visión hedonista del arte, que él entendía que no servía para nada más que para producir placer. Dijo: “bajo qué forma de gobierno se siente más a gusto el artista: bajo ninguna”, y dejó en claro que para él la búsqueda de la belleza no acordaba con forma política alguna, sino más bien desbordaba a todas.
Su cuarto en el Colegio de Oxford al que asistía estaba decorado con plumas de pavo real, girasoles y porcelanas. Le gustaba ir por la vida con ropa que exagerada para los ingleses victorianos (pantalones cortos y entallados, pelo largo). Repudiaba y ridiculizaba toda manifestación de hombría y en un país que hacía gala de gestas heroicas y deportes varoniles él se burlaba de la masculinidad. Eso le valió que su cuarto fuera varias veces destruido y que incluso una vez lo tiraran al río.
Al joven Oscar eso le importó bastante poco: reconstruyó una y otra vez su colección, secó sus ropas y escribió. A tal punto que en poco tiempo sus obras de teatro se volvieron éxitos de taquilla en la Inglaterra victoriana. Le importaba el arte y también el dinero, que gastaba sin mucho miramiento. Todo estaba orientado hacia la belleza, el arte y el placer.
Se enamoró de una chica irlandesa que terminó eligiendo casarse con Bram Stoker, el autor de Drácula. Y se volvió a enamorar de una joven inglesa, Constance Lloyd, con la que tuvo dos hijos.
Para la sociedad londinense Wilde era un tipo extravagante, un flaneur, un hedonista, un dramaturgo, un socialista, un dandi. Inteligente y ácido, provocaba amor y admiración en sus auditorios, así como también ira. De todo lo anterior no era posible sacar ninguna condena. De lo que sí podía acusárselo era de violar la ley de Indecencias Graves, de 1885. Y es que el bueno de Oscar era, además de genio literario y padre amoroso de buena familia, un hombre que gustaba de pasear y mostrarse con otros hombres en la vía pública.
Así es que conoció a Alfred Douglas, un jovencito inglés con el que entabló una relación que no ocultaba ante nadie. Paseaban juntos, se emborrachaban en el centro de Londres, le hacía regalos caros, hacían fiestas con muchos hombres, viajaban. Y al parecer el padre de Douglas, que era marqués de Queensberry, se sintió agraviado en su buen nombre. Veamos.
Wilde iba a estrenar El marido ideal en un teatro y el marqués anunció que iba a interrumpir a los gritos el estreno. Lo atajaron en la puerta y, aún así, escribió una nota que hizo pública, “Para Oscar Wilde, que alardea de somdomita”. Y así es que un imbécil que no podía escribir sin faltas de ortografía acabó con la carrera de uno de los más bellos autores ingleses de fines de la época victoriana.
Douglas odiaba a su padre y exigió a Wilde que demandara al marqués por esa esquela. Wilde lo hizo. Pero el marqués, que era un bruto pero no idiota, se llenó de abogados que prontamente encontraron decenas de testigos que afirmaron que, en efecto, Oscar era homosexual.
Se dice que en un primer momento Wilde negó su homosexualidad. Y eso es un error. Porque de las actas del juicio se desprende que mientras los abogados querían hablar de indecencias, el autor quería hablar de belleza. De toda belleza, literaria o sexual. Mientras los abogados llevaban sábanas de hotel usadas por Wilde “en sus actos de sodomía”, él hacía lo que no podía evitar: ser encantador y agudo. Cuando los abogados llevaron a un muchacho a la sala y le preguntaron si lo había besado, Wilde respondió: “Oh, por supuesto que no. Es un chico particularmente soso. Y desafortunadamente feo.” El público del juicio se moría a carcajadas, la prensa ya lo había exonerado y él se empeñaba en declarar que no había libros morales o inmorales, sino libros bien escritos o mal escritos. Porque el juicio era contra toda su vida, incluidas sus letras.
Los que no se rieron nunca fueron los jurados, que lo condenaron a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading.
Douglas jamás movió un dedo en defender al escritor.
En la cárcel, abandonado de su familia, sus amigos y su amor, Wilde escribió De Profundis, una extensa carta dirigida a Douglas que tiene la forma de una carta de despecho, pero en realidad es una crítica a sí mismo. Y una lección de estética y de los motivos y principios del arte tal cual él mismo los concebía.
Además de ser un relato de todas y cada una de las veces en que Douglas había mostrado desdén hacia Wilde, De Profundis muestra un viraje en la concepción artística. Donde antes el motor era la búsqueda de placer, ahora, en la cárcel, Wilde no puede dejar de ver al dolor como el verdadero principio.
“Yo veo ahora que el dolor, por ser la emoción suprema de que el hombre es capaz, es a la vez el tipo y la prueba de todo gran Arte”, escribió. Y citó versos de Goethe:
El que nunca comió su pan con dolor,
el que nunca pasó las horas de la medianoche
llorando y esperando la mañana,
ese no os conoce, Potencias Celestiales.
Enfermó, lo trasladaron dos veces de cárcel y al cumplirse los dos años de condena se vio solo y sin amigos en una Londres hostil. Emigró a París y el 30 de noviembre de 1900 murió de meningitis, pobre y olvidado. La cárcel lo había dejado sin ganas de reírse de la vida, según él.
En algún momento escribió sobre su condena: “No tengo duda de que ganaremos. Pero el camino será largo y lleno de monstruosos martirios”. |