Los acontecimientos que sacudieron a Bolivia entre el 20 de octubre y fines de noviembre del 2019, con la consolidación del golpe de Estado cívico, policial y militar, apoyado por el imperialismo de la mano de la OEA y los representantes más reaccionarios de la región como Jair Bolsonaro, Sebastián Piñeira y Donald Trump, han reabierto heridas y contradicciones profundas en la sociedad que el “progresismo” boliviano y latinoamericano creyó superadas. El golpe, que se consumó con la renuncia de Evo Morales el 10 de noviembre, intentó consolidarse con una salvaje represión que cobró la vida de más de 30 personas y dejó un saldo de cientos de heridos y casi un millar de detenidos por las fuerzas policiales y militares. Es en este contexto, y cuando aún están calientes las cenizas de los bloqueos de carreteras, que escribimos este prólogo para la tercera edición de este libro. Grandes acontecimientos en la historia de los pueblos son los que, como un juez inapelable, determinan si los textos, análisis y documentos elaborados con anterioridad pueden pasar la prueba de los hechos o son simplemente arrinconados en el baúl de las curiosidades históricas. Creemos que el texto que el lector tiene en sus manos, escrito fundamentalmente en 2009 y luego de 14 años de gobierno del MAS, no solo que ha pasado holgadamente la prueba de los acontecimientos, sino que gran parte de lo sucedido estaba ya anticipado en sus páginas. Esperamos que, con el reverdecer de la lucha de los explotados y oprimidos de Bolivia –gran parte integrante de las naciones y pueblos originarios– este texto contribuya a la lucha y a la organización contra el Estado, contra sus clases dominantes y contra la estructuración racial de la sociedad que le facilita obtener ventajas de este capital social, que es ser blanco y castellano hablante.
Con casi 14 años de gobierno del MAS, se pone fin a los esfuerzos de superar la estructuración racial de la sociedad boliviana mediante reformas constitucionales e institucionales impulsadas desde el gobierno en la búsqueda de superar la gelatinosidad estatal, como la definía Álvaro García Linera, avanzando hacia una construcción unitaria de la sociedad civil y la sociedad política, en lo que aún se llama –habrá que ver hasta dónde pueden desmantelar los golpistas– Estado Plurinacional de Bolivia.
El domingo 10 de noviembre, luego de conocida la renuncia de Morales y García Linera, el acto, enormemente simbólico por parte de un grupo de los golpistas, de haber arriado la wiphala del Palacio Quemado para luego prenderle fuego no hizo más que mostrar el carácter racista del golpe y el odio secular de la élite blanca hacia los pueblos originarios. Este acto daba por muerto también el intento de haber querido conciliar de forma reformista las demandas democráticas y estructurales de los pueblos originarios dentro de la redacción de una nueva Constitución, sin modificar el carácter burgués del Estado boliviano. En última instancia nunca se dislocó el “Estado aparente”, lo que permite que la derecha, que nunca consideró como propia esa Constitución ni el carácter plurinacional del Estado, pueda estar dispuesta a pisotearla, según le dé la relación de fuerzas. Esto último, sin embargo, no parece que vaya a ser una tarea sencilla como quedó demostrado en las movilizaciones masivas que, como parte de la resistencia al golpe, tenía en los primeros días la consigna central de la lucha contra el racismo y la defensa cultural. El rol pasivizador del MAS, la Central Obrera Boliviana (COB) y varias de las direcciones que convalidaron el golpe es de una enorme ayuda para el intento de desmontar, al menos parcialmente, muchas de las demandas que habían sido plasmadas en esa Constitución y que pueden ser atacadas e incluso eliminadas al volver a ocupar el Estado la élite racista.
El MAS, que llegó al gobierno sobre la base de los grandes levantamientos e insurrecciones que sacudieron Bolivia, tuvo que expresar aunque de manera distorsionada la relación de fuerzas establecida en esas grandes acciones independientes del movimiento de masas. Esto se expresó en diversas reformas constitucionales y legales que fueron presentadas como una “revolución democrática y cultural”. Si la aprobación de la nueva Constitución Política del Estado fue el resultado de un pacto con la derecha que en 2008 tenía sus bastiones en la capital Oriental y en la llamada Media Luna, este pacto aguantó hasta el 20 de octubre del 2019, reabriéndose la crisis y aflorando nuevamente las tendencias a la guerra civil de 2008. El pacto constitucional otorgó cierta paz social al país, aceitada por un auge del precio de materias primas que permitieron acolchonar las profundas grietas sociales, económicas y políticas de la década pasada, y que se tradujeron en importantes reformas, buscando resolver por esa vía institucional la histórica exclusión social de las grandes mayorías nacionales de origen aymara, quechua o tupi guaraníes. Si la representación política de la derecha luego de los grandes levantamientos de la década pasada se encontraba en profunda crisis, lo que empujó a las clases dominantes a estrechar lazos con el gobierno de Morales, la favorable situación económica y los grandes negocios que realizaron con motivo del auge de precios de las materias primas, que favoreció a toda Latinoamérica, permitieron una recuperación de estas representaciones políticas, bajo la forma de cívicos o detrás de Carlos Mesa. Esto combinado con el desgaste y burocratización del MAS luego de 14 años al frente del gobierno facilitó el triunfo del golpe de Estado.
Los pueblos originarios no solo son un componente importante del movimiento campesino sino también del movimiento obrero precarizado y de una parte de los trabajadores “formalizados”. Las demandas y reivindicaciones de naturaleza identitaria y nacional son sumamente sentidas, con una fuerte carga simbólica y un poder de movilización como se expresó en las manifestaciones espontáneas de rechazo al golpe en las barriadas populares de Senkata en el Alto de La Paz, o en la localidad de Sacaba en Cochabamba. Hoy en la resistencia al golpe de Estado, al igual que en la década pasada, un componente central de la movilización lo constituyeron las demandas democráticas estructurales, es decir, las demandas de carácter nacional indígena que continúan manteniendo una vitalidad enorme en la lucha de clases. Esto lo pudimos ver en el movimiento que se detonó a raíz de las brutales manifestaciones de racismo que se dieron por parte de los cívicos y las bandas semifascistas de la Juventud Cochala y la Juventud Cruceñista. Estas bandas se dedicaron a golpear y calumniar a integrantes de los pueblos indígenas durante la asonada golpista, y que luego del 10 de noviembre se tradujeron en las masacres de Sacaba en Cochabamba y Senkata en El Alto de La Paz, masacres que gran parte de la intelectualidad, la academia e incluso organizaciones de izquierda como el POR, legitimaron con difamaciones muy al gusto de la derecha, las clases dominantes y la casta blanco mestiza como “gente pagada”, “vándalos” “narcos” o “terroristas”.
El fracaso de la estrategia de lograr la resolución de estos problemas democráticos estructurales sin avanzar en la destrucción de un Estado que ha sido el garante, mediante sus aparatos represivos, de la estructuración clasista y racial de la sociedad boliviana nuevamente se ha puesto de manifiesto con la avanzada derechista que culminó en el golpe cívico, policial y militar. El conjunto de reformas constitucionales e institucionales que se implementaron en la última década, como las autonomías territoriales indígenas, la titulación de tierras priorizando a las mujeres en este derecho propietario, la inclusión de 36 lenguas en el estatus de “idiomas oficiales”, la ley contra el racismo, el surgimiento del pluralismo jurídico mediante la incorporación de la jurisdicción indígena, originaria, campesina, el respeto a los usos y costumbres de los pueblos originarios en la elección y nominación de sus autoridades tanto locales como para la Asamblea Legislativa Plurinacional y otras, son algunas de las medidas que, combinadas con una distribución mayor de la renta nacional, acompañada de un crecimiento sostenido por casi una década, permitieron que gran parte de la población sintiera una sustancial mejora en su nivel de ingresos y calidad de vida. Este crecimiento económico fue alentado por el auge de precios que se vivió en Latinoamérica como resultado de la crisis económica internacional de 2008, facilitando que, junto al crecimiento económico de China, las materias primas se convirtieran en un refugio de valor. Acompañadas de un tipo de cambio fijo, alentó el consumo de amplias capas de la población, y dio como resultado, según los índices del Instituto Nacional de Estadísticas, que un 30 % de la población se ubicara como parte de las nuevas clases medias. Las reformas, sin embargo, permitieron que, por ejemplo, en lo que respecta a la titulación de tierras fiscales, estas se implementaran en vastas regiones del oriente del país, así como se sanearon tierras comunitarias de origen con el establecimiento constitucional del seguro agrario para proteger a los productores agrícolas ante eventualidades climáticas y malas cosechas. Asimismo, algunas disposiciones como la ley de identidad de género o la prioridad de las mujeres en la inscripción de títulos de propiedad agrarios [1] son las causas que explican la movilización espontánea de vastos sectores de la población que ven amenazadas estas conquistas por el nuevo gobierno y al que intentaron resistir.
Estas medidas también permitieron pasivizar al movimiento de masas durante estos años, situación que permitió que la derecha, con los acuerdos sobre negocios agroindustriales, forestales, mineros y petroleros sostenidos con el MAS, recompusiera sus filas retornando hoy a la dirección del Estado, pero también es la explicación de cómo las capas altas y la burguesía de origen indígena o popular prefieren mantener el orden y la paz social colaborando con los golpistas antes que contribuir a la movilización y a la resistencia al golpe. Ninguna otra situación explica el papel de los parlamentarios del MAS legitimando el golpe de Estado y negociando su participación en el nuevo régimen de Añez, Murillo y Camacho. Como afirmamos desde la primera edición del presente texto, estas reformas inclusivas en el Estado beneficiaron a los pueblos indígenas de manera desigual, favoreciendo en primer lugar a las capas altas y a una nueva burguesía de origen popular y, en menor medida, a las grandes mayorías indígenas, cuyas aspiraciones democráticas nacionales y culturales se combinan con demandas de clase como trabajo, salario, educación, salud, etc., es decir, demandas que no están necesariamente ligadas a la tierra y al ámbito rural, sino que son de carácter urbano e implican a vastos sectores de la clase obrera.
La devaluación de la importancia de las demandas democrático estructurales por parte del POR y de diversas organizaciones de izquierda, como los guevaristas de Patria Insurgente, los condujo no solo a la esterilidad durante los levantamientos de la década pasada, sino que hoy, ante un agudizamiento de la lucha de clases, terminaron formando filas con el golpe. Pero desde las capas altas de la intelectualidad indígena, la devaluación de las demandas de clase, que son un componente central de las movilizaciones y de la resistencia alteña, produjo el mismo efecto, alentando el golpe bajo el argumento de que las movilizaciones son financiadas por el “masismo”. En este último bloque tenemos a Félix Patzi, gobernador de La Paz, Silvia Rivera Cusicanqui, Fernando Untoja y otros intelectuales aymaras que contribuyeron a difamar las movilizaciones de resistencia al golpe.
Las demandas democráticas y la alianza obrera-campesina y popular
Para los socialistas revolucionarios, que buscamos la destrucción del Estado capitalista y sus instituciones armadas para reemplazarlos por un nuevo tipo de Estado, obrero y campesino, que busque su propia extinción construyendo una sociedad de productores libres asociados liberada de toda forma de explotación y opresión, la alianza entre los diversos trabajadores del campo y la ciudad tiene una dimensión estratégica, ya que sin la misma es imposible construir los volúmenes de fuerza suficientes para vencer la resistencia de los capitalistas y sus instituciones. Sin embargo, esta alianza es inconcebible sin que los trabajadores asalariados tomen en sus manos estas reivindicaciones de carácter nacional e identitario de los pueblos originarios. Es más, es imposible la transformación de la clase obrera en un sujeto político independiente sin estas demandas, que son patrimonio de una gran parte de la clase trabajadora urbana.
El POR y diversas organizaciones, al devaluar la importancia de estas demandas democrático estructurales referidas a los pueblos originarios, terminaron reduciendo a la clase obrera a un mero sujeto de demandas corporativas y sindicales, es decir, a un sujeto economicista y, por lo tanto, igualándolo en los hechos al conjunto de diversos movimientos sociales, despojando a los trabajadores del potencial poder que le otorga su posición estratégica contra la burguesía –por estar en el centro de la producción y distribución de mercancías, columna vertebral y ordenadora de todo el sistema capitalista–. La resistencia al golpe de los heroicos vecinos del distrito 8, particularmente en Senkata, formado por trabajadores precarizados y terciarizados, sin derechos sindicales, sin seguridad social, así como por pequeños comerciantes empobrecidos que trabajan para sobrevivir día a día, con múltiples relaciones con el mundo campesino, es la prueba más evidente de que las demandas nacionales indígenas poseen una vitalidad y una fuerza movilizadora enorme, aún incomprendida por la amplia mayoría de la vieja izquierda. Asimismo, es importante constatar que el movimiento indígena y campesino necesita de los centros urbanos, de los trabajadores que tienen en sus manos los resortes de la economía para poder vencer. Por el lado negativo, vimos cómo la dirección de la COB, desde su inicial rol de policía política al interior de empresas y fabricas al servicio del MAS, pasó velozmente a convertirse en parte del golpe, impidiendo que los trabajadores asalariados se sumaran a la lucha –retomando la experiencia de 2003–, dejando aislados y a merced de la represión a los focos de resistencia a las FFAA y al gobierno ilegitimo de Añez.
Cómo pensar la revolución en la Bolivia de hoy
Pensar la revolución en la Bolivia de hoy exige reflexionar sobre cuáles son las características actuales, sociales y económicas, en especial, luego de las reformas implementadas por el ciclo neoliberal y la reconfiguración de las clases sociales en Bolivia, y también sobre los cambios introducidos por el gobierno del MAS en los últimos años.
La derrota de la clase obrera que había hecho la revolución del ‘52 –y que imprimió sus características a todas las luchas de la segunda mitad del siglo XX, durante las llamadas “jornadas de marzo” en 1985 y luego de la desmovilización de Calamarca en 1986 [2]– inauguró y facilitó la implementación del modelo neoliberal en el país mediante el decreto supremo 21060, modificando sustancialmente toda la estructura económica y social del país. Estos cambios también se expresaron en la emergencia de nuevos sujetos políticos como el indianismo, el autonomismo y diversas corrientes que ya no tenían como objetivo la lucha contra el sistema capitalista y toda forma de explotación y opresión, sino que centraron sus fines en alcanzar la inclusión en el Estado existente. Esto es lo que intentó Evo Morales en sus casi 14 años de gobierno.
Durante el ciclo neoliberal, la burguesía cambió el patrón de acumulación, que durante décadas había estado centrado en la producción minera y particularmente de estaño, por una nueva fuente de recursos como los hidrocarburos. Este cambio de patrón de acumulación, alentado por la baja cotización de los minerales hasta la crisis de 2008, permitió una relativa diversificación económica, desarrollándose la agroindustria en el Oriente, la expansión de los servicios públicos como salud, educación, aseo urbano, las manufacturas para exportación, transporte y telecomunicaciones, así como una expansión de las finanzas. Todo esto significó, pese a que los académicos que se apresuraron a hablar del fin de la clase obrera, una ampliación y extensión como nunca antes de la fuerza de trabajo en el país. Sin embargo, esta extensión se realizó a costa de eliminar derechos laborales, de avanzar en una legislación que buscó precarizar el empleo, terciarizar el trabajo al interior de las empresas y fábricas y, en definitiva, el despliegue de una política para fragmentar y dividir las filas de la clase trabajadora en diversos segmentos. La urbanización y la migración rural a las ciudades modificaron también la composición étnica y cultural de la clase obrera, que como lo muestra la ciudad de El Alto, está formada en su amplia mayoría en sus diversas clases sociales por integrantes de la nación Aymara. Hoy menos de un 25% de la fuerza laboral asalariada se encuentra organizada en sindicatos y goza de derechos laborales y de representación en la central obrera. La COB hoy no es ni la sombra de los que fue en el pasado [3]. La burocracia sindical, que hasta 1985 necesitaba hacer gala de una retórica radical e incluso llevar acciones para luego negociar y descomprimir, hoy directamente se comporta como un componente del golpe de Estado luego de haber servido al MAS como funcionarios del Ministerio de Trabajo y como policía política al interior de fábricas y empresas, impidiendo la expresión de tendencias democráticas e independientes de las y los trabajadores. Esta estatización de los sindicatos, y la cooptación de las direcciones sindicales, obreras o campesinas, ha pegado un salto durante el gobierno del MAS y es una de las causas de la parálisis de la gran mayoría de la clase trabajadora ante la asonada golpista.
Pensar hoy en la clase trabajadora y en su potencial revolucionario exige luchar por una organización que supere la herencia y la tradición de la práctica meramente corporativa o sindical, buscando unir las filas obreras en un horizonte estratégico claramente anticapitalista, haciendo suyas las demandas democráticas de los diversos movimientos sociales y, particularmente, las demandas de carácter nacional indígena. Históricamente, la clase obrera boliviana construyó su subjetividad empezando la lucha por demandas mínimas o elementales que rápidamente se trocaban en demandas políticas al confluir con diversos sectores. Sin embargo, esta cultura sindical es la que hoy se manifiesta absolutamente impotente para hacer frente a los desafíos que deben afrontar los trabajadores, empezando por lograr su propia unidad, recuperar sus organizaciones y transformarlas en instrumentos de lucha.
La derrota de los procesos revolucionarios de los años ‘80, y fundamentalmente, el proceso de restauración capitalista operado en Europa del Este a manos de la misma burocracia estalinista gobernante, abrió un momento de triunfalismo ideológico burgués que influyó decisivamente en el desarrollo de movimientos sociales de diverso tipo, sin horizonte estratégico y cuyo centro de acción se daba en demandas parciales y sectoriales.
Las luchas campesinas e indígenas de principios de los ‘90, como “la marcha por la vida” protagonizada por pueblos de tierras bajas en el país, fueron parte de un fenómeno continental de emergencia indígena y campesina, como por ejemplo el alzamiento zapatista de 1994 en México o las movilizaciones indígenas de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE), a partir de 1997, y fueron protagonistas de un nuevo levantamiento nacional contra el gobierno neoliberal de Lenin Moreno en 2019. Este fenómeno confluyó con luchas populares y vecinales de carácter urbano en los momentos más altos del conflicto social en lo que va del siglo XXI, como fueron la Guerra del Agua en Cochabamba o la Guerra del Gas en la ciudad de El Alto. Recientemente la resistencia al golpismo es una nueva muestra de lo que afirmamos.
En los últimos años hemos presenciado luchas, sostenidas con un mayor protagonismo por las mujeres como parte de un fenómeno internacional que se da en la región, en Argentina, Brasil o Chile, y que ha merecido el rechazo de una vieja izquierda que ha moldeado su práctica política en la escuela del ciclo nacionalista, sin comprender que, a la par de las transformaciones en la economía y en la sociedad, también se ha operado un cambio en la composición de las filas de los trabajadores, desarrollándose una significativa incorporación de las mujeres a las labores productivas y de servicios. La feminización de la clase obrera, producto de la emergencia de talleres de joyería, textiles, alimentos, o en los servicios de la salud y educación, así como en empresas y otros servicios que recurren a mujeres en alto porcentaje, implica también repensar qué tipo de relación debe establecer o proponer una organización que se presuma de revolucionaria. Es decir, hoy con esta feminización de la fuerza de trabajo se hace cada vez más evidente que las demandas de género son también demandas de la clase obrera [4] en tanto las mujeres son parte sustancial de la misma.
Pensar los problemas de la revolución en la actualidad también significa formularse interrogantes que deberán ser respondidos fundamentalmente en la intervención sobre los fenómenos reales. ¿Cómo pueden empalmar las actuales luchas del movimiento feminista y de mujeres con las formas de organización tradicional de las mujeres trabajadoras como fueron los comités de amas de casa mineras durante y luego de la revolución de 1952?, ¿cómo puede cambiar la importante presencia de las mujeres al interior de empresas y fábricas la cultura del movimiento obrero que ya no es esencialmente masculino como en el siglo XX?, ¿qué papel puede y debe cumplir la clase trabajadora con respecto a la lucha que se viene llevando en la defensa de los territorios, del medio ambiente o de la ecología?, ¿cómo se articularán y qué características tendrán las demandas democráticas de los pueblos indígenas en la nueva situación luego de las concesiones democrático formales que Morales otorgó y que la derecha en el poder pretende eliminar? Estas y otras preguntas son fundamentales a la hora de pensar cómo articular los volúmenes de fuerza necesarios para golpear en el centro de gravedad del capitalismo boliviano abriendo el camino para un gobierno de los trabajadores y el pueblo basado en las instituciones desarrolladas al calor de la lucha y en la autoorganización independiente. Si la lucha de las mujeres en los próximos años se transforma en un verdadero movimiento que entusiasme e incluya a las mujeres trabajadoras y estas lo introduzcan en el seno de la clase trabajadora, actuando como levadura y arrancándola del letargo de los últimos años en que las ha mantenido la burocracia sindical, la clase trabajadora podría reconocer la enorme potencialidad de sus fuerzas. Y a la par de ir construyendo una nueva hegemonía, al tomar y hacer suyas las demandas progresivas de los movimientos, buscar construir fracciones socialistas y revolucionarias en cada una de ellos, sea el de mujeres, el de la comunidad sexo diversa, el de la defensa de los territorios y comunidades, el medioambiental o el ecológico. Solo con la unidad de las y los trabajadores, con la articulación a los diversos movimientos que hoy permean a toda la clase obrera, se pueden superar los estrechos límites sindicalistas y corporativos y conducirlos al terreno de la lucha política abierta contra el sistema capitalista y su clase dominante, que son la causa de la amplia y extensa forma de racismo en las relaciones sociales.
Finalmente, pensar la revolución en la Bolivia de hoy implica recuperar las enseñanzas de la Revolución del ‘52, así como también los episodios revolucionarios, como el de la Asamblea del Pueblo en 1971 o, más recientemente, la insurrección popular alteña de octubre de 2003 y la cadena de levantamientos nacionales ocurridos en la década pasada. La enorme espontaneidad y fuerza de la clase trabajadora mostró una iniciativa y creatividad de las masas a lo largo de todo el siglo XX y, al igual que en esos momentos, en octubre de 2003, se pudo ver la misma riqueza y creatividad desplegada por el movimiento de masas, haciendo él mismo la historia. Pero también pudimos ver que, a la par de esta potencia de la espontaneidad, también se desplegaban los límites de la misma. Al igual que en 1952, en la Guerra del Gas o en la resistencia al golpismo en noviembre de este año, los trabajadores y el pueblo no contaban con organizaciones revolucionarias construidas con anterioridad para evitar que toda esa energía y potencia creativa de las masas se disipe. La ausencia de una organización capaz de potenciar y organizar las iniciativas dispersas, de poder desplegar una estrategia para la victoria –ya que no es concebible ninguna estrategia sin un sujeto político– permitió que, primero el MNR y luego el MAS, pudieran cumplir un rol de pasivización y de contención de la acción de masas, desviando la revolución a la conquista de cambios, algunos importantes, pero que en definitiva buscaban preservar el sistema capitalista. Extraer estas lecciones, pensarlas y avanzar en la construcción de una organización socialista y revolucionaria con una estrategia para vencer es la propuesta.
26 de noviembre de 2019 |