La idea era discutir sobre ejes adelantados a quienes iban a exponer: ¿cuál es el vínculo entre lengua y sociedad? ¿Cuán consciente es cada cual de su forma de hablar? ¿El inclusivo afecta la inteligibilidad del castellano? Las preguntas permitieron un repaso de teorías y estudios sobre la lengua (en especial del castellano, pero no solamente) y también algunos encontronazos donde pudieron apreciarse, si no un desacuerdo radical en cuanto a los usos “inclusivos”, sí una serie de diferencias en las preocupaciones, el peso y las causas que se le atribuyen. Repasaremos aquí algunos de los puntos centrales, no necesariamente en el orden que se plantearon en la charla. Pero antes, destaquemos dos cosas que, afortunadamente, no se discutieron.
En primer lugar, nadie apeló a que la codificación del masculino como “universal” en nuestra lengua efectivamente responde a una realidad social marcada por la diferencia entre géneros sexuales. Es decir, nadie trajo a cuenta el pretendido “sentido común” que sí escuchamos en este último tiempo sobre la “neutralidad gramatical”, que distinguiría en géneros masculinos y femeninos que no tienen nada que ver con el género o sexo de las personas, con lo cual la discusión del inclusivo sería improcedente.
Despejemos de entrada qué es lo que está en discusión: las propuestas de usar la e, x o @, o bien desdoblar un sustantivo en su versión femenina y masculina, no es para todos los sustantivos y adjetivos del castellano (la casa o el departamento), sino para los que efectivamente distinguen –o no, y ahí está el problema– el género autopercibido o sexual de sus referentes (el presidente o la presidenta; también existe esa distinción para algunos seres animados, como los animales domésticos o los criados para la producción, es decir, para aquellos donde la diferencia nos es relevante para nuestra actividad). Que dentro de ese grupo el masculino se utilice como el “universal” (“los alumnos” como equivalente a un alumnado compuesto de varones y mujeres) y el femenino como lo particular o excepcional, es un síntoma de presupuestos sociales codificados en la lengua. Negarlo es un intento de despachar rápido la cuestión con “argumentos gramaticales” que están gramaticalmente equivocados: el castellano, y la mayoría de las lenguas, incluyen un sector de sustantivos y adjetivos que sí correlacionan género gramatical con género sexual.
En segundo lugar, si bien la RAE aparece mencionada en discusiones históricas que traen a colación Sarlo y Kalinowski, nadie llama a la policía de la lengua para que dictamine qué es o no lo “correcto”: lo que esa institución imperialista opine sobre determinados usos de la lengua no es precepto para sus hablantes; es decir, nadie sostuvo una visión normativista de los debates lingüísticos.
Ambos elementos podrían parecer obvios, pero sin embargo han circulado como verdades certificadas en los más diversos medios, incluso entre quienes hablan como comunicadores profesionales o conocedores de la gramática castellana. Probablemente ni siquiera la Academia argentina [1] o la RAE se animaría a enunciar así tales argumentos –aunque los practique–, pero siempre hay más papistas que el Papa.
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Cambio lingüístico e inteligibilidad
¿Cómo se producen los cambios lingüísticos que vemos desarrollarse a veces a lo largo de siglos, a veces aceleradamente?
Sarlo, apuntando a que un cambio tal no debería “decretarse”, hace hincapié en el elemento azaroso a través del ejemplo de surgimiento de los términos “izquierda” y “derecha” en el marco de la Revolución francesa. El ejemplo es un tanto débil, porque apunta a la invención (o caída en desuso) del léxico, que como indicará Kalinowski después, es algo cotidiano y de ritmos mucho más rápidos que un cambio en la gramática (la que estructura las palabras, su forma de combinación, sus accidentes, etc.) de una lengua. Precisamente, el lenguaje inclusivo genera tanta polémica porque implica un cambio a ese nivel lingüístico, que no deja de tener efectos, por tanto, en el conjunto del sistema (a diferencia del léxico). Pero sea: el azar es un elemento del cambio.
Kalinowski agrega la eficiencia (por ejemplo, la verbalización de sustantivos que permiten mayor precisión, como “digitalizar” para “pasar a un soporte digital”) y la economía [2] (abreviar la emisión o evitar pronunciaciones más complejas, como en el caso de muchas irregularidades verbales), que sí pueden rastrearse en la evolución histórica del castellano (y de todas las lenguas). Son fenómenos que se dan a lo largo del tiempo y que no son conscientes para sus hablantes, al menos no en el sentido de que sean decididos y aplicados por algún colectivo de hablantes sobre otro.
Por eso es que Kalinowski lo define como un hecho “retórico”: una emisión que busca lograr un efecto en quien oye o lee. Es decir, es un uso que sí es consciente y, más precisamente, intencional. Y visto el debate que produjo en el último tiempo –y, agreguemos, la indignación que a veces genera–, efectivamente logra afectar a su audiencia.
Otra de las peguntas apuntaba al problema de la inteligibilidad, ¿ese tipo de usos puede derivar en que no nos comuniquemos? Por lo antes dicho, el riesgo de no entender a alguien por cambiar una vocal, considerando que aplica a un sector menor de los sustantivos, adjetivos y sus artículos, sería mínimo. Al caso del desdoblamiento, directamente, no aplicaría.
Para Kalinowski, ese argumento es sencillamente una forma de descalificar el fenómeno. Sarlo lo desestima también, insistiendo en que no es eso lo que la preocupa, sino los intentos de “imposición”. Pero aquí también parece estar debatiendo con un fantasma: ¿acaso hay un fenómeno social de formas de censura por no utilizar el inclusivo? Más bien ocurre lo contrario: en diversas instancias institucionales ha habido prohibiciones, amonestaciones públicas y hasta despidos por usar el inclusivo, mientras que las que lo han adoptado, no lo han impuesto como nueva “norma” obligatoria. Claudia Piñero comenta en una entrevista que un periodista español le contó que la gran mayoría de las cartas que recibe la RAE sobre este tema no son pidiendo que se acepte el inclusivo sino que se lo prohíba. Como bien señala Kalinowski, no se trata de por ejemplo desaprobar a alguien en un examen por no usarlo, pero la pregunta es: ¿debería desaprobarse a alguien por utilizarlo?
Sí hay, al parecer para cada vez más hablantes, una cierta “incomodidad” al dirigirse a un auditorio de varones y mujeres, o mandar un mail, encabezando solo con un “compañeros” o “chicos” abarcador. ¿Pero esa misma incomodidad no es justamente un reconocimiento del problema que viene a señalar el inclusivo? Algunos usarán la e, otros desdoblarán, otros apelarán a vocablos colectivos sin marca genérica, como “Gente”. Sin duda la “corrección política”, como valor en sí mismo, funciona muchas veces como tapadera de la superficialidad, la hipocresía y la despolitización, pero está claro que el conservadurismo tampoco es una alternativa. ¿Es negativa esa incomodidad, o puede ser productiva? Esa es la pregunta que deberíamos intentar respondernos.
Agreguemos que el terror a la “incomunicación” es uno de los fantasmas que siempre se agita contra todo cambio lingüístico, bajo el supuesto de que la lengua siempre está “degenerando” o empobreciéndose, algo que no parece corroborarse históricamente: nuestra lengua ha cambiado significativamente con el paso de las generaciones, y no por ello hemos dejado de entendernos. Sarlo, que no ve riesgos en el inclusivo en sí mismo, parece ir en este sentido cuando, frente a una pregunta del público –sobre el inclusivo como posible aglutinador de otras identidades de género–, contesta inquiriendo por qué no preocuparse del mismo modo por la caída en desuso de los punto y comas. Podría discutirse largamente sobre cómo afectan a nuestras capacidades expresivas los medios digitales o los problemas educativos que aquejan al país, pero en todo caso el paralelo aquí es inadecuado: el inclusivo supone mayor conciencia sobre los mecanismos gramaticales de nuestra lengua, y no menos. Los debates sobre el inclusivo seguramente son una ocasión que en décadas no tuvieron los profesores de lengua para captar el interés del alumnado en la gramática.
La relación lengua – sociedad
Otra de las preguntas que recorrió (y de hecho inició) el debate fue sobre la relación entre lengua y sociedad. Aquí confluyen muchos de los argumentos que circularon en estos años de debate. ¿Habría que sacar de los diccionarios, por ejemplo, acepciones como “mujer pública”, que registra un sesgo machista que no tiene por ejemplo “hombre público”, o silenciar que efectivamente existe ese uso evita la reflexión crítica sobre la lengua? ¿Cambiar los usos de la lengua implicaría ya un cambio respecto a esta desigualdad social entre los géneros, o habría que esperar que la sociedad cambie para que la lengua lo registre de alguna manera? ¿Qué implican estas posiciones respecto a la relación lengua-sociedad? Aquí los polemistas repasaron fundamentos teóricos de la lingüística que exceden el problema del género.
Kalinowski trajo a colación una larga discusión en los estudios lingüísticos conocida como “determinismo lingüístico”, una visión formulada allá por la década de 1950 según la cual la lengua determinaría nuestra percepción de la realidad: diferentes lenguas darían diferentes lecturas del mundo, con la consiguiente imposibilidad de comunicación cabal entre ellas. Si no tenemos distintos nombres para las gamas del blanco o del verde, no percibiríamos esos colores, y por lo tanto para nosotros no existirían. Una versión más liviana abandona el determinismo en sentido fuerte pero postula que la lengua moldea de alguna manera lo que captamos de la realidad. Hay quienes, conociendo o no estas teorías, han reprochado al inclusivo una visión similar: ¿si no tuviéramos marcas machistas en la lengua significaría que esa desigualdad no existe? Probablemente nadie que defienda que el cambio en la lengua es parte de la solución del problema social se aventuraría a tanto, pero es bueno tener en cuenta esta posición extrema para cuestionarla. ¿Pero ello significa su contrario, que la lengua permanece al margen de toda determinación social, y por lo tanto habría que dejarla evolucionar sin “intervenirla”? Hay cada vez más noticias, en muchas lenguas –aunque Sarlo curiosamente lo niegue en el debate, de manera inexplicable porque ha sido reiteradamente noticia en la prensa internacional [3]–, que rebaten ambos extremos: no es solo en castellano, sino en muchas otra lenguas, que se cuestiona el uso del masculino como universal, y que se proponen variantes inclusivas. El patriarcado codificado en la lengua es transversal, y aparentemente su cuestionamiento también. Estamos, entonces, frente a un problema político, porque como recuerda Kalinowski, todo cambio social de peso ha tenido su correlato, y muchas veces su batalla particular, en la lengua. El último Congreso de la Lengua organizado por la ASALE en Córdoba, este año, se vio recorrido (aun en contra de sus organizadores) por varias de estas polémicas: el de género, pero también el del imperialismo lingüístico del español, por ejemplo.
Sarlo, por su parte, amplía el debate discutiendo cierto “mecanicismo” que superpondría las dinámicas políticas, culturales y lingüísticas, sin atender a sus especificidades y tiempos diversos. La disquisición probablemente caiga en el vacío, porque nadie dio una versión tal en el debate. Kalinowski, cuando definió la codificación en el castellano del masculino como universal, contempló distintos aspectos, desde las modificaciones sobre las declinaciones del latín hasta el “acaparamiento” por parte de los varones, en sociedades patriarcales, de los espacios de visibilidad. No hubo un grupo de machistas recalcitrantes que determinaran un día que el masculino podía universalizarse, pero tampoco es, evidentemente, un resultado meramente lingüístico.
Más allá de las hipótesis sobre el castellano, en estas definiciones está lo que fue el eje principal de las diferencias expresadas en el debate. Por un lado, la caracterización del fenómeno y su amplitud. Para Sarlo se reduce a un sector de vanguardia de algunos colegios de elite de Capital (extrañamente para alguien que en cada entrevista y en el debate mismo enrostra en cuántas lenguas lee la prensa, aquí el nivel cultural sería negativo). Por otro lado, comparando por ejemplo con Estados Unidos, agrega que fue necesaria una guerra de secesión y todos los movimientos sociales de los 60 y 70, con sus próceres y sus mártires, para que la palabra “nigger” se hiciera socialmente “impronunciable”; resumiendo, hicieron falta décadas de lo que denomina “luchas serias”.
Sin duda podemos discutir las demandas del movimiento de mujeres, de qué sectores surgen, cómo se combinan o no, y sus prioridades. De hecho, después de años de crecimiento, probablemente haya llegado el momento de avanzar en la discusión de estrategias, y no son pocos los debates teóricos, políticos y culturales a ese respecto. Pero la analogía es desafortunada porque, como le recuerda Kalinowski en el momento más tenso de la charla, la lucha del movimiento de mujeres es seria; pero también porque las luchas de la comunidad afroamericana está lejos de haber logrado sus objetivos. ¿Deberíamos decirles que como sigue en pie la discriminación, no jodan con una palabrita porque tienen problemas más urgentes con la policía?
Otra de los argumentos esbozados por Sarlo fue el cuestionamiento a la definición misma de política que hiciera Kalinowski, a su criterio, demasiado amplia: “La palabra ‘política’ no designa cualquier acción en la esfera pública, sino un tipo de acción”. ¿Cuál? Aunque reconoce las marchas a favor de la ley de interrupción voluntaria del embarazo (IVE), parece ser siempre la que pasa por las instituciones legislativas o judiciales. Reclamar una ley o formularla sería político: lo demás es cultural, social o ideológico. Una vez más, la preocupación parece ser la superposición de tiempos y mecanismos bajo la voluntad de imponer un determinado uso de la lengua: que por no usar el inclusivo alguien sea puesto, en juicio sumario, del lado del patriarcado, cuando en la forma de hablar se ponen en juego costumbres, tradiciones culturales e ideologías que no son conscientes. Pero en este nuevo argumento, cuestionando la generalización excesiva de “lo político”, cae en el reduccionismo inverso: las leyes son una parte de la política, la oficial y estatal, pero no es su único ámbito. De hecho, la gran mayoría de las leyes que reconocen derechos han tenido que pelearse fuera del Palacio para que eventualmente sean reconocidas allí. Y de hecho, la vía institucional como única alternativa suele ser un mecanismo para desgastar y llevar a callejones obturados las demandas sociales, como fue –y la misma Sarlo reconoce– el caso de la IVE.
¿Todo cambio en la lengua es político? Depende; en sentido de un posicionamiento consciente, en disputa con otros, probablemente solo algunos. ¿Pero toda política es solo política institucional? Definitivamente no. Por otro lado, agreguemos, el debate está presente no solo en la calle sino en otras instituciones, las educativas, y el inclusivo fue incluso inscripto –oportunistamente– como variante del sello electoral que ganó las elecciones presidenciales. Difícil argumentar que allí no hay política.
La definición de Kalinowski como “retórica” para definir el fenómeno del inclusivo (que Sarlo acepta como correcto en una entrevista posterior alrededor del libro) parece más adecuado a definir el estado de la cuestión. Pueden discutirse, y probablemente de extenderse eso ocurra cada vez más, como la complicación para el habla del @ o la x, o la complejidad ortográfica que acarrea la e (y los problemas ortográficos, como ya ¡Sarmiento! sabía, podían ser también problemas políticos). Podrán quedar en la nada o terminar codificándose en tiempos largos, aunque tampoco habría por qué descartar (cosa que ambos participantes parecen hacer) cambios más radicales en la política que produzcan cambios lingüísticos más radicales (las revoluciones siempre han sido enormes catalizadores de cambios en la lengua, y no hay caso más radical en ello que el de la Revolución rusa, caso prototípico de estudio de la glotopolítica). En todo caso, entretanto, el debate sobre los mecanismos de la lengua es más productivo que insistir en “sentidos comunes” dados por sentado, y a eso aporta este libro. |