El triunfo del macrismo en 2015, más allá del protagonismo de sus CEO, provocó una serie de interrogantes respecto al arraigo social del proyecto cambiemita entre los miembros de las clases medias, muchos de los cuales siguen pendientes y se renuevan frente al ciclo peronista que comienza. En este contexto sale al ruedo una nueva edición (la octava) de Historia de la clase media argentina. Apogeo y decadencia de una ilusión (Ed. Crítica) de Ezequiel Adamovsky, historiador, investigador del Conicet y profesor universitario. La obra es el resultado de diez años de investigación, extensamente documentada y escrita en un estilo accesible que hace posible su circulación entre un público amplio. Habilitar una mirada crítica respecto al pasado es el desafío que propone desde los primeros capítulos, analizando y deconstruyendo algunos núcleos historiográficos considerados “verdades consagradas” que circulan entre formadores, periodistas, intelectuales y políticos, que ayudan a interpretar y proyectar el presente.
Tras la clase media
La centralidad que tuvo la “cuestión obrera” en el país ha dejado en segundo plano el análisis histórico, de largo plazo, de la clase media argentina. O tal vez porque, como señala el autor, la definición de la clase media es en sí misma causal de polémicas. En este panorama, el trabajo de Adamovsky se revaloriza como una referencia historiográfica para pensar la clase media en el país, incluso al problematizar las características de su unidad. En ese sentido el autor ha privilegiado un abordaje que, entre otras consideraciones, sostiene que la clase media no es una clase social propiamente dicha sino una identidad [p. 501] en la que se referencian determinados grupos sociales aunque sin designar a ninguno concreto, a ninguna entidad. Y por “identidad de clase media” se refiere a “un conjunto de representaciones que se fueron entrelazando a través del tiempo, que es el que se pone en juego cuando las personas se identifican como pertenecientes a la clase media” [p. 502]. El libro recorre la trayectoria de la clase media argentina respondiendo a “cuándo y por qué determinados grupos de personas adquieren esa identidad y no otra” [p. 13]. Vale prestarle especial atención a esta cuestión dado que funciona como la llave de lectura de todo el texto.
La obra está organizada en cuatro partes. Las dos primeras presentan un estudio pormenorizado del período de formación y emergencia de “la identidad de la clase media” argentina. Bajo la centralidad del modelo agroexportador y el impulso de la urbanización de finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, se ponen en marcha profundos cambios económicos, otros políticos y culturales que el autor define propios de un nuevo régimen de clasificación frente al mundo decimonónico criollo. Un régimen impuesto por los grupos dominantes que ordena y regula las relaciones entre las diferentes “clases de personas” y establece nuevas jerarquías sociales. Múltiples son los ejemplos que rescata respecto a lo que funciona como criterios de clasificación de acuerdo al color de la piel, los modales, el lugar de origen, el tipo de actividad económica y fortuna –“las condiciones para ser admitidos en un escalón superior no eran las mismas para un inmigrante europeo de ‘buena presencia’, que para un criollo de piel morena, ni tenía las mismas chances un habitante de la región pampeana que uno de otras zonas del interior” [p. 238]–, que dieron forma y asentaron la figura de la “argentinidad” blanca y europea. Por esta vía la clase dominante, en un segundo momento, fue estableciendo los modos “legítimos” del ascenso social (el esfuerzo individual, el trabajo, el ahorro y la educación en contraposición al método y las prácticas obreras), que comienzan a asociarse a una “identidad” de clase media (aunque no exista aún esta identidad acabada como tal). Las referencias aparecen, se la menciona en los debates políticos públicos, en las producciones culturales de la época, pero aún no constituyen una identidad aglutinadora. Habrá que esperar la emergencia del movimiento peronista, señala el autor, para que aquellos síntomas se transformen en una identidad catalizadora de las divisiones sociales previas, contribuyendo a que naciera por reacción una poderosa “identidad de clase media” antiperonista. Con ese “fuerte contenido político” entra en escena para disputar la hasta entonces indiscutida representación del pueblo en manos de la Argentina “culta” frente a la amenaza proveniente “desde abajo”. Eran “ellos y no esa turba oscura que había aparecido con Perón” la representante de la nación toda [p. 378]. Para Adamovsky, la “identidad de clase media” hace su aparición como fuerza social y lo hace para quedarse.
La tercera y cuarta parte del libro, aunque menos exhaustiva, analiza cómo la “identidad de clase media” se fue reforzando –en la etapa peronista–, asumiendo un rol opositor frente a la “revancha del mundo plebeyo” hasta convertirse en protagonista de la cruzada, junto con la Iglesia católica, del golpe militar de 1955. A partir de entonces fortalecida se hizo carne en buena parte de la población y fue utilizada por diversos actores sociales y políticos, que no necesariamente pertenecían a ella “con intenciones de contrapesar la gravitación política de la clase trabajadora en general y el fenómeno del peronismo en particular” [p. 341]. Adamovsky señala que bajo el gobierno de Frondizi la clase media ingresa al paraíso, ya que fue “la primera vez que un Presidente le otorgó un lugar tan prominente a la clase media como una de las fuerzas fundamentales de la nación” [p. 349], como garante del progreso y la estabilidad política para el desarrollo del país, solo comparable aunque por otras razones a la experiencia alfonsinista asociada a la “imagen implícita del ciudadano democrático ideal” [p. 418]. Al esplendor le seguiría el ocaso, cuando a partir de los años sesenta y setenta al calor de la Resistencia peronista y las luchas obreras y juveniles se revaloriza el mundo de los trabajadores y el campo popular y se apunta sobre las clases medias asociadas a ciertos estereotipos. La restauración democrática que parecía volver a colocarla como “columna vertebral de la nación” [p. 418] sería efímera, una victoria que fue derrota, escribe Adamovsky, porque el neoliberalismo no la excluyó del disciplinamiento social y el empobrecimiento general. La crisis de 2001 expuso el crecimiento de la desigualdad y la fragmentación a su interior, habilitando nuevas experiencias para una identidad que se perfila en crisis. De eso trata el título, “del apogeo y decadencia de una ilusión”.
Aclaraciones necesarias
El libro incorpora una serie de aclaraciones metodológicas respecto a la definición de clase media: “no se utiliza una sola metodología a lo largo de todo el texto, sino varias” [p. 505] y “la principal herramienta empleada: la de la historia conceptual de tradición alemana” [p. 506] que, sin embargo, no logran esclarecer algunas conclusiones del trabajo. Por ejemplo, se podría otorgar validez al aporte de la Historia conceptual en la contextualización y comprensión de los conceptos sociales, en el sentido que condensan experiencias (la expresión “clase media” tiene su peso significante, sin el cual sería imposible comprender muchas de sus formas de sociabilidad), pero no le atribuimos el poder prescriptivo que Adamovsky parece asignarle –“tracciona a los sujetos que la asumen” [p. 505]– y de producir una realidad al punto de fundamentar la existencia de una clase. Por eso en el terreno de la reconstrucción histórica de las clases sociales y las posibilidades políticas, este enfoque resulta insuficiente.
Cómo se definen las clases sociales, los procesos de su constitución, las relaciones entre los condicionamientos económicos y las experiencias en su formación ha sido largamente debatido entre los historiadores marxistas respecto incluso a la clase obrera misma (ahí están los británicos Eric Hobsbawm, E.P. Thompson o Christopher Hill para recordarlo). Es indudable que si hablamos de clases sociales nos referimos a un núcleo central del pensamiento marxista, que justamente no define a las mismas como objetos o categorías generales ni tampoco según su nivel de ingresos o consumo, abstraídas de su relación con respecto a la propiedad de los medios de producción, y tienen una identidad de intereses derivada de su relación con la producción y la reproducción de sus medios de vida y de trabajo. Por tanto, aun teniendo en cuenta su heterogeneidad, es posible analizar desde el marxismo la configuración concreta, real, de las clases medias (también llamada pequeña burguesía) partiendo de un análisis estructural del mundo productivo: son aquellos sectores que ocupan un lugar intermedio entre las clases fundamentales del capitalismo (la burguesía y la clase obrera) y se encuentran separadas socialmente del control de los grandes resortes de la economía.
A lo largo de la historia nacional la clase media fue alterando su fisonomía, especialmente bajo la ofensiva neoliberal globalizadora, en un fenómeno que combinó la polarización entre un sector altamente profesionalizado, la caída de los grupos ligados al comercio autónomo y la industria y el empobrecimiento de un sector “plebeyo” apegado a la aparición de los llamados “nuevos pobres” [1]. En esa variedad sociológica y el lugar intermedio que ocupan en la sociedad aparecen las causas de sus oscilaciones en tanto “su capa superior toca inmediatamente a la gran burguesía, mientras que la capa inferior se mezcla con el proletariado” [2]. Lejos de una identidad autónoma lo que caracteriza a las clases medias es precisamente su ambigüedad, “condenada” a la influencia ideológica y los liderazgos de las clases fundamentales de la sociedad capitalista. En ello radica la importancia estratégica de comprender su situación y completa vida material como condición para proyectar, en términos políticos, la hegemonía obrera en la alianza obrero y popular en un sentido anticapitalista.
La visión identitaria que propone Adamovsky lo lleva a desconocer a la clase media en formación y al radicalismo como su representación política y cultural a comienzos de siglo XX [3]. Desdibuja lo que constituye una de las claves del proceso de consolidación del Estado argentino y sus primeras estrategias de dominación moderna, que asociaron la representación del país a la clase media por excelencia. La reforma del régimen roquista [4] no alcanzó para que los grupos conservadores construyeran una opción política de base popular, pero sí para que lo hiciera la UCR, que llegó a la presidencia en 1916 a partir de la incorporación de las clases medias al régimen político apelando al sufragio “universal”, secreto y obligatorio. Parafraseando a Daniel James, la oligarquía (de la que la UCR era y se sentía parte) logró renovar la noción de ciudadanía –en términos de nación, libertad (fin al fraude) y república– respaldada en la clase media en expansión, que definirá con estos códigos las claves de su inicial autopercepción.
Del mismo modo, para el período posterior al golpe de 1955, vale preguntarse –el texto no termina de explicarlo– cómo y por qué la “identidad de clase media”, realidad casi con existencia propia según Adamovsky, se fue modificando de manera sustantiva. A la luz del análisis concreto, el devenir de la clase media argentina pasó de ser un actor conservador en la década de 1920-1930 y antiperonista en los 50 a la rebeldía y resistencia en los 70, luego dio sustento al golpe de 1976, variantes condicionadas por sus experiencias previas y las posibilidades de acción de las clases fundamentales (antagónicas) en pugna. En condiciones de “normalidad” pero especialmente en períodos de grandes crisis, como señala el marxismo, las clases medias están llamadas a dividirse, a seguir la perspectiva de una de las dos clases fundamentales en el capitalismo, haciendo inteligibles virajes o incluso absurdos, como el que señala Adamovsky cuando se refiere a una especie de “automortificación” juvenil y colectiva sesentista a partir de que “el compromiso firme con la lucha revolucionaria podía estar motivado no solo por genuinos deseos de un mundo no capitalista, sino también por la necesidad de redimirse por su origen de clase” [p. 387].
En el mismo sentido, podríamos citar otro pasaje del texto en el que los límites explicativos del análisis conceptual no permiten registrar las contradicciones de los sucesos de aquel “diciembre de 2001” que pusieron fin al gobierno de De la Rúa. Como el conglomerado diverso que designamos como clase media no se movilizó unificado, con una identidad específica propia que les otorgara un sentido de unidad, para Adamovsky “sería equívoco decir que fue la “clase media” la que salió a manifestarse el 19 de diciembre” [p. 459], cuando fue en realidad una de sus protagonistas, levantando demandas emblemáticas como el repudio a la casta política (“¡que se vayan todos!”), especialmente de las clases medias pobres y las que vieron confiscados sus ahorros con el llamado “corralito”, dando incluso lugar a formas asamblearias, cargadas de un espíritu participativo y democrático.
Claro que el libro no se agota en estos temas. Hemos elegido estos aspectos porque exponen algunas de las controversias que como un hilo conductor sobrevuelan sobre el todo entre las partes. Los capítulos avanzan cronológicamente hasta los años recientes (asunción de Néstor Kirchner) analizando diferentes coyunturas económicas y políticas, registrando diversos ámbitos de intervención, “la clase media en escena”, constituyendo todas aproximaciones que dan cuenta de la complejidad de una experiencia de clase particular.