Con este artículo cerramos la serie que hemos venido publicando. En las anteriores estuvimos revisando los aspectos que definen el capitalismo venezolano, desde inicios del siglo XX hasta la irrupción del petróleo, su carácter dependiente, el comportamiento de la clase capitalista nacional y las “contradicciones” irresolubles del rentismo dependiente, aún en la etapa de mayor “desarrollo industrial”, hasta llegar a la “crisis estructural” de finales de los 70 y la ofensiva neoliberal. En este abordamos el período del chavismo –hasta Chávez– y las conclusiones estratégicas que, desde nuestra perspectiva, se desprenden de toda esta historia del capitalismo nacional.
El chavismo y otra promesa de “desarrollo nacional” frustrada
"Así como Venezuela financió durante casi un siglo con petróleo casi regalado el poder imperial, llegó la hora de que ese petróleo sirva para el desarrollo y la felicidad de nuestros pueblos y la unión de nuestro territorio". Hugo Chávez Frías (28-04-2007).
Como venimos mostrando en la primera y segunda entregas de esta serie, sin bien la irrupción de la explotación petrolera significó el inicio de una era de inusitados ingresos del país y nuevas posibilidades de acumulación nacional, aún en los momentos de “gloria” de la formación de capitales, Venezuela no dejó de tener una industria atrofiada, al igual que su agricultura, una predominancia del capital comercial, bancario e importador –sustentado en la renta petrolera–, un “desarrollo industrial” harto limitado y, a menudo, subordinado a las cadenas de realización del gran capital de los países imperialistas. El oro negro del país fue fuente de enormes ganancias para los pulpos petroleros y para la burguesía nacional, quien aceptó su estatus de socia menor en el papel que se le impuso a Venezuela en la división mundial del trabajo bajo el capitalismo imperialista: un rol que no era precisamente el de un país con una industria vigorosa, sino un proveedor seguro de materia prima e importador de lo producido en los centros del capitalismo.
El país tuvo una (muy limitada) industrialización tardía y una desindustrialización temprana. Cuando a finales de los 70 ese capitalismo rentista y dependiente entra en “crisis estructural”, se desarrolla una brusca caída de la industria [1], acompañado de un comprometedor aumento de la deuda externa y una virulenta fuga de capitales: a pesar de que las tasas de ganancia del período contractivo no diferían mucho de las del precedente período expansivo [2], la burguesía dejó de invertir en la formación de capital y operó una transferencia masiva de recursos al exterior, apalancada en el endeudamiento público. Ya vimos antes cómo el brusco aumento de la deuda externa pública a principios de los 80 no tuvo como fundamento una necesidad real del país y cómo, en realidad, se convirtió en la base para una transferencia masiva de recursos públicos al capital privado que, además, fueron a parar al exterior [3].
Todo este proceso, y las políticas de ajuste para pagar la cuantiosa deuda externa, se tradujeron en aumento de la pobreza y las desigualdades sociales, a la crisis se respondió –como en el resto de América Latina– con el giro neoliberal que trajo remate de empresas públicas al capital transnacional, ataques a la clase trabajadora con la “flexibilización laboral”, tercerización y despidos, aumento de la informalidad y la buhonería, e intentos de privatizar Pdvsa y la educación superior. Paralelo a esto, corrió la crisis terminal del régimen político, acelerada por la irrupción de masas a partir de la rebelión popular del 27 y 28F del ‘89, que aunque derrotada con una masacre a manos del ejército, abrió un período de ascenso de las luchas obreras, populares y estudiantiles.
Ese es el país que recibe el chavismo. Jorge Giordani, el ministro de Planificación de Chávez durante casi todos los años que este estuvo en el poder, planteaba la situación en los términos siguientes en 2004: el país viene sufriendo un “largo ciclo de descapitalización” en “al menos el último cuarto de siglo”, período en el cual “se ha transferido al exterior un excedente equivalente a 5 ó 6 veces su deuda externa”, con un “sistema productivo nacional [que] ha sido excluyente de grandes masas de la población que se han visto desplazadas de sus derechos políticos, sociales y económicos”, señala un “continuo descenso de la tasa de inversión pública y privada” y afirma que “el comportamiento decreciente de la formación bruta de capital es la expresión de un largo ciclo de descenso y depresión económica que debe tocar su fin” [4].
El reto, decía Giordani, es “lograr la conversión de los recursos provenientes del petróleo en capacidad de producción”, para cuyo objetivo “el papel del Estado venezolano sigue siendo una opción legítima, con su papel de mediador en los conflictos de distribución, para garantizar el funcionamiento de un modelo de acumulación más equitativo”. Eso implicaría, “mayor cobertura del sector financiero público a la inversión privada que permitirá la intensificación productiva” y “la expansión de la inversión privada en cadenas estratégicas”. El objetivo es “revertir la tendencia de largo plazo a la desinversión”, con una política que “evite la salida de capitales y permita un proceso de acumulación nacional” [5].
En esa misma línea, en un encuentro con empresarios del occidente del país, también en 2004, es decir, ya con casi 6 años en el gobierno, habiendo pasado por el golpe de Estado que llevó a la cabeza del gobierno de facto al jefe de la principal central empresarial, y por el largo paro empresarial golpista de dos meses, Chávez decía: “[…] ratifico que nosotros necesitamos un sector privado verdaderamente emprendedor, nacionalista, consciente […] defendemos la tesis de la necesidad de potenciar el sector privado nacional, de impulsar un modelo de acumulación de capital nacional, de potenciar la fuerza productiva nacional […] un modelo endógeno de desarrollo, un modelo desde dentro […] que genere a través de una distribución equitativa del ingreso y de la riqueza una situación de igualdad, de estabilidad y de desarrollo humano integral” [6].
El objetivo es un capitalismo productivo, “nacionalista”, con “inclusión social”. Con la renta, aliviar las situaciones más agudas de pobreza y apalancar un “desarrollo nacional” de la mano de unos hipotéticos empresarios “nacionalistas y productivos”, en asociación con el Estado (como empresario y financista en determinadas áreas) y los capitales transnacionales “aliados”: “una política económica dirigida a la creación de un entorno favorable para evitar que continúe la filtración del ahorro interno hacia el exterior, que permita la inversión extranjera, que en asociación con capital nacional y con la aportación de innovaciones tecnológicas y acceso a los mercados internacionales promueva la modernización productiva en el más corto plazo posible” [7].
Estamos hablando de un proyecto de desarrollo nacional burgués, nada que ver con una revolución anticapitalista ni con socialismo. Chávez siempre pidió una burguesía “nacionalista y productiva” que trabajara de la mano con el Estado, sus llamados –como este otro con empresarios en Caracas– eran en este sentido: “Les invito a que cuidemos este clima… esta confianza, que renace... entre el verdadero sector empresarial productivo y este Gobierno… y que juntos en alianza estratégica continuemos construyendo la nueva Patria venezolana” [8]. “Alianza estratégica” con la burguesía venezolana “productiva”, y ante las voces de desconfianza le recalcaba Chávez a los empresarios que esos llamados no tenían que ver con coyunturas tácticas ni electorales: “esto tiene que ver más que con la coyuntura con la estructura, más que con la táctica con la estrategia”.
No son estas en modo alguno las coordenadas de una revolución socialista, el prometido desarrollo está concebido en los marcos del capitalismo. Alguien pudiera señalar, empero, que estamos en 2004 y que meses después –en enero de 2005– Chávez se declararía “socialista” en el Foro Social de Porto Alegre, que luego vendrían las expropiaciones, nacionalizaciones y el “control obrero”. Hoy todos sabemos que el “desarrollo” no solo no ocurrió nunca, sino que Chávez dejó al país a las puertas de una brutal crisis que, con Maduro en el poder y sus políticas, ha llevado al país a un colapso histórico. Sin embargo, es clave determinar qué es lo que fracasó, es decir, si ese proyecto nacionalista burgués de Chávez sufrió alguna transformación hacia el “socialismo”.
Una economía más rentista, más capitalista y más explotadora
Ciertamente, el chavismo fue el más radical de los gobiernos “post-neoliberales” que hubo en la región y el más girado a izquierda que ha tenido la historia nacional en su vida petrolera, con fuertes dosis de “dirigismo estatal” en la economía e importantes enfrentamientos con el imperialismo estadounidense, llegando a adoptar incluso la denominación de “socialista” –cosa que no hicieron ninguno de los otros gobiernos “progresistas”–. Lo que sin embargo no quiere decir que cambiara su carácter de clase y se enrumbara hacia una verdadera revolución anticapitalista. De hecho, al contrario, con el chavismo se profundizaron los males del capitalismo dependiente y rentístico.
En el año 2013, casi una década después de la adopción del “socialismo” como supuesto objetivo de la “revolución bolivariana”, y recién iniciando el ciclo de Maduro al frente del gobierno, Víctor Álvarez, economista que fuera ministro bajo Chávez, además de otros altos cargos en el sector de la industria estatal, en un foro organizado por el chavismo mostraba en una sencilla y contundente exposición, que la economía venezolana, lejos de transitar algún camino al socialismo, se había vuelto “más rentista, más capitalista y más explotadora”.
Señalaba el hecho de que el coeficiente de importaciones mostraba una dinámica en constante crecimiento, a la par que tanto el PIB industrial como el agrícola descendían: si para 1999 el PIB del sector manufacturero representaba el 19 % del total, al cierre de 2012 aportaba solo el 14 %, así mismo, el agrícola había descendido al 4,5 % del PIB. Si en el “boom” de los 70 las exportaciones petroleras alcanzaron a ocupar un 80 % de las divisas generadas, en el nuevo auge de renta bajo Chávez pasaron del 90 % y se acercaron a la casi totalidad: de cada 100 dólares que ingresaban al país, 96 prevenían del petróleo. Lo que había en el país era un festín de importaciones apalancado en la renta pública, la “huelga de inversiones” en el sector productivo que inició la burguesía nacional desde finales de los 70 no cesó bajo el chavismo, se mantuvieron las inversiones en un nivel marginal o de simple reposición: con relación a la debacle heredada de los 80 y 90 no hubo ningún proceso de repunte en la formación de capitales en el sector productivo.
La burguesía venezolana no se hizo “productiva” ni abandonó su condición preferentemente comercial-importadora (y fugadora de capitales). Los datos disponibles sobre los establecimientos industriales y los trabajadores ocupados en ellos, muestran cómo hubo un descenso en ese aspecto [9]. A la par que eso, los datos muestran que mientras en 1999 el PIB estatal representaba el 35 % del total y 65 % el privado, al cierre de 2012 el privado había ascendido al 71 % contra un 29 % del estatal. Como bien señala Álvarez, a pesar de la impresión que generaban las nacionalizaciones y del discurso empresarial y de derecha sobre que “la empresa privada está siendo acosada y acabada”, esta era la realidad. Es pertinente señalar que aún cuando el PIB estatal ocupara una proporción mayor, eso no cambiaba necesariamente la naturaleza capitalista de la economía si persisten la propiedad privada y la acumulación de capital en el centro de la misma, sin embargo, estos datos demuestran cuán lejos se estaba siquiera de una economía capitalista con mayoría estatal.
Álvarez cuestionaba también que, si se revisaban las empresas que se llevan el 95% de los dólares a precios preferenciales, las que se llevaban los contratos de obras públicas, los contratos para la adquisición de bienes, las beneficiarias de las exoneraciones arancelarias y de los incentivos fiscales, eran “las empresas capitalistas”, quiere decir, las de capital privado. Como señalamos en un artículo anterior discutiendo contra los “fundamentalistas liberales”, unos pocos datos bastan para ilustrar cómo la renta petrolera siguió siendo aprovechada preferentemente por el capital privado más concentrado, incluyendo las grandes trasnacionales, mediante la asignación por el Estado de dólares preferenciales [10].
Es la empresa privada “el sector que ha aprovechado, ordeñado hasta la última gota, la mayoría de los incentivos fiscales, financieros, cambiarios, de compras gubernamentales, de suministros de materias primas que el Estado entrega”. La llamada “economía social” que, en la lógica de los que honesta o ingenuamente pensaban que realmente se quería transitar al socialismo, sería la base de la nueva economía “no capitalista”, nunca pasó de un marginal 1% ó 2% del PIB.
Cuando se revisa la distribución por factores del PIB, continuaba Álvarez, se evidencia que los patronos han ido aumentando año a año su porción de participación, a expensas de la porción que captaba la clase trabajadora. Lo que confirma la tendencia que señalábamos ya en 2006, que para 2005, tras siete años de Chávez en el gobierno, y habiendo sido derrotados los intentos más violentos de la reacción y el imperialismo por derrocarlo, 59% del ingreso nacional correspondía a “Ganancias” y “Alquileres y otras rentas”, mientras apenas un 25% eran “Sueldos y Salarios”, tres años antes, en 2002, la porción de beneficios de los propietarios y patronos era de 38% y la de los trabajadores 33% [11].
Es cierto que en Chávez operó un giro discursivo que fue desde reivindicar la “tercera vía” en los inicios de su gobierno (asumiendo el “tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”), a hablar de “desarrollo endógeno”, luego asumir una ubicación antiimperialista, hasta finalmente declararse “socialista”. Pero esa radicalización del discurso no significó ninguna radicalización sustancial del proyecto económico en un sentido anticapitalista, la esencia siguió siendo la misma: un desarrollo nacional en los marcos del capitalismo. Chávez se encargó una y otra vez de aclarar que su “socialismo” no implicaba la supresión de la propiedad privada capitalista (protegida además en la propia Constitución que impulsó en el ‘99), es decir, no era socialismo nada, porque un socialismo con capitalistas es un oxímoron total, un contrasentido y una estafa. Como lo denunciamos insistentemente, era la burla de un supuesto “socialismo con empresarios”.
¿Un proyecto burgués sin burguesía? Hablemos de bonapartismo sui generis
"¡Váyanse al carajo yanquis de mierda, que aquí hay un pueblo digno! ¡Váyanse al carajo cien veces! Aquí estamos los hijos de Bolívar, de Guaicaipuro, de Tupac Amaru. Y estamos dispuestos a ser libres" [12]. Así arengaba Chávez ante las multitudinarias concentraciones de masas en que se apoyaba para resistir las embestidas del imperialismo estadounidense… y del grueso de los capitalistas nacionales y sus partidos. Porque la burguesía tradicional y sus principales organizaciones no solo nunca consideraron a Chávez como su gobierno, sino que además intentaron derrocarlo más de una vez, incluyendo varios lockout, paros patronales de incluso 60 largos días, como el de diciembre-enero de 2002-2003, haciendo llave con el sabotaje imperialista a PDVSA.
A propósito del gobierno de Lázaro Cárdenas en México (1934-1940), que nacionalizó el petróleo y los ferrocarriles, enfrentando a los imperialismos británico y estadounidense, apoyándose en la organización y movilización obrera y campesina, León Trotsky acuñó la definición de bonapartismo sui géneris para referirse a este tipo de regímenes. Lo “sui generis” de este tipo de bonapartismo les venía dado por tratarse de naciones semicoloniales o sometidas a la dominación económica de las grandes potencias, a diferencia del desarrollado en los países imperialistas.
“En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases”. Esto puede decantar regímenes bonapartistas que gobiernen sometiendo a los trabajadores con una “dictadura policial”, como “instrumentos del capital extranjero”, o regímenes que, “maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones”, ganen así cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros” [13]. El cardenismo sería el segundo caso, correspondería con un “período en el que la burguesía nacional busca obtener un poco más de independencia de los imperialistas extranjeros. La burguesía nacional está obligada a coquetear con los obreros, con los campesinos, y entonces tenemos el hombre fuerte del país, orientado hacia la izquierda como sucede ahora en México” [14].
Proyectos políticos que cuestionan el peso de la dominación imperialista sobre la nación, dominación que, como observamos en las entregas anteriores de esta serie, constriñe y bloquea el desarrollo nacional, incluso en los términos de un desarrollo capitalista. Las burguesías, que si bien clase dominante al interior de estos países, tienen una relación subordinada con el gran capital imperialista y sus Estados, eventualmente pueden aspirar a aflojarse esas cadenas, dando pie a los nacionalismos burgueses. Desde nuestra corriente definimos al de Chávez como un régimen con rasgos de ese bonapartismo sui géneris orientado a izquierda.
Sin embargo, alguien podría preguntar, ¿qué burguesía que en Venezuela buscara más independencia ante el capital imperialista expresaba Chávez, si no tenía casi ningún sector burgués de peso que lo acompañara? Sí y no. Es decir, ciertamente el grueso de la burguesía nacional no acompañó a Chávez, pero sí lo hicieron importantes sectores de la burguesía media y baja, como por ejemplo –aunque no los únicos– los agrupados en la cámara empresarial Fedeindustrias y en “Empresarios por Venezuela”, aunque no representaran los sectores determinantes de la clase capitalista venezolana. Pero justamente lo que define al bonapartismo como régimen político es que el Estado, ese poder “aparentemente por encima de las clases en lucha”, exacerba esa cualidad: “hay períodos ¬–dice Engels– en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y otra” [15], el Estado parece por momentos no obedecer a ninguna clase en particular, “se eleva por encima de las clases”, dice Trotsky, lo que sin embargo no quiere decir que éste pierda su carácter de clase.
Como hemos escrito en otras ocasiones, en nuestro país se dan condiciones particularmente favorables para el surgimiento de este tipo de regímenes, dada la “doble cualidad” del Estado –por decirlo de alguna manera–, no solo como principal aparato de dominación política sino también como dueño y rector de la principal fuente de ingresos nacionales, un particular músculo económico que facilita la posibilidad de “elevarse por entre las clases”, lo que incluye a la propia burguesía nacional; y eventualmente también, ganar mayor margen de maniobra ante el capital imperialista. Con semejante músculo económico propio, atacado por el grueso de la burguesía nacional en alianza con el imperialismo, y sostenido en un gran respaldo popular, estaban dadas las condiciones para que el Estado venezolano, bajo el chavismo, un gobierno que no era orgánico de los partidos tradicionales de la burguesía, aunque sí surgido de sus Fuerzas Armadas, cobrara “cierta independencia”, lo que no quiere decir en modo alguno que dejara de ser un Estado burgués.
En la exposición que venimos citando, Giordani señala que “La inversión privada concentra el núcleo fundamental de la formación bruta del capital del país, en una economía donde este sector representa más del 75% de la creación de la oferta agregada interna”, y afirma que el objetivo del chavismo es “reasumir al Estado como rector de una sociedad de economía mixta”, en un “nuevo modelo de desarrollo [que] está orientado al crecimiento productivo con inclusión social”. El modelo “Se fundamenta en el papel rector y orientador del Estado… donde participan sectores vinculados a la economía social, pequeños y medianos empresarios y grandes empresarios”.
El chavismo reclama para el Estado un papel rector del proceso de acumulación capitalista, que no es lo mismo que abolir el capital –en cuanto relación social– y dar paso a una reorganización post-capitalista de la economía. El gran objetivo histórico era pasar “De la Venezuela rentista a la Venezuela productiva”, un lema copiado de los planes de los gobiernos puntofijistas, aunque con la importante diferencia de que, a diferencia del puntofijismo, un régimen alineado con el imperialismo estadounidense, aquí la concreción del lema pasaba por la pugna con el capital imperialista por captar una mejor porción de esa renta que se proponía poner al servicio de la acumulación nacional. El esquema plateado era, grosso modo: transferencia de renta de la actividad primario-exportadora hacia la “diversificación de la producción nacional”, con el Estado como articulador privilegiado de este tránsito al ser el poseedor de la renta petrolera. Convertir la renta en capital, capitalizar la renta.
Chávez pulseó con las transnacionales petroleras y los gobiernos imperialistas, en particular los Estados Unidos, para garantizar que el Estado venezolano tuviera realmente el control de su empresa petrolera y que captara una porción mayor de la renta de la que hasta entonces captaba. Sin embargo, la burguesía venezolana, adaptada a su rol de socia menor del gran capital imperialista, y acomodada a vivir de la renta sin necesidad de desarrollar las capacidades productivas nacionales, no estaba interesada en ningún nacionalismo ni, mucho menos, un proceso que implicase la movilización de unas masas que, desde el ’89, habían entrado en escena reclamando contra los males a que las condenaba el atrofiado capitalismo venezolano. Esta enajenación y hostilidad con relación a las aspiraciones del chavismo implicó infligirle golpes incluso a la propia economía capitalista, golpes que Chávez respondió ampliando el sector de empresas públicas, controles y dirigismo estatal, pero no más que eso.
Luego de los intentos por derrocarlo Chávez dejó prácticamente intactas las grandes propiedades de los capitalistas nacionales, pero además, cuando producto de los dos meses de paro patronal y el saboteo a Pdvsa, cientos de empresas a lo largo y ancho del país quedaron en condición precaria, el gobierno les lanzó un generoso salvavidas con el “Acuerdo Marco de Corresponsabilidad Social” y la vista gorda ante el despido de decenas de miles de trabajadores. El Acuerdo Marco –como lo denunciamos en su momento– ofrecía a las empresas condonar todas sus deudas con el Estado y con los trabajadores (impuestos, pagos de servicios públicos, aportes al seguro social y al INCE, prestaciones sociales, etc.), al mismo tiempo que otorgarles créditos baratos con recursos públicos, a cambio de que estas accedieran a darle participación accionaria al Estado en un 50 ó 51%, o en algunos casos a los trabajadores, convirtiéndolos en “socios”. Era el esquema de la “cogestión”.
Lejos de aprovechar esa ocasión para avanzar contra la propiedad capitalista Chávez lanzó ese salvavidas, junto a permitir, como lo mencionamos, unos 50 mil despidos en los meses siguientes al paro, denunciados por las propias organizaciones sindicales afines al gobierno. Era una respuesta burguesa, “estatista”, para la crisis de esas empresas, afectadas por la propia política de la burguesía venezolana. La respuesta obrera vino dada por las decenas de empresas que cerraron pero fueron tomadas por sus trabajadores, quienes intentaron ponerlas a producir bajo control obrero [16], intentos sin embargo muy minoritarios con relación a esta otra tendencia nacional impulsada por el gobierno, y además bloqueados por el propio gobierno de Chávez, que se encargó de dejarlos morir por inanición, sin otorgarles créditos, materia prima ni ninguna ayuda cualitativa –cuando no directamente reprimiéndolos, como en Sanitarios Maracay– si no se asimilaban al esquema de la “cogestión” o del control gubernamental, donde el “control obrero” pasaba a ser realmente un control sobre los obreros por parte de la burocracia estatal.
En el sector industrial, solo cuando los capitalistas burlaban una y otra vez los acuerdos con el gobierno, no empleaban en la producción los créditos que éste les daba para eso, o simplemente dejaban ir a la quiebra las empresas, el gobierno avanzaba en la estatización directa. Fue el propio desinterés de los capitalistas por algún desarrollo industrial vigoroso lo que llevó al gobierno a estatizar decenas de empresas del sector fabril. Y Chávez lo señalaba con claridad: “Nosotros no tenemos prevista la eliminación de la propiedad privada, ni la grande ni la pequeña”, solo se intervendría, decía, en aquellos casos en que se abandonaron las fábricas, no cumplieron con las leyes, especulaban, no pagan impuestos o mantenían las tierras improductivas, “pero una empresa que esté produciendo”, tendría todo el apoyo del gobierno.
Esto, junto a la política de recuperar de nuevo para la órbita estatal aquellas empresas o bancos públicos que habían sido entregadas al capital transnacional en la ofensiva neoliberal [17], fueron configurando la “intervención del Estado” en la economía capitalista, no con el objetivo de abolirla, sino de forzar su conversión del rentismo a “lo productivo”. Esta presencia estatal se complementaba con controles como el de precios y el cambiario. Unos controles y un “dirigismo estatal” que, sin embargo, resultaban complacientes con la naturaleza históricamente parasitaria y rentista de la burguesía nacional, puesto que desde el Estado seguía fluyendo un festín de dólares preferenciales para el capital privado, exacerbándose las tendencias comercial-importadoras (incluyendo nuevas ediciones del clásico “fraude importador”) y una furibunda fuga de capitales, más agresiva que la de los 80’s: bajo Chávez, al tiempo que se vociferaba sobre “socialismo” y “anticapitalismo”, se operó una enorme transferencia de renta pública al capital privado que fue, al mismo tiempo, ¡una vez más!, transferencia del “ahorro nacional” al exterior, un vil saqueo de la renta petrolera: las cuentas privadas en el exterior pasaron de tener 49 mil millones de dólares en 2003 (cuando instaura Chávez el control de cambio) a tener 500 mil millones en 2016, según el entonces ministro de comercio exterior, Jesús Farías, o 400 mil millones, según la Asamblea Nacional controlada por la derecha… mientras el país se sume en la decadencia.
A pesar de la hostilidad manifiesta de la burguesía nacional hacia el chavismo, y de la abundante fraseología contra la “burguesía parasitaria”, Chávez no solo la preservó como clase social, sino que propició un nuevo capítulo de la apropiación de la renta pública por parte del capital privado, diversificando no la economía nacional sino los nombres de los ricos y burgueses. De hecho, el chavismo no solo logró hacerse de algunos pocos aliados entre la burguesía tradicional sino también generar a su vez otras camadas de burgueses favorecidos o nuevos ricos [18].
¿Cuántas veces con la misma piedra? ¿Hasta cuándo la frustración nacional?
“Venezuela: historia de una frustración”, así titula acertadamente Agustín Blanco Muñoz su extenso libro que recoge las entrevistas en los años 80’s a D. F. Maza Zavala [19] –uno de los más completos conocedores de la historia económica, política y social del país–. Más de tres décadas después, una conclusión similar puede desprenderse del recorrido que hemos venido haciendo en las entregas de esta serie.
En su –ya clásico– Teoría económica del capitalismo rentístico, Asdrúbal Baptista afirma que en el país “la presión en favor de asignar hasta el máximo de la renta para los fines de la inversión reproductiva muy pronto emerge con gran vigor político, imponiéndose como la conducta normal a seguir” [20]. Sin embargo, tal imperativo no se condice con la persistencia del atraso en el país, tras casi un siglo de rentismo petrolero. Una observación más aguda –y obvia a la luz del devenir histórico– es la que señalaba Dorothea Melcher en uno de los trabajos que citamos: la idea de la siembra del petróleo fue una temprana “legitimación teórica para la apropiación de la renta” por parte de los capitalistas criollos” [21].
De hecho, antes que Chávez, Rómulo Betancourt, dirigente y conductor del principal partido burgués del siglo XX (AD), reclamaba para sí ser los legítimos exponentes de la elevación de esta idea a política de Estado. En alocución radial de 1945, pocos días después de derrocar a Medina Angarita, expresaba: “Sembrar el petróleo fue la palabra de orden escrita, demagógicamente, en las banderas del régimen. Nosotros comenzaremos a sembrar el petróleo. En créditos baratos y a largo plazo haremos desaguar, hacia la industria, la agricultura y la cría, una apreciable parte de esos millones de bolívares esterilizados, como superávit fiscal no utilizado, en las cajas de la Tesorería Nacional”.
Ciertamente, la “siembra petrolera”, esa idea de la intelectualidad burguesa de los años 30’s retomada por Chávez como guía de su proyecto, viene a ser la mejor envoltura ideológica “progresista” de un recurrente engaño burgués al país [22]: la burguesía venezolana –y sus diferentes cohortes surgidas al calor de los más variados regímenes– recibe de manos del país la renta petrolera, sin que a cambio entregue de vuelta, por lo menos, un desarrollo cualitativo de las capacidades productivas nacionales.
El chavismo, a pesar de haber sido, bajo Chávez, el régimen político más “orientado a izquierda” de la historia contemporánea del país, con duros roces con el imperialismo, atacado virulentamente por el grueso de la burguesía criolla y apoyándose en grandes movilizaciones y acciones de masas –como el hito de haber derrotado un golpe de Estado proimperialista triunfante–, siendo en ese sentido muy diferente a la historia de los regímenes anteriores serviles al imperialismo estadounidense, en lo que se refiere a la estructura económica expresó en realidad más continuidad que ruptura con esa historia de frustración nacional. En lo relativo a la disposición interna para el “desarrollo”, el esquema del chavismo siguió siendo, en lo fundamental, el de toda la historia del capitalismo rentístico en el país: poner la renta petrolera pública en manos de unos empresarios que, en teoría, la harían productiva. Es parte del cuento de nunca acabar.
El pulseó de Chávez con los capitales imperialistas fue para renegociar los términos de la subordinación nacional, no para romperla, su política no significó una ruptura de la dependencia y la inserción subordinada en el capitalismo mundial. El “¡Váyanse al carajo yanquis de mierda!” no significó en modo alguno, por ejemplo, como en la revolución cubana, la expulsión real del imperialismo y la conquista de la plena independencia nacional. La transferencia sistemática de grandes porciones del excedente desde la nación hacia los centros del capitalismo mundial siguió su curso por las vías de siempre: los pulpos petroleros continuaron metidos con todo en el negocio, diversificándose en todo caso hacia capitales rusos, chinos, y otros; el capital transnacional siguió en las más diversas áreas de la economía (banca, telecomunicaciones, alimentación, farmacéutica, etc.); el capital financiero internacional no solo siguió succionando recursos vía deuda externa sino que se profundizó esa atadura; el intercambio desigual (exportación de materia prima – importación de productos terminados) no varió; incluso se mantuvieron los acuerdos impositivos favorables a empresas de países imperialistas (los acuerdos contra la doble tributación).
El antiimperialismo fue bastante tibio y mucho más retórico que real, mucho más en el terreno de la soberanía política que en el de la ruptura con el estatus de nación semicolonial: un país con soberanía política, mucho más bajo el chavismo, pero sometido a las determinaciones del capitalismo imperialista.
La historia del uso interno de la renta en el país, historia de la que no escapó el chavismo, es que cada régimen que se ha sucedido, sea militar o civil, democrático o dictatorial, abiertamente entreguista o con tibio nacionalismo, ha operado la transferencia de la renta pública hacia el capital, generando sus propios sectores de burgueses privilegiados por sus relaciones con el gobierno, y en algunos casos –como el perezjimenismo y el chavismo– dando nacimiento también a una importante casta burocrática (donde se mezclan civiles y militares) que se enriquece con los sobornos y comisiones de las contrataciones púbicas, las importaciones estatales, la administración de las empresas públicas y en general de la renta. Cada uno ha generado sus nuevos ricos. Los regímenes pasan, pero la burguesía (y la dependencia) quedan.
En cualquiera de los casos, más de allá de algunos cortos períodos de “gloria” de la acumulación nacional de capitales y de reducción parcial de la pobreza y la miseria, la constante ha sido mantener al país en el atraso, así como condenar a la clase trabajadora y el pueblo pobre a caídas de sus niveles de vida cada vez más drásticas que las de la crisis que le precedió. Mientras, sin embargo, la renta petrolera pública y el (potencial) “ahorro nacional” siguen convirtiéndose en ganancias del capital transnacional o en capital privado de un minúsculo puñado de venezolanos aprovechadores: la clase capitalista criolla que se reconfigura con cada nuevo régimen.
Para superar la dependencia y el atraso, para acabar con la historia de frustración nacional: la perspectiva de la revolución permanente
Dice Baptista que la dinámica del desenvolvimiento económico de Venezuela a partir de la irrupción petrolera, puede definirse así: “partiendo de una condición de radical atraso, llega a alcanzar estadios muy avanzados de desarrollo capitalista, para que luego le sobrevengan obstáculos y dificultades de insólito carácter que colapsan su dinámica de acumulación” [23]. Señalemos que estos cambios bruscos, virulentos, son el resultado de la incorporación plena de Venezuela al “metabolismo” del capitalismo imperialista desde los años 20 del siglo pasado, una incorporación, como hemos venimos estudiando, totalmente subordinada, en la que su desarrollo no cuenta como parte de los objetivos ni necesidades.
La semblanza que hace Baptista se refería a la historia del capitalismo rentístico hasta la crisis de los 70-80 –el libro fue publicado en 1997–, pero capta tan fielmente las determinaciones del asunto que pareciera una premonición sobre lo que ha ocurrido en la debacle del chavismo. Con la diferencia de que bajo el chavismo, paradójicamente, a pesar de tratarse de un régimen no subordinado al imperialismo estadounidense y con objetivos nacionalistas expresamente planteados, no hubo siquiera los momentos de auge de la industria y la acumulación nacional que se vivieron en parte en los 50 y, sobre todo, en los 70.
El chavismo heredó la crisis estructural de ese capitalismo, siendo además un proyecto burgués no correspondido por el grueso de la burguesía sino por sectores medios de esta, pero como Chávez no contemplaba otra vía de “desarrollo” que no fuera con un empresariado “nacionalista y productivo” aliado al Estado, el gran “impasse histórico” del capitalismo dependiente y rentista no tuvo superación: los buenos tiempos fueron una coyuntura de altos ingresos de “petrodólares” para importar y estimular una expansión del consumo –con componentes de inversión estatal en infraestructura y ampliación del acceso a la educación, salud, vivienda y seguridad social–, al tiempo que reincidían y se iban profundizando los males del capitalismo venezolano: rentismo, descapitalización, endeudamiento y dependencia externa, transferencia de excedente al exterior. El resultado ha sido un colapso más drástico que el anterior.
Se puede comprender con claridad que no tienen ningún fundamento las voces que hablan del fracaso del chavismo como el fracaso de algún proyecto “socialista”, a menos que se asuma “socialismo” como sinónimo de mera intervención o dirigismo del Estado burgués en la propia economía capitalista; lo que sería apenas una idea bastante vulgar y equivocada de lo que es una revolución socialista. Opiniones más serias y rigurosas, menos interesadas en un balance ideológico anti-socialista como el que hace la derecha, señalan sin embargo el lugar común del pensamiento nacional: el problema es el rentismo.
El petróleo, en sí mismo, no es “el excremento del diablo” en el que irremediablemente estamos condenados a hundirnos. La renta no es una maldición, causante en sí del atraso, impedimento infranqueable para el desarrollo nacional. El asunto es que esa renta petrolera se da en los marcos de una organización capitalista y dependiente de la economía nacional: el problema clave es el capitalismo dependiente, el rentismo es la forma histórica concreta que ha tomado en el país la dependencia. Aún rentista, la economía venezolana ha tenido la capacidad de generar excedentes que pudieran ser la base para acometer un desarrollo de sus capacidades productivas, pero estando subordinada a las pautas del capitalismo mundial esas posibilidades se han esfumado, porque el excedente lo aprovechan fundamentalmente los capitales imperialistas (bien sea mediante ganancias, cobro de hipotecas o el intercambio desigual) y la parasitaria burguesía venezolana, que no ha demostrado históricamente tener ninguna vocación “nacionalista” ni desarrollista.
La contradicción que históricamente se ha expresado entre el excedente generado y la sustracción del mismo o su despilfarro, la distancia enorme entre el potencial ahorro nacional y el real, entre las posibilidades de inversión productiva y su casi nula existencia, tienen que ver con esto. Estas antinomias no son inherentes a “la renta” ni a “la economía” en general, son engendradas por las relaciones concretas con la economía mundial capitalista y por la estructura económica interna, relaciones que son un producto histórico y, por tanto, pueden ser también revolucionadas, superadas.
La discusión estratégica es con qué programa se puede romper esa larga historia de frustración nacional y qué clase social puede llevarlo adelante. Para superar el atraso el país debe poder disponer soberanamente de todos sus recursos, planificar racional y democráticamente su uso, en función de las necesidades del país en general y en particular de las mayorías trabajadoras. Eso es desde todo punto de vista imposible si se mantienen la expoliación imperialista y la propiedad privada capitalista, porque solo liberada la economía nacional de las imposiciones de la dependencia y de los intereses de las clases propietarias (tanto foráneos como criollos), pueden sentarse las bases firmes para acometer las tareas históricas de reorganización de la economía nacional, de su demografía y la relación ciudad-campo, el desarrollo científico-tecnológico y demás requerimientos necesarios para el desarrollo de las capacidades productivas nacionales.
El nacionalismo burgués –como el chavismo– declama contra el imperialismo, pero no lleva hasta al final esta batalla y, además, considera a la clase capitalista local como vehículo del desarrollo, cuando la verdad es que son un obstáculo para el mismo. En el caso venezolano, como lo hemos expuesto a lo largo de esta serie, la historia muestra cómo la clase capitalista local, siendo de las clases nacionales la receptora por excelencia de la principal riqueza nacional, ha tenido una conducta histórica que más bien conspira contra su desarrollo, no solo asimilada al esquema de la dominación imperialista sino además parasitando la renta, viviendo del comercio importador y fugando al exterior lo que debería ser dedicado a las necesidades del país.
El asunto es que la lucha nacional antiimperialista no está separada de la lucha de clase de los trabajadores también contra la propia burguesía nacional, porque los problemas del atraso, las desigualdades, la explotación y la opresión, no se deben exclusivamente al papel del capital imperialista sino también de las clases dominantes nacionales que, como hemos dicho, se han adaptado al esquema de la dependencia y son pieza de la dominación imperialista.
Por eso, similar a como le ocurría a la burguesía rusa bajo el zarismo, que a decir de Lenin, le temía más a las masas obreras y campesinas movilizadas revolucionariamente que a la autocracia, los nacionalismos burgueses que eventualmente surgieron en América Latina no dejaron de expresar ese temor a desatar la energía revolucionaria de las masas e ir hasta el final en la batallas contra el imperialismo. Todos se detuvieron en el umbral de regateos y reformas menores, y contuvieron al movimiento de masas en los límites de la disciplina estatal “nacionalista”, bloqueando la posibilidad de una verdadera lucha revolucionaria antiimperialista que, por su propia dinámica y contenido, implica también una lucha anticapitalista.
El chavismo en nuestro país es la expresión de esa “precaria personalidad nacional” [24] de la burguesía, en un doble sentido: en el sentido que es un sector de la oficialidad media de las FF. AA., en alianza con sectores de la pequeña y mediana burguesía, y los partidos de la izquierda reformista, quienes toman en sus manos las banderas del nacionalismo, teniendo en contra a la mayoría de la gran burguesía nacional y sus partidos históricos; pero también en el sentido de que al empeñarse en poner como objetivo de su movimiento un “desarrollo nacional” con una hipotética clase capitalista “nacionalista” y “productiva”, no propició ninguna dinámica de combate real para expulsar al imperialismo que, inevitablemente, debía darse también de la mano con la lucha contra la propiedad capitalista.
La dinámica de los momentos más álgidos de la lucha mostró incipientemente esta perspectiva: aun tratándose lo de Chávez solo de algunas pugnas parciales con el imperialismo, la gran burguesía nacional formó filas en común en el bando de la reacción proimperialista, y las acciones que protagonizaron las masas para defender al que consideraban su gobierno chocaron no solo contra el imperialismo sino también con la clase capitalista nacional. Pero Chávez no impulsó un desarrollo exponencial de estas tendencias de las masas obreras y populares a confrontar el conjunto de la reacción, sino que, cuantiosa renta petrolera y fuerte liderazgo mediante, contuvo todo en los márgenes de un nuevo ciclo de rentismo burgués –con fuerte presencia estatal–. Chávez buscó siempre estabilizar la situación y evitar un mayor desarrollo de la lucha de clases, lo decía abiertamente: “Si no fuera por este proceso de revolución democrática y pacífica no sé qué estaría pasando en Venezuela, no sé cuántos Caracazos tendríamos […] No estarían los burgueses viviendo plácidamente como ahora”. La cuantiosa renta petrolera, de hecho, le permitió otorgar ciertas concesiones a las masas sin tener que meter mano en el bolsillo de la burguesía ni romper con el capital imperialista, pudo, como dijimos entonces, “dar a todos sin golpear a ninguno”, es decir, satisfacer las ganancias tanto del capital transnacional como del nacional, y algunas mejoras parciales y circunstanciales en las condiciones de vida de las masas, en los límites el capitalismo dependiente. Esta fue su labor bonapartista, de “arbitrar entre las clases”.
Para superar realmente la dependencia y el atraso se requería (y se requiere) una perspectiva como la que el marxismo revolucionario señala con la idea de la “revolución permanente”. Como hemos detallado en un artículo recién publicado en este suplemento, el marxismo dio cuenta tempranamente de que en América Latina las burguesías nacionales no mostraban ninguna cualidad de llevar adelante revoluciones nacionales antiimperialistas y que, al contrario, imbricaban su dominación con la del imperialismo. Los movimientos nacionalistas burgueses no escapan a estas determinaciones, por eso, las tareas históricas de lograr la completa emancipación nacional quedan en manos de la clase trabajadora, en alianza con el campesinado y demás sectores de la nación oprimida.
Solo los trabajadores pueden llevar hasta el final la lucha contra la dominación imperialista, pero esa lucha no puede detenerse en el umbral de un programa solamente antiimperialista, sino que inevitablemente se ve confrontada también con la necesidad de avanzar sobre las relaciones de propiedad burguesa, es decir, contra la burguesía nacional, con lo que la revolución “nacional” contra el imperialismo se convierte también en revolución directamente anticapitalista, socialista. “Convirtiéndose con ello en permanente”, dirá Trotsky [25].
Por eso si el chavismo, desde la perspectiva del desarrollo nacional ha sido claramente un fracaso, la cuestión no estriba, como quiere mostrar la derecha, en un supuesto “socialismo”, sino todo lo contrario, en que expresaba un nacionalismo burgués encarnado en un bonapartismo que no estaba interesado en modo alguno en llevar hasta sus últimas consecuencias la lucha antiimperialista que, inevitablemente, es también contra la propia clase capitalista venezolana.
Claro que Venezuela necesita “sembrar el petróleo”, en el sentido de aprovechar esa riqueza “súbita” para desarrollar plenamente sus capacidades productivas, superar el atraso, pero si hay una lección estratégica, indispensable, de la experiencia del chavismo y su lugar en la historia nacional, es que solo una revolución obrera y socialista podría llevar adelante esa tarea, que requiere necesariamente romper la dominación imperialista y desplazar a la burguesía venezolana de su lugar en el control y aprovechamiento de las riquezas nacionales. Solo una revolución así puede “resolver de manera íntegra y efectiva los fines de la emancipación nacional” y, además, conquistar la emancipación social de las clases explotadas por el capitalismo. Esto –parafraseando a Mariátegui [26]–, no por razones azarosas de doctrina de los marxistas, sino por lo que la propia historia nacional demuestra. |