En la década del ‘90, Mario Levrero se dio el lujo de torcer para siempre el rumbo de las escrituras rioplatenses al trazar una estética con verdaderas propiedades sísmicas, cuyas réplicas resuenan todavía hoy, en general como leve influencia, aún como imitación. Nació el 23 de enero de 1940 en Montevideo. Este jueves cumpliría 80 años.
Jorge Mario Varlotta Levrero es un número primo en la literatura latinoamericana. Su prosa es el producto hipnótico de una máquina que asimila escasez, repetición obsesiva y una capacidad inédita para narrar las disquisiciones del pensamiento. El resultado: una abundancia de sentido que hace imposible dejar un libro suyo a medio leer. Su estilo anti espectacular lleva al lector a niveles de sensibilidad agudísimos, más cerca del infantilismo que de la severidad intelectual.
Como si leyera un libro por primera vez en su vida, el lector puede quedar en un estado tal que una observación artera o el cierre mordaz de una idea llegan con el carácter de iluminaciones. En momentos de clímax, incluso puede uno encontrarse agradeciendo en silencio que la literatura exista. La literatura como tal, digo. Hecho vergonzoso que no quisiéramos contar a nadie. Conozco gente que ha leído La novela luminosa (2005) hasta caminando por la calle (WTF). A la distancia, uno pensaría que no vale la pena morir atropellado solo por averiguar si el Levrero narrador compra o no un aire acondicionado o si logra comenzar a levantarse a las 14 y no a las 18, entre otras menudencias diarias.
Al margen de esos ejemplos exagerados, desde que apareció esta novela póstuma (escrita tras obtener la prestigiosa beca Guggenheim en el año 2000), su obra se ha convertido en lectura obligada de la literatura hispanoamericana. Idea que refuerza la enorme cantidad de ensayos, entrevistas inéditas y biografías parciales aparecida en la última década.
Podemos separar su ecléctico corpus narrativo (¿qué decir de la otra parte de su producción, que abarca el ensayo, los juegos de ingenio, la historieta, los artículos humorísticos y los crucigramas?) en tres grandes zonas: la formalista, la de influencia kafkiana y la autoficcional.
Es esta última etapa la que despertó mayor interés en la regional. A principios de los 2000, Enrique Fogwill ya pregonaba el hallazgo levreriano con una edición uruguaya de El discurso vacío (1996), obra maestra de la literatura confesional. El escritor mexicano Mario Bellatin cuenta que viajó a Montevideo con un ‘Quique’ emperrado hasta la exasperación en conseguir los derechos de varios libros de Levrero que estaban diseminados en pequeñas editoriales charrúas para reeditarlos en Buenos Aires.
Como con Osvaldo Lamborghini y con Néstor Perlongher (a quienes publicó en su histórico proyecto editorial Tierra Baldía), Fogwill volvía a tener una intervención crucial en la literatura en español al promover la obra de este casi ignoto escritor uruguayo. En gran medida le debemos a él, a Fogwill, la cuantiosa disponibilidad de ejemplares que tenemos hoy. El gigante comercial Penguin Random House reeditó la mayoría de su libros, incluso los Cuentos completos, con inhallables como El portero y el otro, de 1992, y Aguas salobres, de 1983.
Literatura y vida
La zona autoficcional de la literatura levreriana, compuesta principalmente por Diario de un canalla (1992), El discurso vacío y La novela luminosa, supuso una actualización de la narrativa latinoamericana como pocas veces se ha visto. No nos encontramos en esos textos con la puesta en escena de una vida marcada por los viajes, las peripecias y el arrojo pasional. Todo lo contrario. Estamos ante relatos que oscilan entre el acontecimiento ordinario vivido como aventura mínima y la introspección. Relatos que contienen algunas convenciones del género ‘diario personal’ y que muestran una aparente falta de selección de los materiales narrados.
El Mario que aparece en esos libros, siempre en una primera persona que recuerda a los narradores distraídos de Felisberto y de Kafka, muestra la fibra anti épica de un ser plagado de fobias, tics, manías y supersticiones, adicto a los juegos de computadora y a las novelas policiales de poquísima monta. Pero lo que importa es el radical aparato narrativo propuesto: un procedimiento que vuelve inédito lo cotidiano y que usa ese extrañamiento como plataforma de enunciación; y una estética que contribuye a crear el efecto de ‘reality show literario’. Y como sucede con todo artefacto cultural diseñado para esos fines, los entramados del “detrás de cámara” no se muestran jamás.
Leer La novela luminosa es, por momentos, como mirar el primer Gran Hermano Argentina. El del 2001. Yo tenía 14 años y mi madre estaba muy preocupada porque no paraba de ver a “esos pelotudos que no hacen nada de nada en todo el día”. Me gustaría fogonearme el ego y hablar de cierto instinto intelectual incubando en el preadolescente que fui, que supo distinguir a tientas un modo narrativo radicalmente novedoso y renovador para lo que era la televisión argentina de principios de siglo.
Pero lo cierto es que veía el programa menos por interés sociocultural que por identificación simple con los muñecos que habitaban la casa. Como con Levrero, en esos años mozos caí en la red hipnótica del efecto reality. Recuerdo ese verano en que no podía dormirme hasta no ver a los participantes bailar y brindar con bebidas sin alcohol en una de esas fiestas en que eran TRES. Toda la razón, mi madre.
Cuestión que Levrero ya venía militando en los ‘90 ese corrimiento de la ficción hacia zonas más ambiguas del discurso, en la frontera que la ficción comparte con la autobiografía y la crónica, ahí donde la tensión entre literatura y vida aparece.
Literaturas post autónomas le llamó Josefina Ludmer a ese grupo de gestos estéticos desviados.
Otra etiqueta que le cabe al último Levrero es la que la crítica contemporánea denomina ‘escrituras del yo’. Obras que trabajan programáticamente la relación entre lo literario y lo vital/autobiográfico. “Terreno fértil para el choreo”, diría David Viñas. Pero si la autoficción levreriana entra en ese gran paquete de nuevas escrituras, lo hace no como simple ejemplo sino como directriz para distinguir los ejercicios autobiográficos que configuran auténticas experiencias artísticas de los que se reducen a la mera exhibición narcisista y la autocomplacencia. Ejemplos escasean de un lado y sobran del otro. A propósito de los primeros, pienso en la genial Un año sin amor (1998) de Pablo Pérez y en ese libro deforme de Osvaldo Baigorria llamado Sobre Sánchez (2013).
Además de ‘la luminosa’, sobresale El discurso vacío, para muchos la obra capital de esa estética. Una pequeña muestra de maestría que estira los límites de lo que se puede hacer con la primera persona en literatura. Ahí nos encontramos con un narrador que intenta mejorar su vida sometiéndose a ejercicios de caligrafía sustentados en la creencia de que si la letra manuscrita cambia para bien, eso traerá aparejados cambios provechosos en la conducta. La solución que encuentra para no distraerse ni tampoco aburrirse durante los ejercicios es vaciar el discurso.
Nos expone un proceso de disciplinamiento caligráfico que por momentos recuerda al Néstor Sánchez de Diario de Manhattan, donde, siendo diestro, se “obligaba” a escribir sus manuscritos con la mano izquierda. Incluso, el capítulo ‘El diario de la beca’, que ocupa la primera parte de La novela luminosa, es considerado una continuación exagerada y proliferante de ‘El discurso vacío’.
Por supuesto que su producción no se agota en esta estética. Existen otras zonas en el mapa que dibuja su obra, por ejemplo la llamada “trilogía involuntaria”, una tríada de novelas publicadas entre 1970 y 1982 (La ciudad, El lugar y Paris). De factura kafkiana, muestran a un Levrero magistral en el manejo del género fantástico. Podemos agregar al conjunto su primer libro de cuentos La máquina de pensar en Gladys (1970), con el inolvidable cuento homónimo que abre la serie. Por otra parte, y con la misma fuerza, irrumpe con un grupo de libros al que no le caería mal el mote de policial díscolo. Un tratamiento bastante enfermo y desenfadado del género que deja entrever a un escritor en verdadero estado de gracia: Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, de 1975, y, en menor medida, Dejen todo en mis manos, de 1998, y Fauna, de 1987.
Una mención aparte merece su correspondencia. La que mantuvo durante años con Francisco Gandolfo (el padre de Elvio) y que fue editada por la editorial independiente rosarina Iván Rosado es imperdible.
Por último, y a riesgo de sonar evangelizador, cabe decir que hasta en los crucigramas se cuelan muestras de su ADN literario. Ilustro con dos referencias de uno de los tantos crucigramas que creó y publicó a fines de los ‘80 en la revista Cruzadas, donde trabajó durante una estadía en Buenos Aires:
12 – Horizontal. Aunque usted no lo crea, y yo tampoco, ladrar. Hay, sin duda, otra definición (pero me la reservo).
34 – Vertical. Atrevido, audaz, arriesgado, resuelto, arrojado, temerario, emprendedor, insolente, resoluto, bragado, intrépido, en fin, todo lo que no es uno.
Escritor de culto, escritor para escritores, el último raro: son algunos de los lugares comunes que suelen aparecer junto a su nombre. Pero lo cierto es que la obra de Mario Levrero se nos presenta como un gran paisaje de literatura con caminos aún sin transitar y que vale la pena recorrer.
Murió el 30 de agosto del año 2004 en la ciudad de Montevideo. |