El marxismo parte del concepto de la economía mundial, no como una amalgama de partículas nacionales, sino como una potente realidad con vida propia, creada por la división internacional del trabajo y el mercado mundial, que impera en los tiempos que corremos sobre los mercados nacionales.
Las fuerzas productivas de la sociedad capitalista rebasan desde hace mucho tiempo las fronteras nacionales [1].
Así caracterizaba León Trotsky en 1930 al capitalismo mundial, como una “realidad superior” de la cual cada formación capitalista nacional era una parte integrante estrechamente interrelacionada con todas las demás.
Como ya constataran Marx y Engels en el Manifiesto comunista, el capitalismo fue desde su origen un modo de producción global. El estudio de la acumulación originaria realizado por Marx en El capital evidencia que el saqueo del oro, plata y otras riquezas de las colonias americanas y de otras latitudes tuvo en el surgimiento de este modo de producción, un rol que no es menos importante que el jugado por la expropiación de los siervos en los campos de Inglaterra. Pero desde finales del siglo XIX esta economía mundial se convierte en un entramado de mucha mayor densidad. Se amplifican los nodos de circulación cada vez más intensa de mercancías, pero también −y sobre todo− de capital. Desde finales del siglo se podrá ver la aparición de varias potencias de vigoroso desarrollo, para las cuáles desplazar la centralidad británica en la articulación de los flujos de circulación de capital y mercancías se vuelve una condición crucial para evitar ver su desarrollo bloqueado. Se empieza a configurar un mundo que podríamos caracterizar como multipolar, tanto en el terreno económico como político.
Como señala Berrick Saul, en la década de 1890, gran parte del comercio multilateral se basaba “en una compleja red de actividad abarcando continentes enteros o subcontinentes, derivada de una nueva división planetaria de funciones” [2].
La configuración del espacio económico mundial y de las relaciones interestatales alcanzada a fines de siglo XIX, va a poner en evidencia una novedosa contradicción, fuente de conflictos en la aldea global durante la época imperialista, que es aquella mencionada por Trotsky en la cita que inicia esta nota: aquella que se produce entre unas fuerzas productivas cada vez más internacionalizadas, y el Estado nación como espacio donde se articulan las relaciones de producción. “Una de las causas fundamentales de la crisis de la sociedad burguesa consiste en que las fuerzas productivas creadas por ella no pueden conciliarse ya con los límites del Estado nacional”, sostiene Trotsky en La revolución permanente [3].
Fue A.L. Helfand, que publicaba bajo el seudónimo de Parvus, uno de los primeros en analizar desde el marxismo las consecuencias de los cambios que se estaban produciendo. Este colaboró con Trotsky durante los tiempos previos a la revolución rusa de 1905, aunque más tarde romperían relaciones por el acercamiento del primero al Estado Alemán del que se convertiría en representante comercial en Constantinopla. Analizando las tensiones geopolíticas en la zona de Europa central, y la guerra Ruso-Japonesa de 1904, Parvus sostenía que “el Estado nacional tal como se había desarrollado con el capitalismo, ya era anacrónico” [4]. Parvus destacaba la interdependencia de las naciones y los Estados, y entendía en este marco que la Guerra ruso-japonesa era “el comienzo de una larga serie de guerras, en las que los Estados nacionales, movidos por la competencia capitalista, lucharían por su supervivencia” [5]. Esta perspectiva internacional sería profundizada por Trotsky, y será la base para fundamentar sus perspectivas de la revolución en Rusia, y posteriormente para sistematizar una teoría sobre la revolución internacional.
Para algunos autores, se trata de una contradicción que está lejos de ser una novedad excluyente de la época imperialista. Por ejemplo Simon Clarke observa que
la contradicción entre el carácter global de la acumulación de capital y la forma nacional del Estado no es un fenómeno nuevo, sino que ha sido una característica del capitalismo desde las etapas más tempranas del capitalismo comercial, siendo el trasfondo del desarrollo de los Estados capitalistas en el marco del sistema estatal internacional [6].
Pero la configuración de un mundo articulado enteramente por relaciones capitalistas −que se termina de conformar durante la segunda mitad del siglo XIX−, con una serie de potencias compitiendo de manera cada vez más feroz para asegurarse mercados y destinos de inversiones exclusivos, le confiere a esta contradicción un carácter exacerbado. Completada la conquista del mundo por las grandes potencias, no hay “fuga hacia adelante” que pueda realizarse avanzando sobre espacios no capitalistas. El avance de cualquier potencia solo podía realizarse en detrimento de otras. La fusión contradictoria de la dinámica de competencia geopolítica y la competencia económica capitalista muestra en estas condiciones una exacerbación de tensiones en ambos polos. En una economía mundial cada vez más integrada, la presión en ella de los capitales más desarrollados repercute sobre las naciones rezagadas, lo cual agudiza las tensiones sociales. Esto contribuye a hacer más inestables las relaciones interestatales. Se pone en evidencia la centralidad de esa contradicción que señalaba Trotsky entre fuerzas productivas internacionalizadas y su organización en un mundo divido en Estados. Podríamos decir que acá se encuentra uno de los puntos centrales en la caracterización que hace Trotsky de la época imperialista, quien a diferencia de Lenin con su clásico folleto, pero también de Hilferding, Rosa Luxemburgo o Bujarin, no escribió un estudio específico sobre la cuestión. El otro aspecto que será clave en sus análisis, y que podríamos decir que desarrolló más que todos los mencionados, expresándolo a lo largo de sus discusiones sobre Inglaterra, Francia, Alemania, EE. UU. y los países semicoloniales, es la disputa por el dominio del mundo en un momento de crisis de Inglaterra como potencia dominante, y el sinuoso ascenso del imperialismo norteamericano, claro ganador de la primera guerra pero sin capacidad todavía para imponerse plenamente a todas las potencias en decadencia. Sobre este último señalaba:
la potencia de los Estados Unidos en el mundo, y el expansionismo que se deriva de ella son los que obligan a este país a introducir en los basamentos de su edificio los explosivos del mundo entero: todos los antagonismos de Occidente y de Oriente, la lucha de clases en la vieja Europa, las insurrecciones de los pueblos coloniales, todas las guerras y todas las revoluciones. Así, en la nueva época, el capitalismo de América del Norte constituirá la fuerza fundamental de la contrarrevolución mostrándose cada vez más interesado en que se mantenga el “orden” en cada rincón del globo terrestre [7].
Fundada tras la revolución Rusa de octubre, la Internacional Comunista, o III internacional, en la cual confluyeron buena parte de quienes mantuvieron durante los años de la I Guerra Mundial posiciones internacionalistas y por la transformación de la guerra imperialista en revolución, necesitará dotarse de un método para dar cuenta de los agudos cambios de situación. La confianza inicial de que la toma del poder del proletariado en Rusia continuaría como una marea extendiéndose por Europa, resultó desmentida. La debilidad de los recién formados partidos comunistas, las mayores reservas de la clase dominante en los países imperialistas, y todo el empeño puesto por esta burguesía en salvar al régimen a como diera lugar, frenaron los avances revolucionarios de la clase trabajadora en occidente. Para dar cuenta de estos cambios de situación, así como de su relativa precariedad, es que Trotsky desarrollará la noción de “equilibrio capitalista”.
El equilibrio capitalista
La noción central que propondrá Trotsky en su intervención en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista −que fue aquel en el que junto con Lenin continuaron el combate iniciado en el Segundo Congreso contra los sectores izquierdistas que negaban las tendencias a la estabilización después de las derrotas y desvíos de los embates revolucionarios que tuvieron lugar en el final de la I Guerra mundial− es que las tendencias de la economía mundial deben abordarse en un relación de interdependencia con las relaciones interestatales y con la lucha de clases. La articulación entre estas tres dimensiones es lo que Trotsky va a definir como “equilibrio capitalista”, categoría con la que busca analizar en qué medida existen −o se están deteriorando− las condiciones de reproducción del capital y por lo tanto del dominio de la burguesía.
En su intervención en el Congreso de la Internacional en 1921, Trotsky señala:
El equilibrio capitalista es un fenómeno complicado; el régimen capitalista construye ese equilibrio, lo rompe, lo reconstruye y lo rompe otra vez, ensanchando, de paso, los límites de su dominio. En el esfera económica, estas constantes rupturas y restauraciones del equilibrio toman la forma de crisis y booms. En la esfera de las relaciones entre clases, la ruptura del equilibrio consiste en huelgas, en lock-outs, en lucha revolucionaria. En la esfera de las relaciones entre estados, la ruptura del equilibrio es la guerra, o bien, más solapadamente, la guerra de las tarifas aduaneras, la guerra económica o bloqueo. El capitalismo posee entonces un equilibrio dinámico, el cual está siempre en proceso de ruptura o restauración. Al mismo tiempo, semejante equilibrio posee gran fuerza de resistencia; la prueba mejor que tenemos de ella es que aún existe el mundo capitalista [8].
Hillel Ticktin, autor de un estudio sobre las ideas del revolucionario ruso, observa que “el concepto de un equilibrio de fuerzas jugó un rol central en el pensamiento de Trotsky. Veía al capitalismo intentando constantemente establecer un equilibrio, que está constantemente rompiéndose” [9]. Ticktin realiza una aclaración importante: la noción de equilibrio no remite a fuerzas que se contrarresten creando una situación estable.
No se deriva de la metáfora de la física sobre el equilibrio, con dos sustancias pesadas una contra otra. En vez de eso, este concepto involucra la visión de que hay fuerzas contradictorias que operan oponiéndose entre sí, que son parte de la sociedad. En la medida en que puedan interactuar y no aplastarse una a la otra, se mueven hacia y fuera del equilibrio. Desde este punto de vista, el equilibrio es un estado que siempre es alcanzado y roto, hasta que uno de los polos de la contradicción pierde su poder y fracasa [10].
Es interesante ver cómo esta relación entre dos de los tres términos, economía y lucha de clases, jugó después de la I guerra, en la situación que analiza Trotsky en 1921. “Después de la guerra se creó una situación económica indefinida. Pero, a partir de la primavera de 1919, comenzó el boom” [11]. A pesar de la devastación de la guerra, de las reparaciones impuestas a la Alemania derrotadas, y de otros descalabros, la economía crecía. ¿Por qué ocurría esto, que podía ser a primera vista contraintuitivo?
En primer término, por causas económicas: las relaciones internacionales han sido reanudadas, aunque en proporciones restringidas, y por todas partes observamos demandas de las mercancías más variadas. En segundo término por causas político-financieras: los gobiernos europeos sintieron un miedo mortal por la crisis que se produciría después de la guerra, y recurrieron a todas las medidas para sostener el boom artificial creado por la guerra durante el período de desmovilización. Los gobiernos continuaron poniendo en circulación papel moneda en gran cantidad, lanzándose en nuevos empréstitos, regulando los beneficios, los salarios y el precio del pan, cubriendo así una parte de los salarios de los obreros desmovilizados, disponiendo de los fondos nacionales, creando una actividad económica artificial en el país. De este modo, durante todo este intervalo, el capital ficticio seguía creciendo, sobre todo en los países cuya industria bajaba. No obstante, el boom ficticio de postguerra ha tenido serias consecuencias políticas: puede decirse, fundadamente, que ha salvado a la burguesía [12].
Los gobiernos europeos “inflaron” sus economías como una de las vías para apaciguar la situación (mientras al mismo tiempo apelaban a bandas armadas para “apaciguar” a las masas insurrectas, como las que en Alemania en 1919 masacraron a la vanguardia y se cobraron la vida de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, en un anticipo de lo que sería el accionar de los nazis). El precio de este “salvataje”, por supuesto, fue preparar nuevas desestabilizaciones futuras de la economía, quebrantos por incapacidad de hacer frente al volumen creciente de capital ficticio bajo la forma de deudas públicas, alzas inflacionarias descontroladas, etc. Pero en el medio, la burguesía ganó lo único que entonces podía proponerse: tiempo. Las clases dominantes se empeñaron en amplificar el reanimamiento económico, al precio de preparar las condiciones para futuros trastornos, como vía para contener el auge de las masas. A la vez, el apaciguamiento de la lucha de clases, logrado con derrotas pero reforzado gracias al aliento económico, dio nuevos bríos a la acumulación de capital (sin despejar del horizonte los nubarrones que la aquejarían en un futuro muy lejano).
Te puede interesar: Apuntes sobre la revolución alemana de 1918
La actualidad del método
La relación dialéctica entre fundamentos económicos, relaciones interestatales y lucha de clases, tiene gran pertinencia para analizar la situación actual. Como venimos afirmando hace varios años el capitalismo mundial continúa procesando los efectos de la gran crisis de 2008, que señaló el quiebre de la “gran empresa” con la cual el imperialismo norteamericano se había asegurado desde los años ‘80 mantener el liderazgo de las clases capitalistas de todo el mundo, que fue la avanzada de las políticas neoliberales y la internacionalización productiva bajo la ideología de la globalización (dos vías que permitieron articular una gran ofensiva contra las clases trabajadoras de numerosos países en beneficio de las patronales). Ante los efectos disruptivos que tuvo la quiebra del Banco Lehman Brothers, que marcó un salto en la crisis iniciada en 2007 con epicentro en EE. UU., las principales potencias mundiales concertaron esfuerzos para contener el desarrollo de la crisis, evitando que se concretara el fantasma de una nueva Gran Depresión como la que tuvo lugar después del crack bursátil de 1929, con la amenaza que esto podía implicar para el dominio de la burguesía. En EE. UU. y la UE el esfuerzo mayor estuvo en salvar a los bancos, mucho más que en contener los efectos en materia de destrucción de empleo y pérdida de actividad. De conjunto, se trató de una descomunal socialización de los quebrantos privados, para asegurar que los bancos siguieran funcionando (y volvieran rápidamente a repartir jugosas compensaciones a sus directivos y dividendos a sus accionistas como en los tiempos previos al estallido).
La amenaza de catástrofe solo logró ser conjurada en 2008 al precio de una formidable batería de medidas de emergencia. Entre estas se destacan la inyección de liquidez a los bancos mediante transferencias públicas, lo que se tradujo en un salto del endeudamiento estatal, sobre todo en EE. UU. y la UE; medidas fiscales de estímulo a la actividad, incremento de la obra pública y de los gastos de seguridad social (lo cual se dio muy disparmente por país, siendo China el que realizó las intervenciones de mayor escala), que nuevamente exigieron un salto en el endeudamiento estatal; y una intervención monetaria sin precedentes en los mercados de capitales a través de los Quantitative Easing (un bombeo de dinero en gran escala volcado asegurar el valor de las acciones y bonos), medida inaugurada por la Reserva Federal (Fed) que fue luego imitada por los bancos centrales de otros países, sumada a la vigencia de tasas de interés de casi 0 % que rigieron desde entonces casi hasta fines de 2015. De esta forma, la crisis de 2008 fue respondida con la aplicación en gran escala de todas las medidas de “contención de la crisis” ejercitadas durante todas las décadas previas.
Lo central, sin embargo, es que esta batería de iniciativas permitió contener el episodio más dramático generado por el shock solo para abrir paso a nuevos capítulos. En ese sentido, si pudo darse por concluida la Gran Recesión, esta abrió una “falla tectónica” en lo que podríamos llamar el “equilibrio capitalista neoliberal”, que no ha podido suturarse. En EE. UU., desde 2009 se inició una recuperación que fue la más débil de los últimos 75 años, con un saldo de empleo y salarios mucho más degradados que no se revirtió significativamente con el retorno del (débil) crecimiento. En la UE, el costo de las medidas de contención terminó de volver insostenibles los desequilibrios que caracterizaron a las economías más expuestas por la arquitectura de una unión construida en beneficio de la competitividad global del capital europeo. La respuesta de austeridad ante la crisis, aplicada bajo el mandato de la “troika” con auspicio de Alemania (secundado por Francia), sumió a Grecia, España, Portugal, Italia, e Irlanda en depresión económica. Los duros recortes fiscales no se limitaron a la Eurozona.
Hoy, a doce años de iniciada la “gran Recesión”, y aunque esta haya concluido allá por 2010, vemos que a pesar de todos los recursos que puso en juego la clase dominante para contener sus peores efectos, aun al precio de producir numerosos efectos adversos “desequilibrantes”, siempre con el objetivo de asegurar que su poder no se viera desafiado, no pudo conjurar este peligro. Como señala Christian Castillo en la charla que puede verse en esta edición, en 2019 se abrió una nueva oleada de lucha de clases en todo el mundo, con Chile y Francia como unos de sus principales teatros. La primera, en 2010/2012, había tenido sus epicentros en Medio Oriente y la UE. Ahora el alcance es mucho más global.
El retorno a una “normalidad” previa a la crisis, es decir, la reconstrucción del equilibrio perdido, se muestra como altamente improbable. Sectores de la clase dominante han buscado canalizar el descontento con el neoliberalismo y la globalización hasta salidas nacionalistas, con discursos xenófobos y la promesa de políticas proteccionistas. Trump, y el finalmente concretado Brexit, son las muestras más palmarias de esto. La crisis del “consenso neoliberal” también ha tenido en estos años sus expresiones por izquierda, con el crecimiento de sectores que hemos definido como “neorreformistas”, que buscan dar nueva vida a la pretensión de lograr mejoras para las masas obreras y populares en los marcos capitalistas. Lo vemos en EE. UU., con Elizabeth Warren y sobre todo Bernie Sanders (quien ya tuvo un desempeño destacado hace cuatro años cuando enfrentó a Hillary Clinton) posicionándose con éxito en la interna demócrata. Mientras tanto, Podemos llegó de la mano del PSOE al gobierno del Estado español por primera vez.
En este marco, las relaciones interestatales se han vuelto cada vez más abiertamente conflictivas. Aunque, como viene mostrando Trump, entre su discurso aislacionista y su práctica hay una gran distancia, lo que se impone por el hecho de que los sectores más gravitantes de la burguesía imperialista norteamericana se resisten a abandonar los buenos resultados que ha significado para sus ganancias la globalización de las cadenas de producción. Pero más allá de que estos intereses de la burguesía más trasnacionalizada actúen como moderador, se muestran cada vez más insuficientes antes las tendencias que se mueven en sentido contrario. Y esto en el caso de EE.UU. lo vemos no solo con el país que es visto como el gran competidor estratégico, China, con el que acaba de cerrar una tregua en la larga guerra comercial iniciada en 2018, pausa que tiene un sentido principalmente electoral sin cerrar los motivos de fondo del conflicto y que por lo tanto prometen reabrirlo apenas pasadas las elecciones, sino antes. También observamos una brecha creciente con los otrora principales aliados de la OTAN, que ven a la potencia norteamericana con creciente desconfianza.
A través de las grietas de una economía mundial que ve para los próximos años pronósticos de empeoramiento económico (y la posibilidad de una nueva recesión) y de estas incipientes disputas geopolíticas, se coló un salto de la lucha de clases. Lo que se impone, para que de este nuevo ciclo surjan triunfos, es encarar la construcción de partidos revolucionarios que permitan a la clase trabajadora conquistar hegemonía y pelear por el poder. Recuperar el método de Trotsky para caracterizar la situación internacional y sus equilibrios inestables, es una brújula fundamental para este desafío. |